- Redacción
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- 2000-10-01 00:00:00
EL CAPITAL SE MUEVE EN EL MUNDO CUANDO HAY PERSONAS QUE MANEJAN LOS HILOS. EL QUE SE HAYA VISTO ATRAPADO POR EL VINO, YA NO PODRÁ PENSAR SÓLO EN EL DINERO.
Se les conoce como «jugadores globales», una acepción con un doble sentido, al acentuar precisamente el concepto de juego de su inversión. Por una parte, los grandes y poderosos de este negocio juegan con el destino de regiones vinícolas enteras, y con el gusto y el bolsillo de aficionados al vino. La responsabilidad que esto genera es uno de sus aspectos, el otro es el placer del poder. Lo cual también vale para banqueros o directivos de la empresa automovilística.
En las centrales de multinacionales de bebidas como Seagrams y Allied Domecq, las decisiones parecen depender más del «shareholder value» que del producto. Esto es válido para los niveles superiores del consorcio, donde se decide qué inversión genera más beneficios y si para ello hay que vender qué bodega. En ese juego rara vez se habla de calidad y de estilo del vino. En las ocasiones en que sí se han considerado, han llegado a tomarse decisiones espectacularmente erróneas, pues el vino se resiste a cierta lógica del dinero. Los jefes de consorcio más sabios tienen expertos en vino in situ, a los que piden consejo a tiempo.
Porque quien haga abstracción del gusto, uvas, terruño y cultura, y sólo actúe siguiendo parámetros pecuniarios o de psicología del poder, producirá vino ordinario y sin vida (de los que hay más que suficientes). Por eso, el vino se sitúa en otro nivel del «juego»: las cabezas verdaderamente dirigentes que deciden el futuro de la industria internacional del vino, al igual que los enólogos más solicitados, se mueven por algo más que el dinero. Sin visión, sin el concepto de un buen producto y sin amor al vino no tendrían éxito. Su trabajo se define a través de su relación con el vino. No, jamás olvidan el factor dinero. Sin embargo, muchos de los que más pitan en el negocio del vino se sienten más bien como una especie de vinicultor global.
Un ejemplo modélico es Miguel Torres, presidente de Bodegas Torres. Bajo la rigurosa dirección de Miguel Agustín Torres, las Bodegas Torres se han expandido hasta convertirse en uno de los más dinámicos productores españoles de alta calidad. Cuando se conoce a este personaje, se percibe rápidamente que ni la pura grandeza ni la multiplicación del capital constituyen el centro del negocio. Torres es vinicultor en cuerpo y alma. Sucedió en la dirección de la empresa a su padre, también enólogo experto y con la misma perspicacia, obviamente hereditaria.
Miguel Torres, nacido en 1941, empezó la carrera de química a los 16 años en Barcelona y en 1959 se cambió a la universidad de Dijon, donde se especializó en vinicultura y administración de bodega. En 1962 volvió para trabajar en la bodega de la familia, donde hasta la fecha está realizando un excelente trabajo de mejora de los sistemas de cultivo y de investigación de las variedades de cepa. Uno de sus logros más importantes fue introducir en Cataluña la variedad Cabernet Sauvignon y elaborar con ella un vino varietal. Está presente en cada vendimia en Chile supervisando la cosecha y la fermentación y, entre las vendimias, amplía sus conocimientos regularmente realizando numerosos viajes. Uno de los resultados de sus estudios fue su primer libro «Viñedos y vinos», publicado en 1977 y traducido a varios idiomas. Le siguieron otros libros. En 1978 emprendió su aventura americana y se decidió a construir una finca vinícola en Chile. Fue el primero en darse cuenta de las posibilidades de ese país y el primero en producir vinos modernos con fermentación refrigerada en tanques de acero. Estudioso incansable, en 1982/83 decidió tomarse un «año sabático» para estudiar una vez más en la universidad de Montpellier. La finca vinícola en Chile es, sin lugar a dudas, uno de sus más grandes logros, al igual que los mejores vinos de la Casa: Más la Plana, Milmanda y Grans Muralles.
La curiosidad por demostrar su habilidad también en terreno extraño es el motor de muchos jugadores que se aventuran a cruzar fronteras. El barón Eric de Rothschild, propietario de las Domaines Barons de Rothschild (Lafite), dirige desde 1977 los destinos del famoso Château Lafite-Rothschild. Ciertamente tenía motivos económicos para buscar fuera de la región bordelesa: empezó a invertir en el extranjero porque el negocio en Burdeos, a finales de los años 80, sencillamente se había puesto demasiado caro. La mayoría de las inversiones ya no las realizaban los productores, sino los bancos y aseguradoras, contra los que las empresas familiares llevaban las de perder. Pero el barón también invirtió en el extranjero «para diversificar la cartera y conocer nuevas regiones vitícolas». Le resultó fácil hallar contactos para invertir. Constantemente recibía propuestas, probablemente porque se le suponían medios económicos y porque esperaban aprovechar su experiencia y prestigio. Rothschild podía elegir entre 30 ofertas y se decidió por las más atractivas. Aún siguen llegado ofertas, comenta el barón: «Los productores de Chile, Portugal y los Estados Unidos necesitan tecnología y dinero para llevar a cabo innovaciones en las que no quieren tener que defenderse solos. Nosotros aportamos el apoyo necesario, atendiendo siempre al terruño específico. Naturalmente, en Chile no se produce Château Lafite, sencillamente hemos aportado nuestros conocimientos.» A pesar de los modernos métodos de vinificación, el barón otorga gran importancia a las variedades y los terruños, aunque en ocasiones le hayan tachado de producir pocos vinos de moda o adaptados a los consumidores. Efectivamente lo considera más bien poco y declara: «Pensamos mucho más en los viñedos y sus particularidades que en la bodega.» Hay proyectos en preparación en otros dos países. Sobre ello, el discreto barón naturalmente aún guarda silencio.
Los empresarios con visión de futuro, por supuesto, empiezan ya con la educación de sus hijos e hijas a combinar los conocimientos económicos y enológicos, y a canalizar los intereses de sus sucesores. José Luis Bonet Ferrer, presidente del grupo Freixenet, ha estudiado Derecho y Economía, sin perder nunca la relación con el vino. El grupo Freixenet siempre ha estado dirigido por un miembro de la familia, actualmente por el sobrino del antiguo presidente José Ferrer Sala, hijo mayor del fundador de la firma. José Luis Bonet Ferrer tiene mucha experiencia en el mundo de la empresa y aún más en el negocio del vino. Casado y padre de 12 hijos, es un hombre de firmes convicciones tradicionales y una sólida preparación. En 1963 terminó la carrera de Derecho en Barcelona con premio extraordinario y se doctoró en 1967. Además de su carrera de abogado, estudió también ciencias económicas y se habilitó como catedrático de Economía Política. Ya en 1966 fue nombrado director de ventas de Freixenet, más tarde director general, y es presidente desde 1999.
En la sociedad catalana, Ferrer es muy conocido y apreciado. La revista «Actualidad económica» lo incluye en una lista de los 100 empresarios con mejor visión de futuro. Su amor por el vino le ha acarreado una serie de responsabilidades en el mundo del vino, por ejemplo la de presidente del Instituto del Cava, presidente de la D.O. Cava y vicepresidente de la Asociación Española del Vino. Su filosofía es -citándole literalmente-: «El siglo XXI ofrece extraordinarias oportunidades a las empresas del sector del vino, pero sólo a aquellas que se comprometan enteramente con la lucha por conseguir la calidad a toda costa y las que no escatimen esfuerzos por imponerse en los mercados y se opongan cada vez más a la globalización del mercado.»
Hoy día, quien posee una finca vinícola y quiere proporcionarle a su hijo una buena preparación antes de ponerle al frente de la empresa, lo manda de aprendiz con enólogos excelentes, lo envía a estudiar una carrera y después le procura uno o dos años de prácticas con prestigiosos compañeros vinicultores del mundo entero. Pero no todos nacen con una bodega debajo del brazo, como Rothschild, Ferrer o Torres. Otros tuvieron que construirse su propio imperio o se incorporaron desde una rama lateral, como el suizo Donald Hess (ver entrevista), que empezó con agua mineral y actualmente posee fincas vinícolas en tres continentes.
Pero necesitarán aún más experiencia internacional los que quieran hacerse responsables de vinos en varios continentes como
«flying winemakers» autónomos. Éstos aportan su saber y experiencia como enólogos y, por ello, pueden jugar en el ámbito internacional. Viajan por el mundo como «flying winemakers» y deciden qué variedades deben plantarse dónde, cuándo deben vendimiarse las uvas, qué levaduras han de fermentar el mosto a qué temperatura, y si es necesario criar el vino, en qué tipo de barricas de roble. Ellos, los jugadores globales enólogos tienen en su mano hacer justicia al suelo y al clima, o bien cortar todos los vinos por el mismo burdo patrón.
Pero no están solicitados por producir vinos especialmente individuales, sino por hacer vinos de éxito. Sus clientes quieren que repitan en otras partes del mundo el éxito que tuvieron en un determinado lugar de la tierra. Y si transportan exactamente el mismo sabor de éxito de un rincón del mundo al otro, mejor.
Probablemente sea Michel Rolland el más famoso de todos ellos. Ha construido un pequeño imperio de asesoramiento y ya no tiene que preocuparse personalmente por todos y cada uno de sus clientes (ver entrevista en la doble página 18-19). Describe su estilo como frutal y encantador; también se podría decir: fácil de beber hasta en las más altas calidades.
También su joven colega alemán Stefan Dorst, enólogo en Sudáfrica, España y Alemania, habla de un estilo encantador y de fruta marcada. Dorst tiene en la actualidad 34 años y es responsable de los vinos de Laibach, Venta d’Aubert en España y Fritz Becker en Alemania. Es enólogo por Weinsberg, lo que considera una buena base, «pero ha sido después cuando realmente he aprendido muchas cosas». Entre 1989 y 1994 pasó un año en Wallis con Adrian Mathier y Nouveau Salquenen, aceptó después un empleo fijo con Fritz Becker en Schweigen, Palatinado, pero pasaba anualmente entre tres y cuatro meses en ultramar, primero con Jacques Lurton en Chile, en San Pedro, después con Paul Hobbes en Esmeralda, Argentina, finalmente con Toni Jordan en Domaine Chandon en Australia. Después, se hizo autónomo.
Asegura que no, que su modo de globalización no lleva a una unificación del sabor del vino. Muy al contrario: «En casi todo el mundo, sólo las empresas punteras trabajan realmente de manera individual el terruño correspondiente y el vino concreto. La mayoría de las demás funcionan de manera bastante esquemática. Tratan los viñedos de manera similar y elaboran los vinos con poca variación, como, por ejemplo, un poco más o un poco menos de madera». Considera su tarea principal hacer justicia a cada uno de los vinos a su manera, lo cual requiere medidas totalmente distintas en la calurosa Sudáfrica que en el Palatinado, relativamente fresco. «Quien tenga experiencia internacional y quiera hacer vinos realmente buenos, acentuará más bien el carácter de terruño.»
¿Su filosofía? Todos los vinos blancos han de saber a la uva de la que proceden. Los aromas primarios tienen gran importancia. Los vinos tintos ya deben resultar agradables a los dos o tres años, pero poseer una estructura de taninos maduros que les permita envejecer entre cinco y quince años. Su diversión: los extremismos como el borgoña gris elaborado con levaduras naturales y bastante oxidativo, o bien un vino de verano extremadamente reductivo, el «Cuvée Fritz». El éxito acompañó a esta estrategia: Becker se convirtió con ella en uno de los mejores productores de vino tinto alemán, su «Domus» de Venta d’Aubert alcanzó las más altas calificaciones («Esta región tiene un potencial aún mejor que el Priorato») y en Sudáfrica cada vez se habla más de Laibach, donde también planificó él la bodega de nueva construcción.
Le gustaría mucho poder hacer más, pero como bodeguero responsable no quiere hacerse cargo de más de tres empresas. El siguiente paso sería el asesoramiento puro. Quien se especializa en ello, como Michel Rolland, puede dejar su firma en muchas más bodegas.
Uno de los Maestros de Dorst, Jacques Lurton, ha dado ya dos pasos más. Lurton empezó como asesor y después pasó a alquilar espacio de barricas para su propio vino en algunas de las bodegas que asesoraba. Producía lo justo para cubrir la demanda. Ahora ha instalado en Argentina su primera bodega propia. Las fronteras entre las diversas clases de jugadores globales son, pues, permeables, al menos en una dirección: los «flying winemakers» pueden convertirse en productores de vino de actuación global.
Donald Hess
El Nuevo Mundo, la calidad y una «buena
historia» como cóctel del éxito
El suizo Donald Hess, hombre de negocios y fabricante de agua mineral, compró en 1979 algunos viñedos en las Mayacamas Mountains en Napa Valley, fundando así la floreciente Hess Winery. En la actualidad tiene participaciones en la finca sudafricana Glen Carlou e invierte en un ambicioso proyecto vinícola en Argentina.
Vinum: Usted produce sobre todo agua mineral. ¿Cómo llegó al vino, por reflexión estratégica o por amor al vino?
En 1979 viajé por los Estados Unidos para comprar una fuente de agua mineral. Pero como ninguna nos convencía enteramente y, además, nos pareció que los consumidores norteamericanos estaban poco sensibilizados al agua mineral, abandonamos el proyecto. Una de las últimas escalas de nuestro viaje fue Napa Valley. Allí tampoco se entusiasmaron por el agua mineral, pero el vino era otro tema. Así que me quedé en California algún tiempo más y, finalmente, invertí en Napa Valley y en Monterey.
Entretanto ha ampliado su compromiso a otros países del Nuevo Mundo.
Queremos ser fuertes en todo el Nuevo Mundo. Aunque allí el negocio prospera, aún se pueden comprar fincas de primera calidad a mejor precio que en Europa, y, además, el clima es más previsible. Desde hace algunos años, tenemos un 50 por ciento de las participaciones de la finca Glen Carlou en Paarl. Esta pequeña winery tiene mucho éxito con sus vinos de alto nivel. Ahora estamos invirtiendo en Argentina. También estamos buscando una finca apropiada en Australia, donde queremos producir Syrah, sobre todo.
¿Qué proyectos tiene exactamente en Argentina?
Mientras todos los inversores se agolpan en Mendoza, yo he comprado en el norte alrededor de 1.800 hectáreas. Aunque allí el clima es más caluroso, como mis tierras están situadas entre 2.400 y 2.800 metros sobre el nivel del mar, esperamos poder producir vinos de fruta marcada con un contenido de alcohol soportable. Ya están plantadas 20 hectáreas con variedades como Malbec, Cabernet, Merlot y Tannat.
Usted es pequeño entre los jugadores globales. ¿Es posible afirmarse, a pesar de ello?
Nuestro éxito hasta la fecha lo demuestra. Somos muy activos en el campo del marketing y la distribución. En los Estados Unidos, Alemania, Suiza, Canadá y Austria disponemos de estructuras propias hasta el mayorista. Nuestra gente se centra en cultivar el contacto con las figuras clave más importantes entre los distribuidores. En la distribución se está llevando a cabo un proceso de extremada concentración. Es necesario un enorme esfuerzo para que los vinos de wineries pequeñas como la nuestra no se hundan.
¿Y su filosofía con respecto al vino?
Actualmente producimos alrededor de 6,5 millones de botellas. Con los proyectos en Argentina y Australia podría duplicarse esta cifra. A pesar de ello, perseguimos una declarada filosofía de calidad. Nuestros vinos cuestan todos entre 15 y 30 dólares. Pero seguro que nunca produciremos más de un millón de cajas. Si no, tendríamos que ir a los supermercados y probablemente tendríamos problemas con el comercio especializado y, sobre todo, con los restaurantes.
¿Es usted aficionado al Arte?
En el fondo, es una pasión privada, que también ofrece perspectivas interesantes en relación con el vino. Para tener éxito con el vino, la calidad sola no es suficiente. También hay que poder contar una buena historia. En Napa Valley tuvimos valiosas apariciones en los medios de comunicación por nuestro aislamiento en las montañas y por nuestra colección de arte abierta al público. Si construimos nuestra winery en Argentina a 2.400 metros estaremos en una situación similar. Pero el hilo conductor de nuestro compromiso con el vino es el arte en nuestras wineries. Yo nunca he querido emplear arte para las etiquetas, porque lo considero incorrecto de cara al artista reproducir su obra 10.000 ó 100.000 veces para pegarla sobre las botellas. Lo que me interesa son las obras únicas, de las que pueden disfrutar los amigos de nuestros vinos en las diversas wineries Hess.