- Redacción
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- 2003-06-01 00:00:00
Catar significa disfrutar del vino de un modo mejor y más consciente. Nuestro amplio dossier sobre las técnicas de cata pretende facilitar la iniciación al principiante y servir de complemento al conocedor experimentado. El hombre civilizado aspira a la belleza y a la armonía. Es lo que lo distingue básicamente del animal. Pero ansía aún más el éxito y la riqueza. Por lo tanto, todos los sistemas educativos oficiales siguen otorgando el máximo peso al ejercicio de habilidades prácticas como las matemáticas y la ortografía. La música, la cultura y la poesía se consideran ocupaciones relajantes para practicar en los ratos de ocio; y no digamos ya la educación del olfato y el paladar: el olor y el sabor apenas se tienen en cuenta. «La semaine du goût», la semana del gusto, se llama una acción que confronta a los escolares franceses con estos sentidos durante una semana al año. Una iniciativa ciertamente loable, sólo empañada por el hecho de que está patrocinada por la muy poderosa industria del azúcar. En nuestro país, la educación del gusto está totalmente olvidada. Por consiguiente, no nos hemos convertido en sibaritas y amantes del vino gracias, sino a pesar de las experiencias reunidas en nuestra juventud, y hemos ido recabando nuestros conocimientos con gran esfuerzo. La premisa para disfrutar verdaderamente del vino es poseer unos conocimientos básicos del arte de la vinicultura, de la cultura del vino, pero sobre todo de las técnicas de la cata que, recordemos, consiste en observar el vino, olerlo, hacerlo girar en la boca para sondearlo, escupirlo y emitir un juicio sobre su estilo y calidad. Esto es lo que queremos transmitirles en lo que sigue a continuación: lo que hemos elaborado para ustedes en las páginas siguientes es la base de las premisas según las cuales trabajan también nuestros especialistas. Por lo tanto, con este dossier también pretendemos facilitar la comprensión de nuestro acercamiento al vino, nuestra filosofía, nuestros comentarios de cata y nuestra guía de compras al final de la revista. Pero sobre todo ha de servir como hilo conductor para una vida de disfrute mejor y más intensa. No debemos olvidar nunca que la cata es un medio y no un fin. El vino existe para dar alegría, no para ser juzgado y clasificado por el gremio de los jueces. El vino está para animar una discusión, para desarrollar la imaginación y la creatividad, premisas de toda civilización, para entrenar nuestro sentido de la medida y de la armonía, para enriquecer con los elementos olor y sabor nuestra percepción de la belleza. Se puede disfrutar de una botella de vino con la persona amada, con unos buenos amigos, en el círculo familiar, para acompañar una buena comida o unos sabrosos canapés, ante el fuego de una chimenea, a la luz trémula de una vela, sobre una manta de colores extendida a la orilla de un lago en el bosque, en el lugar elegido para sentarse, descansar tranquilamente y practicar el arte del ocio. La cata, por el contrario, es un ejercicio para aumentar las sensaciones gustativas, para entender mejor el vino. En cualquier caso, también nos ayuda a recomendar el vino adecuado y a tomar las decisiones de compra más adecuadas. Una cifra se capta más rápidamente que muchas palabras. Por eso, el catador profesional calificará los vinos para ofrecer al amante del vino una visión rápida y fácilmente comprensible. La calificación sólo sirve para eso, no para convertir el placer del vino en una disciplina de concurso, produciendo aprendices de brujo de los que uno ya no logrará librarse, que se erigen en gurús y jueces del sabor y deciden de manera inquisitorial sobre el Bien y el Mal. Más importante que cualquier nota es un comentario de cata competente, informativo y consultivo. El adiestramiento en un lenguaje del vino claro y bien articulado es, por tanto, la primera premisa para poder compartir y transmitir el deleite. Unos conocimientos de amplio alcance son el mejor medio contra las veleidades fundamentalistas de cierta crítica. Quien entrena activamente los sentidos puede decidir lo que le gusta y lo que no; ya no necesitará guías de rebaño, sino sólo consejeros que le aporten información y le ayuden a adquirir una cultura del vino diversa, variada, colorista. El ambiente: El placer no conoce fronteras, ni de tiempo ni de lugar. La cata es muy distinta. El ambiente y el momento son decisivos para el resultado. Un buen catador es un catador ¡que tiene hambre! Se puede disfrutar de una copa de Champagne o de cava para el desayuno, una copa de rosado para el día de campo, un trago de oporto es muy placentero por la tarde con el puro habano, una copa de tinto reserva es imprescindible en la cena, y una copita de brandy es un buen trago para antes de dormir: el vino alegra a cualquier hora. Muy distinta es la cata, ese ejercicio que consiste en averiguar más acerca del vino, elegirlo para la propia bodega o, sencillamente, prepararnos para el placer, y templar nuestro sentido del gusto, como los deportistas sus músculos. La mejor hora para una cata es entre las 11 y las 13 de la mañana y, como mucho, también entre las 18 y las 20. Nunca se deben catar vinos durante o después de una comida; o peor aún, después de un café solo o un puro. Entonces los sentidos están saturados y agradablemente perezosos, y por ello mucho menos precisos que en estado de ayuno. En el caso ideal, el experto desayuna bien dos horas antes de la sesión, luego pasea un rato al aire libre, liberándose la cabeza para concentrarse luego poco a poco en la difícil tarea que le espera. El ambiente en el que se cata es especialmente importante. Las mejores condiciones son: una habitación luminosa, no demasiado recargada de muebles o adornos, a ser posible con luz natural, bien ventilada y totalmente libre de olores, una mesa con mantel blanco (puede ser de papel) sobre el que se colocarán la libreta o el ordenador, un vaso de agua y una copa para la cata propiamente dicha, y una escupidera, o en su defecto una jarra. Nunca se cata bien en un ambiente ruidoso, estresante, desconocido, que excite o distraiga los sentidos, por ejemplo en un estudio de televisión, ni siquiera en una bodega. En las instalaciones de los bodegueros sólo puedo catar de manera medianamente fiable si puedo retirarme, es decir aislarme malhumoradamente sin tener que hacer comentarios corteses al final. Aunque tampoco es necesario que reine un silencio sepulcral durante una cata, es importante que los participantes se comporten con la mayor discreción posible e intercambien sus impresiones sólo cuando el director de cata lo autorice. La opinión del vecino influye poderosamente. «Mi padre», nos cuenta Jean Michel Cazes de Lynch Bages, con un guiño, «en las catas a ciegas en Pauillac, tenía la costumbre de probar todos los vinos rápidamente y decir luego en voz alta: ¡ah, súper, en tal y tal copa debe haber Mouton! Todos los catadores calificaban esos vinos con las notas más altas. Naturalmente, en esas copas había Lynch Bages, que el astuto propietario había reconocido rápidamente...» Nunca se deben probar vinos muy distintos sin orden ni concierto. Se han de agrupar los vinos según criterios como el color, edad, procedencia, añada, variedad, etc. Se degustarán los vinos tintos después que los blancos, los secos antes que los dulces, los jóvenes antes que los de crianza, los vinos tranquilos antes que los de aguja o espumosos, para no cansarse demasiado pronto. Si se cambia el tipo de vino, conviene hacer una breve pausa. Es mejor probar los vinos en series de tres o hasta un máximo de seis vinos y conversar luego sobre ellos, primero a ciegas, es decir, sin haber visto la etiqueta, para obtener una impresión libre de influencias. Pero esta impresión, que no es más que una fotografía instantánea, nunca debe llevar al comentario definitivo. Quien cata así, verdaderamente es ciego, y cualquier farol le hará caer en la trampa, o bien malgastará sus energías intentando adivinar qué vino puede haber en la copa, para no hacer el ridículo. Tensión a través de la distensión El método correcto consiste en recibir una primera impresión del vino de manera totalmente independiente y distendida, sin tener que preocuparse de la etiqueta o del trasfondo. Esbozar un comentario de cata que analice el vino paso a paso, calificarlo con una nota. Esta impresión es la más importante, pero siempre se ha de confrontar, tras descubrir el vino, con la experiencia que se tiene de una marca determinada. Por ejemplo, cómo envejecen generalmente esos vinos, qué madurez desarrollan, de qué terruño proceden. Precisamente el hecho de que los catadores transmitan directamente sus impresiones, de manera ciega, ha llevado a la homogeneización del sabor del vino, a la creación del grupo de los vinos competidores, que ganan concursos de cata pero que no alegran la mesa. Pues cuantificable es en primer lugar la densidad, la plenitud de un vino, es decir, un criterio de cantidad. Pero no son medibles criterios como elegancia, finura y complejidad. No olvidemos que el catador que ha revolucionado la valoración de los vinos, el americano Robert Parker, nunca cata los vinos a ciegas. El comentario final a un vino siempre debe incluir también la experiencia que se tiene de una bodega determinada. Por lo demás, el placer del vino no sólo consiste en lo que sucede inmediatamente en la copa, eso es algo que el verdadero sibarita nunca debería olvidar. Recuerdo una cata de vinos superiores del Médoc, en la que todos denigraban un vino (se trataba de un Lafite) y consideraban mejores todos los demás vinos. Pero la botella que se vació durante la comida subsiguiente fue precisamente la botella del antes tan criticado premier cru. No tengo inconveniente en confesar que, en algunas ocasiones, no entiendo el perfil de un vino, pero me cae bien el vinicultor y, por eso, aunque mantengo una posición crítica frente al estilo de su creación, puedo aceptarlo como un vector de su personalidad. Porque el vino no sólo es una bebida, también contiene un mensaje, el reflejo de un carácter, de un entorno, de su historia, su origen. Y a la inversa, me cuesta mucho esfuerzo que me guste el vino que procede de un tipo perfectamente antipático, aunque lo consigo. ¿Dónde está la objetividad? En el caso del vino, como el de todo juicio sensorial, no existe. Por eso es tan emocionante la cata. Como siempre, es el equilibrio óptimo entre los datos objetivos y las impresiones subjetivas lo que nos lleva a un resultado útil. Por eso uno también puede confiar en su instinto. La modestia es una virtud La mayor tontería que puede cometer un catador profesional (y por supuesto el aficionado) es jactarse de la cantidad de vinos que ha probado de una sola sentada. Confieso que con frecuencia me veo obligado a probar treinta o más vinos en un día. No estoy orgulloso de ello, más bien me avergüenzo y tengo mala conciencia, porque sé perfectamente que la cantidad ideal de cata se sitúa en 12, hasta un máximo de 16 vinos. El análisis y subsiguiente descripción de un vino requiere un gran esfuerzo de los sentidos, y además, la capacidad de concentración sufre bajo la absorción del alcohol que llega a la sangre, aunque se escupa el vino. De modo que, por Baco, ¡no organicen una degustación gigante de varias docenas de muestras en su casa! El vino, cuya elaboración exige tanto esfuerzo y trabajo, merece algo mejor.