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El Terruño desdeñado

  • Redacción
  • 1997-06-01 00:00:00

El terruño es para el vino tan fundamental y existencial como en religión la cuestión y búsqueda de Dios. Si los humanos se dividen en teístas y ateístas, en los espíritus del vino se distinguen los terruñistas y los clim-ateos. En ambos mundos existen creyentes y no-creyentes.
Aún se puede ir más lejos en el paralelismo con una religión: la Santísima Trinidad de los adeptos a la cepa es el triángulo mágico Hombre - Cepa - Naturaleza. Simboliza que la bondad de cada unos de los vinos viene dada por la mejor o peor acción combinada de estos factores.
En el factor Naturaleza vuelve a hallarse esta tríada en los elementos determinantes: clima, topografía y tierra (suelo). En Francia, patria del moderno culto al vino, ha surgido el término “terroir” (terruño) para designar este medio natural de la cepa; es un concepto que en ninguna otra lengua del mundo, ni en la castellana, adquiere una acepción tan englobadora. Quizá por ello tengan tantas dificultades con este término los que no son franceses.
Si se superponen los triángulos del vino y del terruño, se forma un hexagrama. La estrella de seis puntas es el símbolo de la coexistencia de un mundo explorable y otro insondable. Y ésta es exactamente la situación de la interdependencia entre el vino y el terruño: hay cosas que pueden explicarse, pero otras, no. Se necesita intuición y algo de fe. Hasta aquí, brujería.
El terruño desdeñado
Los tres componentes del terruño, en principio, vienen dados por la Naturaleza. Por lo menos, eso podría parecer. El hombre no tiene influencia sobre el clima y la cosecha. La topografía es muy difícil de modificar, aunque hay suficientes ejemplos de tremendos movimientos de tierras en la viticultura. Así, el anterior propietario japonés del Château Citran, en el Médoc, hizo levantar una colina de grava para imitar las condiciones topográficas de los Grand crus. Se han llegado a movilizar excavadoras gigantes y orugas monstruosas para aplanar y limpiar, en medio de una gran controversia, terrenos para la viticultura, por ejemplo en el Kaiserstuhl de Baden o en el Salgesch del cantón suizo de Valais.
Por último, la tierra, el componente más sutil del terruño, es la que con más facilidad puede perder su frágil equilibrio, cosa que ha venido sucediendo en los últimos decenios en muchos lugares, a menudo por irresponsabilidad.
También en la tierra vuelve a hallarse el triángulo mágico: aire, agua y vida. Si la tierra no está suficientemente aireada, si no está lo bastante trabajada y suelta, o está compactada por el empleo de máquinas de muchas toneladas de peso, la vida microbiológica se ahoga.
El agua, la humedad del suelo, tiene una influencia decisiva sobre el ciclo vegetativo de la cepa y la maduración de las uvas. Si la tierra drena con demasiada rapidez y se seca, la cepa acusará la falta de agua. Sufrir un poco no le sienta mal, como a ninguno de nosotros, pero sufrir demasiado ya no es sano. Si por el contrario el agua se estanca, los suelos se enfrían y entorpecen el crecimiento y la maduración.
Por último, la vida microbiológica, los microorganismos, descompone la materia dentro de la tierra, de manera que las raíces de la vid pueden absorber el alimento del suelo. Si debido al empleo masivo de pesticidas, por ejemplo, el suelo está biológicamente muerto o inactivo, hay que alimentar la cepa artificialmente con abonos. Y si, además, se riega, ya todo esto no tiene nada que ver con el terruño original, sino más bien con un cultivo hidropónico. (Más información sobre cultivos “Hors-sol’’ en el informe sobre la actuación de Claude Bourguignon, en la página 35).
El terruño traicionado
Hubo un tiempo, que aún se recuerda, en el que el terruño lo era todo. Las mejores peras eran de Lérida, los mejores espárragos de Navarra, la mejor miel de la Alcarria, los mejores corderos de Aranda. El mejor té venía de Darjeeling, el mejor café de Nicaragua o de las zonas altas de Kenia. La mejor cerveza se hacía en Pilsen, porque allí brotaba de las fuentes el agua más blanda y maduraba en verano la cebada más sustanciosa. El queso Emmental procedía del valle suizo del mismo nombre, y el pan de París era mundialmente famoso, porque se hacía con el excelente trigo de la cuenca parisina. Todo tenía sus raíces y su patria.
En el nombre de la tierra
Pero eso es Historia. Hoy día, nuestros alimentos llegan de todas partes y de ninguna, de anónimas fábricas de animales y plantas. Sólo el vino, y sólo gracias a la genial idea de dar una partida de nacimiento oficial a las innumerables cepas, se ha librado de esta caída libre hacia el anonimato.
¿A dónde habríamos llegado ya si en el año 1935 unos hombres con visión de futuro, aglutinados bajo el Baron Le Roy de Châteauneuf-du-Pape, no hubieran introducido y desarrollado en Francia el INAO, el Institut National des Appellations d’Origine (Instituto Nacional de las Denominaciones de Origen)? Las cepas francesas de California serían, posiblemente, la más inofensiva de las aberraciones.
Desde 1990, el INAO va incluso más allá, intentando eliminar de las etiquetas todas las denominaciones de las variedades de cepa y dar más peso a los nombres geográficos, y, con ello, al terruño. Con esta política se pretende salvaguardar todas las cepas francesas de la posible confusión con vinos extranjeros.
Los países productores más importantes del Viejo Mundo han adoptado consecuentemente este sistema: Italia, España y Portugal han introducido, por el mismo motivo, las Denominaciones de Origen.
Pero la mayoría de los sectores de la producción alimenticia no tienen raíces y sus productos carecen de la base de un terruño. Con mala intención, ya que sólo así, argumentando una calidad siempre idéntica, pueden “ennoblecerse”, racional e industrialmente, todos los productos y comercializarse multinacionalmente. Bajo los dictados del mercado, la agricultura se dejó forzar a producir cada vez más cantidad, de manera más racional, y a producir cada vez más barato. Hoy por hoy, cuando quizá ya sea demasiado tarde, se intenta salvar lo que apenas parece salvable con la llamada agricultura biológica.

HHH

Comparado con esto, el mundo del vino puede considerarse sano y salvo. Con ayuda de los atentos consumidores, dispuestos a pagar el precio de un buen vino, los productores han conseguido crear lo que podría llamarse una zona protegida, un mundo del vino que se ha mantenido bastante inmune al código de las apariencias que impera en la comunicación global del marketing y que nadie ha conseguido asaltar por ahora. En él rigen otras leyes, y esto se debe en gran parte, todo hay que decirlo, a las informaciones extendidas por los medios de comunicación especializados en vino.
Incluso parece que a partir del vino pudiera surgir un movimiento de oposición a la actual producción de “piensos” para personas. En todas la granjas se empiezan a reunir fuerzas para volver a los productos con garantía de origen regional, siguiendo el ejemplo del vino, y para recuperar el terruño perdido. Las D.O. en España están haciendo un buen papel en este sentido.
Porque en el terruño tiene sus raíces la fe en la singularidad e individualidad, el concepto o la creencia de que una cepa determinada sólo puede ser vendimiada en un lugar determinado, en un tiempo determinado y por una o varias personas determinadas. Esto es lo grandioso del vino, por lo que merece la pena continuar, porque quizá por este camino se encuentre incluso el futuro de una agricultura sensual y sensata.
Los terruñistas o apóstoles del terruño
Los fundamentalistas ligados a la tierra, naturalmente sobre todo los del Viejo Mundo, primeramente extendidos por Francia, son auténticos apóstoles del terruño. Allí, la cultura del vino tiene raíces milenarias y ha madurado a lo largo de generaciones.
En principio, en todas las regiones vitivinícolas de Europa se están imponiendo las variedades que maduran lo justo, en un año normal. A lo largo de siglos, los antepasados de nuestros viticultores han constatado que cuanto más largo es el ciclo de crecimiento, mejor es el vino. Una maduración más larga y lenta entrega unos frutos más deliciosos y aromáticos.
La maduración óptima de las uvas es, pues, la base decisiva de la calidad de un vino. Esta antigua sabiduría es, aparentemente, el último descubrimiento de la enología que, de repente, ha vuelto a descubrir la uva. Para conseguir este estado ideal es necesaria una armonía entre el hombre y su terruño.
André Ostertag, legendario viticultor alsaciano, es un auténtico místico de la tierra. Afirma que “el gran vino es una historia de amor entre el viticultor, su tierra y sus cepas. El hombre debe aprender a observar sus cepas, para entender la tierra a través de ellas. Muy pronto su terruño lo empapará, como a las cepas, y será uno con él. Comprender su terruño también significa encontrarse a sí mismo, dominar la propia tecnocracia, esa visión hiperracional aunque poco amplia de las cosas. ¿Pero quién, hombre o terruño, decide el sabor del vino? Difícil pregunta. Lo cierto es que sin viticultor no hay terruño y sin tierra tampoco hay viticultor.”

HHH

François Mitjavile, el propietario de Tertre-Rôteboeuf en Saint-Emilion, quien ha transformado en pocos años el vino de su bodega, consiguiendo una auténtica metamorfosis, es aún más radical; incluso le da la vuelta al viejo dicho bíblico: “El hombre se someterá a la tierra.” Un viticultor debe estar subordinado al terruño, debe ser su intérprete. Mitjavile cita a Leonard Bernstein y dice: “Una orquesta no debe tener un sonido propio y mucho menos el del director. Los músicos deben expresar a Brahms si están tocando Brahms, y a Beethoven si están interpretando a Beethoven.”
“Si en el terruño todo está perfectamente armonizado, la variedad adecuada plantada en la tierra adecuada y sobre los portainjertos adecuados, no necesita ninguna intervención correctora del hombre. Además, sólo se conseguiría indigestarlas. Si las cepas producen un exceso de uva que no puede madurar, algo falla en el sistema. En un mismo pedazo de tierra no se pueden plantar distintas variedades de uva. Sólo se puede plantar una: ¡la buena!”
Mitjavile vive de acuerdo con esta filosofía: “Yo jamás cortaría un grano de uva, tampoco hago selección en la vendimia ni vino de segunda marca. Tertre-Rôteboeuf es exactamente lo que su terruño produce en un año”. Hay que reconocer que es una actitud admirable.
Los clim-ateos o el terruño reprimido
Este enorme culto a la tierra no lo entienden los modernos, llamémosles clim-ateos, del Nuevo Mundo. Ellos menosprecian el suelo. Cuando descubrieron el vino, primero intentaron copiar los modelos europeos. Podían adquirir conocimientos sobre el cultivo de la vid y la enología, podían importar cepas, podían encontrar tierras y zonas similares, pero, el clima de allende los mares no colaboraba. Las temperaturas, por lo general más altas, aceleran el ciclo de maduración de la uva, los frutos producen más azúcar y aromas más maduros, y los vinos resultan de mayor graduación, más opulentos y de más volumen. Las finas sutilezas de los ideales europeos, resultado de una armonía entre cepa, clima y terruño, no se podían copiar.
Los nuevos científicos del vino simplificaron el problema, centrándolo directamente en el clima, y dejaron de lado el suelo y la topografía. El suelo se puede regar y drenar artificialmente, las cepas se pueden alimentar con abonos, y las empinadas e incómodas colinas, con la exuberante incidencia de los rayos del sol, tampoco son precisamente las más codiciadas. Así que se fijaron exclusivamente zonas climáticas, se dibujaron mapas del calor y se plantaron todas las cepas ajustándose a ello (ver también el cuadro en página 29).
Así, de las buenas viejas uvas de Europa nacieron vinos con otros perfumes y aromas. Luego pasó lo que tenía que pasar: la funesta confrontación entre los vinos del Nuevo y del Viejo Mundo. En catas comparativas, que ambicionaban sensacionalismo, realizadas ante gremios a menudo cuestionables o muy parciales, se “demostró” que las cepas del Nuevo Mundo, en los casos en los que no eran superiores a los clásicos europeos, eran de igual alcurnia.
La casta de los flying winemakers
Ahora bien, se sabe por experiencia que ensemejantes catas mastodónticas muy rara vez son los vinos más finos los que descollan, sino más bien las más grandilocuentes. No es de extrañar que se agolparan ante las candilejas los caldos más maderizados y con más tonos de mermelada, y que las masas los aplaudieran con entusiasmo. Esta tendencia le vino como anillo al dedo a la emergente casta de los “Flying Winemakers”, esos enólogos etrellas multiempleados. Las sutilezas que da un terruño podían sustituirse fácilmente con técnicas modernas en la bodega y en las barricas. Se sacrificó el terruño y el origen, también en las etiquetas, en favor de un marketing eficiente. Los nombres geográficos se sustituyeron por la denominación de la variedad.
Pero curiosamente, estos “Variety Wines” no tienen nada de los aromas y perfumes típicos de la variedad de la que proceden. Más bien son el resultado de una técnica enológica. El efecto producido es que los consumidores pronto empiezan a identificar estos aromas hechos a base de fermentación y barrica, interpretándolos como los aromas característicos de la variedad.
Estos Flying Winemakers lo han comprendido enseguida y, sin pérdida de tiempo, han creado el concepto “to chardonnize”, lo que significa que pueden emplear esta nueva técnica con cualquier variedad de cepa para generar el sabor Chardonnay, o por lo menos, lo que el consumidor reconoce como Chardonnay.
Y si, encima, los gurus de la crítica bendicen estos vinos de retorta y los elevan a nivel internacional, faltará poco para que los veleidosos del Viejo Mundo caigan y quieran imitar a toda costa a los advenedizos. Más les valdría luchar por el prestigio y el éxito comercial en el propio terruño y perfeccionarse por sus propios medios.
Porque el péndulo ya está iniciando su movimiento de retorno. Quien haya probado alguno de estos tecno-vinos, los ha probado todos y, hastiado de su petulancia, gustará de retornar a los vinos más sutiles.
El pétrus clónico o el terruño total
El terruño es, pues, complejo y, en definitiva, insondable. Para entenderlo no sirve de nada llenar grandes macetas con tierra de distintas regiones vinícolas, plantar en ellas cepas de la misma variedad y colocarlas juntas en el mismo lugar. Los vinos se asemejarán como gotas de agua, porque lo que la vid puede absorber directamente de la tierra es muy limitado.
Este fue el resultado de 20 años de investigación por parte del Instituto Bávaro de Viticultura. Plantaron cepas Müller-Thurgau y Silvaner en esquisto micáceo, en arenisca abigarrada, en calizas, en arena movediza, en keuper de arcilla y de escayola, todo ello en idéntico lugar en Franconia; las criaron, y microvinizaron las uvas. Entre los distintos vinos resultantes ¡apenas había diferencias perceptibles!
Este tipo de investigaciones demuestran claramente que el terruño no sólo consta de la capa superior de la tierra, y que el resto de los componentes, el microclima, el subsuelo, el contingente de agua en el suelo, la variedad de cepa y, finalmente, también la mano del hombre son los factores decisivos, y que el terruño es algo total.

HHH

Así pues, los vinos realmente grandes siguen siendo un misterio. Y es bueno que sea así. Si se pudiera descomponer un Pétrus de 1947, este caldo celestial también podría ser reproducido. Entonces se conseguiría recubrir todo Pomerol con una capa de barro y, en lugar de 100. 000 botellas originales habría millones de Pétrus clonados.
Incluso si la botella ya sólo costara 1250 pesetas y estuviera al alcance de cualquier bolsillo, como vino de mesa, Pétrus habría perdido su magia y se volvería aburrido. La singularidad de un vino también necesita de la singularidad del disfrute. Lo interesante, tiene que encerrar cierto misterio.


En la meca de los clim-ateos
La viticultura moderna en California se basa exclusivamente en un mapa climático. El suelo y la topografía no desempeñan papel alguno, según los anti-terruñistas americanos. Las zonas climáticas se calculan según las temperaturas medias mensuales durante el período de vegetación, desde abril hasta octubre. Los grados de temperatura que sobrepasan los 50° Fahrenheit (10° C) se multiplican por el número de días del mes.

Lo que es bueno para California no tiene por qué serlo para otros lugares, porque ya se ha constatado que en la costa Oeste de los EE.UU. las temperaturas están directamente relacionadas con otros factores como oscilaciones térmicas, horas de luz solar y humedad atmosférica.

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