- Redacción
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- 2015-11-02 12:05:58
Un espacio cargado de historia, desde que fuera residencia de los canónigos vallisoletanos hasta la desamortización eclesial, cuando pasó a manos de Lacanda, fundador también de la vecina Vega Sicilia, que en recuerdo de su origen aportó el aspecto de caserío vasco. Un espacio cargado de afectos, los que unen la familia a la tierra, y ahora cargado también de premios, los que reconocen la exquisitez de sus vinos. Cepas centenarias en la Ribera del Duero y la historia que no cesa.
Los viajes frecuentes en solitario te hacen desarrollar costumbres, manías, para mantener la mente despierta y para fijar en la memoria esas imágenes que pasan velozmente por la ventanilla. Mis rutinas son tratar de adivinar los gentilicios de los pueblos que atravieso e imaginar un invierno allí. ¿Cómo se les llama, por ejemplo, a los habitantes de San Cucufato de las Altas Torres Desmochadas? Y lo que es más importante, ¿podría ser feliz aquí?.Pues bien, cada vez que la ruta de la Milla de Oro de la Ribera del Duero permite esta carreterita, se queda la vista prendida en la casona, desde que aparece en el horizonte hasta que la despide el retrovisor, y la respuesta es: SÍ, ese es un lugar para ser feliz. Un rincón amable, sencillo y enmarcado en árboles, ajeno a la frialdad de los castillos y la piedra, a la memoria siempre sangrienta de Castilla. Al fin he traspasado el portón y el viejo fantaseo se ha plasmado en la realidad.
Una historia humana
La casona cubierta de teja roja, un caserío vasco con muros blancos delineados de troncos oscuros construido por Toribio Lecanda a la par que Vega Sicilia tiene la ingenuidad de un dibujo infantil. Vista desde dentro, con las paredes de un rojo descarado y cálido, con la sutil incorporación de lo nuevo en lo antiguo, el recorrido revela el ideario y el amor de sus propietarios, donde el criterio utilitario -esto es una bodega y más: una finca de labor- no estorba en absoluto la estética, el principio de esto es lo que quiero ver todos los días, lo que me alegra la vista, lo que me ensancha el espíritu. Y es que esta es la casa donde viven y donde han nacido los propietarios hasta la actual quinta generación, la que homenajea la etiqueta de su nuevo vino, joven, educado, amable, potente y creado para gustar.
La quinta generación
Hoy los responsables del vino son Iván y Belén, él en la tierra, ella en la bodega, pero fue su padre, Luis Sanz Busto, quien encaminó hacia el vino la finca que históricamente había pertenecido a la familia de su esposa. Y a ella le corresponde el acierto de haberse aferrado a esta tierra, pues cuando su padre, al jubilarse, vendió la finca, ella talló en el tronco de un pino su amarga despedida, tan sentida que al descubrirla Luis trastocó los planes, dejó su profesión de médico, recompraron la tierra y a ella ha aplicado su ingenio y su pecunio. Con buen criterio, advirtiendo, por ejemplo, que el Duero que riega la finca reclama viña y asesorado por vecinos tan ilustres como Mariano García y Antonio Sanz, sacó su primer embotellado con la vendimia de 1989. Pero el vino no eclipsa otros caprichos, como ahora que Iván quiere recuperar los tiempos en que pacían corderos por el campo. La finca, su reino, lo permite, y le permite soñar: son 600 hectáreas enmarcadas por el río, con pinos piñoneros, patatas, remolacha, caza... de las que apenas 70 son viñedo, algunos en torno a la casa, otros diseminados en suelos muy diferentes, desde cascajo hasta afloramientos de calizas blanquecinas. Algunos de cepas centenarias en vaso que hay que alzar con estacas y que recuerdan que aquí se replantaron los primeros pies americanos, cepas llegadas de California para sustituir a los viñedos europeos arrasados por la filoxera.
El punto final
Entre los depósitos rebosantes por la reciente vendimia, Belén se confiesa: “Mi misión, mi objetivo es respetar la uva y pensar en el disfrute de quien beba. Para mí el mayor gozo lo dan los aromas y es lo que primo. Me traen la uva sana y perfecta, separada por parcelas, vendimiada a mano y seleccionada. Lo tengo muy fácil”. Pero no siempre es así. Ella, como enóloga puntillosa, habla de cada vendimia con detalles de memoria fotográfica y lo cierto es que ha sabido bregar con fáciles y difíciles y se entusiasma al comprobar en una cata vertical de sus elaboraciones cómo todas son buenas.
Elabora máximo 250.000 botellas y después de 17 vendimias conoce al dedillo lo que llegará de cada parcela. Prevé, acepta riesgos y acierta siempre. Conocimiento y sensibilidad que le han valido a sus vinos no solo puntuaciones sino el reconocimiento de estar en la carta de los Roca y los mejores restaurantes. Cría en roble americano, su preferido, que imprime un sutil toque incluso al joven Quinta Generación, pero aplica pinceladas de francés en las reservas más largas, en los Dehesa de los Canónigos Reserva y Gran Reserva (24 y36 meses), el Selección Especial (18 y un aporte de Cabernet Sauvignon) o el lujo del Solideo que nace en las viñas centenarias, se refresca con Albillo y se guarda dos años. Tan diferentes cada uno y tan deliciosos todos, más aún en los tentadores formatos grandes que prolongan el carácter frutal y redondean la integración de la madera. Potentes pero golosos y amables, el culmen de una larga historia... que no ha hecho más que empezar. Al tiempo.
Dehesa de los Canónigos
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