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Tour de Touraine

  • Redacción
  • 2002-04-01 00:00:00

Para muchos amantes del vino, la Touraine es tierra de nadie. Gozan de cierta fama, como mucho, crus como Vouvray o Chinon. Pero en la denominación básica hay mucho movimiento. Rolf Bichsel nos cuenta en las páginas siguientes su viaje de descubrimiento a la fuente del vino francés de consumo diario.

Tras martirizarme fatigosamente por las carreteras de acceso y salida de Tours, tragándome el polvo de los camiones y las emisiones de monóxido de carbono, en lugar de un jugoso Sauvignon o un vigoroso Gamay, terminé por encontrar algunas cepas. Primero, había seguido los carteles indicadores que prometían «la route du vignoble» («la ruta del viñedo»). Estos bonitos carteles indicadores, claramente recién puestos, ya en el primer cruce señalaban en varias direcciones. Doblé a la izquierda (al fin y al cabo, en Francia gobiernan los socialistas y yo siempre respeto las costumbres de mis anfitriones). Durante veinte minutos atravesé hermosos campos de trigo, verdes praderas y un trocito de bosque; la carreterita, llena de baches y sinuosa como una serpiente pisoteada, me llevó de nuevo al punto de partida. Evidentemente estaba siguiendo convicciones políticas equivocadas. La segunda vez, lo intenté todo recto (al fin y al cabo, no cambio de opinión con tanta facilidad como de camisa) y pronto divisé a lo lejos, efectivamente, una parcela plantada de cepas. Pero no conseguí acercarme a ella hasta que, abandonando toda convicción política, doblé hacia la derecha como un oportunista cualquiera. [Esta ruta resultó ser un callejón sin salida, pero al menos conseguí llegar al verde profundo de las vides. Incluso tenía ante mí a dos campesinos trabajando, caminando pausadamente por entre las hileras, rompiendo aquí y allá alguna ramita sobrante. Enrosqué en el objetivo el filtro azul cielo y brillo más fuerte que tenía, preparé la cámara y apunté al más fotogénico de los dos ejemplares; ya lo veía lucir en primera página, pintoresco representante del color local, con barba de tres días, profundos surcos en la cara y un cigarrillo Gauloise bleue entre los arrugados labios. Pero me equivocaba una vez más. Mi modelo fotográfico ideal se acercó, se plantó ante mí amenazadoramente y me preguntó con voz nasal, apenas comprensible: «¿Es usted de los de la autopista?» «¿Y qué tengo yo que ver con eso?» contesté patidifuso. «Porque si es usted de los de la autopista, pues no estamos de acuerdo». El gallardo vinicultor obviamente me tomaba por una especie de topógrafo que pretendiera hacer pasar un bucle de autopista por entre este idílico verdor para que la multitud de parisinos estresados pudieran circular aún más rápidamente hacia el sur, tierra de promisión. Así que le expliqué pacientemente la diferencia entre una cámara fotográfica y un metro láser, que trabajaba para una revista de vinos internacional, y tal... entonces se le iluminó la cara y se alisó como pudo las arrugas de la intemperie. «Oye», le decía a su compañero, que lo miraba con envidia, «mira, éste es de la tele...» Cuando ya había compuesto la imagen, enfocado y ajustado el diafragma, justo cuando iba a accionar el disparador, el humor de mi modelo cambió radicalmente. A la velocidad del rayo salió del encuadre para colocarse en la lechosa contraluz, tapándose la cara con las manos, y seguidamente me dio la espalda. «No, al final no va a poder ser», me dijo por encima del hombro, a distancia prudencial, guiñó los ojos ladinamente por entre los dedos y partió de allí muy ufano. Su compañero parecía querer consolarme. «Al hombre de repente le ha dado miedo, trabaja en negro», explicó presuroso y claramente ansioso por ocupar su lugar. Pero él no tenía el aspecto que yo le suponía a un vinicultor de la Touraine, con esa camiseta de college, esas gafas de sol con cristales de espejo rojos y esos pantalones cortos de boxeador, la mirada estrábica y faltándole tres dientes... Resignado, terminé por disparar la foto.
Bueno, y luego está la visita al primer vinicultor. También en este caso los indicadores parecían funcionar, hasta poco antes de acercarme a la meta. Entonces, de repente, ni un cartel más. Obviamente se suponía de un turista que no cejaba en su empeño, a pesar de todos los impedimentos con que sembraban su camino, que encontraría la ruta hasta la meta final. Y lo hizo: un profesional no tira la toalla así como así. Pero en la Touraine hay que ganárselo todo: no había nadie en casa excepto un perro malhumorado que rechinaba los dientes . Desde el techo del coche, sobre el que había huido por motivos de seguridad, tuve que soportar las imprecaciones de un hosco vecino que había salido de su reserva obviamente alertado por los ladridos; me dio a entender que el vinicultor buscado a estas horas del día estaba en su viñedo y no tenía tiempo de ocuparse de los visitantes.

Los Gamay de la Touraine
Conseguí verle hacia el final del día. Fui llevado a una bodega angulosa, instalada en lo que claramente había sido una cabreriza, en la que había algunos tanques baratos de fibra artificial («lamentablemente no nos da para más», confesó mi anfitrión tímidamente).
Pero lo que allí ofrecen es más que presentable: un Sauvignon blanc fresco que haría palidecer a más de un Burdeos; un Gamay como antaño fue el Beaujolais, si se da crédito a los comentarios entusiastas de las publicaciones especializadas del último siglo -tan jugoso y sabroso, tan seco y alegre que, en realidad, el modelo debería tomarlo como modelo-. Yo suelo odiar los vinos de la variedad Gamay: sólo aquí, en la Touraine, los adoro. La Touraine y sus vinos me gustan en general, a pesar de todos sus inconvenientes, a pesar de las carencias de la infraestructura turística en una región que se cuenta entre las más importantes regiones turísticas del mundo, a pesar de la falta de autoestima de los vinicultores que, demasiado pasivos y modestos, aceptan pertenecer a la segunda guardia sin protestar, y no porque estén satisfechos consigo mismos, sino sencillamente porque nadie está con ellos ni se interesa realmente por ellos ni les confirma que lo que manejan es un tesoro.
O quizá precisamente por eso. Porque aquí, en el corazón de Francia, las leyes que rigen son distintas. Aquí el vino no es un culto, como en Burdeos o en Borgoña; aquí es parte de la vida cotidiana, no domina sino que se integra perfectamente en su entorno y su ámbito cultural, pues lleva un milenio y medio siendo lo que es: una bebida sana y agradable que acompaña a todas las comidas. Naturalmente, en la Touraine también se esfuerzan por aumentar la calidad y crear vinos de nivel internacional. Pero sólo se logra marginalmente, incluidas las zonas de los crus tintos como Bourgueil o Chinon -exceptuando los extraordinarios Vouvray de la variedad Chenin que, dulces, semidulces o secos, forman una categoría aparte-. La madera de roble es como un parche y la suavidad acaramelada resulta artificial. El punto fuerte de la Touraine son los vinos de mesa complacientes, frescos y secos, tanto tintos como blancos, como los que ya casi sólo quedan allí.
No olvidemos que durante milenios las áridas y muy calcáreas colinas que rodean la ciudad de Tours, en su mayoría a lo largo de los ríos Loira, Cher y Indre, sirvieron a los salones, fiestas y cortes de la capital, París. La Touraine sólo fue destronada como importante suministrador de vinos complacientes con el advenimiento del ferrocarril, que llevó vagones cisterna llenos de vinos del Midi (aún a buen precio) hasta el centro de Francia.
Sólo que en el sur de Francia la cultura del «vino de mesa» es artificial (con su clima son posibles otras variedades de vino) y en la Touraine viene dada por la naturaleza. El clima y el suelo parecen hechos para cultivar vinos blancos, tintos y rosados secos y amables, con garra, estructura y carácter.
Es cierto que no siempre son fáciles de comprender. Quien consuma día tras día vinos mansos como corderitos, con taninos templados y acidez inexistente, difícilmente podrá morder un sólido Gamay de la Touraine, y mucho menos un Cot (Malbec) o un Cabernet franc. Pero este tipo de vinos participa sencillamente en la mesa, combina con la pizza, el ragú y los embutidos, o con la cocina fuerte del sur de Alemania, cuyas especialidades suelen tener que acompañarse de un Beaujolais plano o de una bomba de barrica tinta chilena o italiana, que además cuesta demasiado cara.
¡Y los blancos! Durante mi última escapada vacacional a la isla de Ré, en el Atlántico, por puro aburrimiento decidí probar sistemáticamente todos los vinos complacientes que allí ofrecían para acompañar las especialidades de pescado local, y siempre terminaba prefiriendo el Sauvignon blanc de la Touraine, más ajustado de precio y mejor que todos los atildados Burdeos blancos que había en la carta, y que los sencillos Borgoñas blancos, exceptuando algunos muy destacados, pero que en ese contexto habrían estado fuera de lugar.
La Touraine, con su desconcertante multiplicidad de crus y denominaciones, no es una región fácil de conocer, pero se trata de uno de los últimos tesoros enológicos de Francia aún por descubrir.


La Touraine y el vino
La «Touraine vitícola» se extiende de este a oeste a lo largo de unos 100 km., y consta de un mosaico de viñedos repartidos a lo largo de las colinas que bordean los ríos Vienne, Indre, Cher y Loira.
Así, las cepas casi nunca pierden de vista a los ríos. La denominación superpuesta global de Touraine y las diez regiones de procedencia se reparten unas 13.000 hectáreas de superficie cultivada (un poco menos que la Ribera del Duero). Aproximadamente la mitad corresponde a los crus más conocidos: Chinon, Bourgueil y Saint Nicolas de Bourgueil (tintos), y a los vinos blancos espumosos, de aguja, secos o dulces nobles, Vouvray y Montlouis.
Pero aquí queremos mencionar sobre todo las regiones menos conocidas: Touraine, Touraine Amboise, Touraine Mesland, Touraine Azay le Rideau, y desde hace poco Touraine Noble joué. En ellas la viticultura se basa casi exclusivamente en pequeñas empresas. El grueso de los domaines posee menos de siete hectáreas de viñedos. Y habitualmente la venta es directa: las grandes estructuras comerciales se pueden contar con los dedos de una mano. Al fin y al cabo, las casas comerciales ponen a la venta más de la mitad de la cosecha. Así, los vinos de Touraine sencillos se sitúan en el extremo amargo de la jerarquía de precio y calidad, y se comercializan al nivel de los vinos de la tierra, lo cual tampoco mejora precisamente su fama.

Historia
Desde el siglo II hay testigos de la vinicultura en la Touraine. Los ríos no sólo son un importante factor climático, sino también oportunas vías de circulación. Facilitan el transporte del vino hasta París, la capital, a 200 km. de distancia, o a la ciudad comercial de Nantes, en la desembocadura del Loira. A finales del siglo XIX había en la Touraine 100.000 hectáreas de viñedos. Pero sólo las fincas de más renombre sobrevivieron a la subsiguiente crisis, y la reconstrucción fue larga y laboriosa. A finales de los años 60 del siglo XX, escasas 5.000 hectáreas volvían a estar plantadas de viñedos.

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