- Redacción
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- 1999-02-01 00:00:00
Su nombre va de boca en boca. Desde el correveidile clásico del conocedor y aficionado, hasta el viaje a la velocidad de la luz por las autopistas de internet. Y todo ello con solo un vino en el mercado. Pero, ¿quién es Fernando Remírez de Ganuza? Ante todo un enamorado de su trabajo y un soñador en busca de la perfección. Excesivamente crítico consigo mismo, hasta ahora solo dos añadas han merecido su visto bueno. Su talante pausado y tranquilo esconde en realidad un investigador inquieto, que maquina sin cesar nuevos sistemas de elaboración. Pertenece a ese grupo de elaboradores que está revolucionando el vino de Rioja.
Pero lo más sorprendente de Fernando Remírez de Ganuza es que esto del vino es para él una vocación tardía. Porque en realidad no es su primer negocio. Todo empezó en una época en que se dedicaba a la compraventa de fincas, pequeñas fincas rústicas que unía y luego vendía. En 1979 tuvo la ocurrencia de plantar de viña las fincas que no conseguía vender. Porque algo había que hacer con ellas. Después llegó, como un juego, la idea de hacer un poco de vino con agricultores de la zona, “nada importante, en verdad, pero lo suficiente para que el gusanillo se quedase dentro”.
En eso apareció Jaime Rodríguez, de Remelluri, con el encargo de un americano que deseaba montar una bodega. Tras llegar a un acuerdo, los tres formaron sociedad, con el ambicioso proyecto de elaborar nada menos que el mejor vino de Rioja. Era la bodega de Torre Oña. Pero, como ocurre en tantos lugares, disponía de unas plantaciones excesivamente jóvenes “para la pretensión de sacar el mejor vino del mundo, por el simple hecho de que eran suyas”.
Pronto orientó su política de compras a uvas de cepas viejas, para vender las suyas más jóvenes. “Precisamente me di cuenta entonces de la importancia trascendental de una uva sana y equilibrada para elaborar un gran vino. Y la única cepa que puede ofrecer un fruto de esas características es la vieja”.
En su bodega de Samaniego todo está hecho a conciencia, una cuidada estética, una construcción diseñada hasta el último detalle y un lagar que más parece un laboratorio de la NASA que un santo lugar donde se hace vino. Decide poner en pie su propia bodega en el momento en que se rompe la aventura de Torre Oña, con la compra de una hacienda en Samaniego que va reformando y rehabilitando poco a poco. Al principio pensó en hacer solo 12.000 botellas, “pero enseguida me pareció un despilfarro pues ya solo cada depósito tenía una capacidad de 15.000 litros”. Finalmente establecieron hacer un máximo de 100.000 y disponer de una capacidad de elaboración de 200.000 en total, para trabajar cómodos.
El salto definitivo hacia la calidad fue poner en marcha la mesa de selección. “Siempre he pensado que si de la uva sale vino, de la mejor uva debería salir el mejor vino”. El destino le llevó a vendimiar un año para Bodegas Roda unos 27.000 kilos, con el encargo de elegir uno por uno todos los racimos. El sistema no era perfecto porque unos días llovía y porque el vendimiador no es precisamente un especialista... La experiencia de la mesa de selección la trasladó inmediatamente a su bodega, como hacen en Valencia con las naranjas. Y la bodega devino en laboratorio. Una y otra uva fue vinificada aparte. “Fue cuando lo vi claro, existía un abismo de calidad entre los dos vinos. Desde entonces todos los años vamos perfeccionando la cinta”.
Pero el ingenio de Remírez de Ganuza parece no tener fin. De su bodega-laboratorio salieron hallazgos tales como una peculiar prensa para los vinos de maceración carbónica: una gran bolsa llena de agua. “Hasta ahora siempre he hecho un poco de vino de maceración carbónica para mí, porque me encanta ese tipo de vino. Pero era una pesadez meterse en el depósito a pisar y hacer la faena. Entonces se me ocurrió que si se ponía un gran peso en la superficie de la masa lo teníamos solucionado. Pero, no creas, en dos cosechas hemos tenido que tirar el vino porque se nos rompió la bolsa llena de agua”.
Y un experimento más: la selección de las puntas y los hombros del racimo, para hacer con ellos vinos diferentes. Y todos los años un nuevo ensayo. “Probamos a despalillar grano a grano, pero no servía porque las manos transmiten su alta temperatura a la uva y la fermentación comienza inmediatamente”. Por ello decidió cortar el racimo en la mesa de selección, separando las puntas de los hombros. Así, los resultados son sorprendentes. De las puntas nace un vino muy elegante, delicado y aromático. De los hombros, uno más astringente y ácido, pero poderoso. Un vino para criar.
Tiene, sin embargo, la humildad del genio. Dice ser de los que creen que un gran vino necesita siempre de un profesional que lo maneje. Y prefiere un enólogo fijo en la casa. “Los grandes consagrados no me servían porque normalmente llevan muchas bodegas, te apuntan la receta en un papel y, como mucho, te hacen la visita del médico”. A Pablo Martínez, el enólogo actual, lo contrató en el coche: hacía auto-stop y le comentó que acababa de terminar enología. Desde entonces pertenece a la casa y siente el vino como suyo, “que es lo que necesita el vino”. También echa una mano Gonzalo Rodríguez. Aprecia de él su manera de pensar, su idea estética sobre el vino. “Piensa como yo, que hay que mimar el vino, pero por procedimientos naturales, sin utilizar levaduras seleccionadas que tanto uniformizan el producto final”.
Las dos primeras cosechas seleccionadas por esta bodega son solo una pequeña muestra de la excelencia que pueden alcanzar en el futuro los vinos de Remírez de Ganuza. El del 95 y el del 96 seguro que gustarán tanto, al menos, como el de la cosecha del 94. Pero atención al del 98: es, sencillamente, excepcional.