- Redacción
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- 2000-06-01 00:00:00
En el sur todo bulle y fermenta. La supremacía del Norte se tambalea. Los vinicultores redescubren viejas variedades, reinterpretan técnicas, las adaptan a su situación y van adquiriendo poco a poco una nueva confianza. Pero el éxito creciente tiene sus peligros. En ningún lugar se puede producir vino tan fácilmente como bajo el eterno sol del Mediterráneo. Apenas se emancipan los vinicultores del Sur, vuelve a amenazar el fantasma de la masificación, que ya hace cien años dio al traste con la vinicultura de calidad en el ámbito del Mediterráneo.
Los lunes pizza, los miércoles moussaka, los viernes paella: las tres columnas del bienestar mediterráneo (o la imagen que de él tienen los centroeuropeos) son parte integrante de nuestras costumbres culinarias. Lo que hace sólo cien años se consideraba el colmo del subdesarrollo y la barbarie hoy está de moda. El moreno del sol, la playa y el «dolce far niente» gustan por doquier, y la pasta, el queso de cabra, la verdura y el aceite de oliva han sufrido una maravillosa metamorfosis: ayer alimentos de gente pobre, hoy se cuentan entre los placeres más populares (y más caros) de la generación post-yuppie.
Y aunque hoy nos seduzcan viajes a lugares más de moda: ¿quién no sueña con un viaje al placentero Mediterráneo? En temporada de vacaciones, los vuelos chárter se agolpan para llevar a las playas y la arena turistas hambrientos de sol, a Baleares, Sicilia, a la costa Brava y a Grecia; y el ClubMed, a pesar de sus ocasionales dificultades estructurales, ha perdido muy poco atractivo.
No, los turoperadores ya no se librarán fácilmente de las nubes de langosta. Verano tras verano plagan la Costa Azul o la Côte Vermeille y alquilan uno de esos cubículos-dormitorio de «la Grande Motte» y de otras joyas turísticas, donde estudian aplicadamente el Mandala del temperamento mediterráneo. Pero estos voraces veraneantes del norte cumplen perfectamente su función. Llevan divisas al país, nunca vuelven a casa sin un recuerdo y difunden luego en sus hogares el modo de vida del sur. Como llevan haciéndolo casi 30 años, Zurich hoy resulta más italiano que Palermo, y Colonia más francés que Niza. Qué dulce venganza para una cultura tanto tiempo subyugada por el norte.
Y el vino ¿qué tiene que ver en todo esto? Naturalmente también se ha beneficiado de la migración anual, de la búsqueda del sol y el descanso. Especialmente el éxito de los vinos italianos puede tener bastante que ver con la popularidad de la península italiana como lugar de vacaciones. Pero en muchas ocasiones también le ha perjudicado. Los tintos de la Provenza siguen teniendo grandes dificultades para liberarse de su imagen de vino para el verano. Si se hiciera una encuesta acerca del vino español, les garantizo que el más frecuentemente nombrado y más conocido resultaría ser la sangría. Los vinos griegos son bienvenidos para acompañar la moussaka y el cordero en las tabernas de Salónica; pero en Centroeuropa apenas tienen posibilidades, a pesar de su creciente calidad.
La mayoría de los veraneantes tampoco son especialmente exigentes en lo que al vino respecta. Cuando al fin han conseguido estar de fiesta, les importa menos la calidad que la cantidad. Estos alegres turistas, como mucho, colaboran en beberse el mar de vino que siguen produciendo precisamente Italia y España, y a su manera también Francia, aunque en la actualidad cada vez más bajo forma de «vins de cépage», muy de moda, vinificados para los aficionados acérrimos de la zona anglosajona. El 90 por ciento de la producción de vino de Italia sigue procediendo del mar masificado. En proporción, los pocos nombres conocidos, que hemos de pagar a precio de pecado, ni siquiera constituyen la punta del iceberg. No, hacen bien poco en favor del reconocimiento de los vinos del sur, estos turistas del Mediterráneo. A lo sumo cimentan prejuicios. Que los vinos del sur son alcohólicos y dan dolor de cabeza y, además, siempre saben mejor en el lugar en el que crecen, reza uno de ellos. O bien: los vinos del sur están tan mimados por el sol que resultan especiados y aromáticos como un mercado oriental, pero nunca tan finos y nobles como un vino del norte. Quizá porque durante siglos se solía añadir todo tipo de especias a los vinos del sur para que se conservaran mejor y resistieran el largo transporte, echando así a rodar por el mundo un tópico del que ahora ya no pueden desembarazarse. Los barones del vino del norte hacen muy poco para desmentir tales prejuicios. Sin duda aprecian el sur como suministrador de vino de mesa barato, como productor de materia prima, de la uva a medida, pero no como competencia para sus propios vinos.
La vinicultura no surgió directamente en el ámbito del Mediterráneo, pero este mar, como sistema de transporte entre mundos, ha facilitado su extensión. Los griegos ya plantaban cepas, transmitieron sus conocimientos a los romanos, colonizaron el sur de Francia y desacostumbraron a los galos y los celtas de la cerveza de miel, en favor del vino. En el equipaje de los legionarios romanos, la vid llegó cada vez más al norte y lentamente se adaptó a las condiciones climáticas más duras. Hasta la Edad Media, la fama de los vinos del sur siguió siendo superior a la de los del norte (siempre que no estuviera bajo vigilancia o prohibición por el Islam, (ver sobre este tema «Vino y religión» en la pág 39). La auténtica decadencia del sur no comenzó hasta el siglo XIX, paralelamente a la industrialización. Las inmensas cantidades de vino necesarias para la creciente población se podían producir más fácil y económicamente en el sur que en el norte. Todo lo necesario estaba allí: mano de obra barata, espacio para plantaciones de cepas en masa y un clima bajo el cual maduran las uvas, independientemente de la cantidad que se produzca. Los viejos viñedos de calidad en pendientes y laderas fueron abandonados, y la vid se trasladó a la llanura. En el Languedoc, la Provenza, Argelia, Córcega, Sicilia, Grecia y Levante, en todas partes el proceso ha sido parecido y ha fundamentado la fama actual del vino del sur: rojo como la tinta, espeso como la sangre, encendido como el aguardiente, de tejido infinitamente burdo y campesino. Un vino para proletarios.
Sin embargo, todo es completamente distinto. Pues estas características le fueron impuestas artificialmente al vino del sur, no les vienen dadas. No es el clima del sur, ni las variedades del sur, ni los terruños del sur los que producen un vino tosco, sino la voluntad de los hombres que eligieron los suelos, zonas y variedades según un criterio determinado: producir la mayor cantidad posible de unos vinos que, en gran parte, se emplearon para mejorar los vinos más flojos del norte. Para huir de los viejos fantasmas, los precursores de la revolución que estalló en el sur de Francia y que poco a poco prendería en el resto de los países del Mediterráneo, tuvieron que hacer una cosa ante todo: olvidar lo que antaño les habían enseñado y empezar otra vez desde el principio.
La falsa leyenda del sol que iguala
«El sol del sur disminuye la influencia del terruño. Todas las uvas maduran por igual. Por ello, el factor terruño puede obviarse en el sur, se sitúa detrás del factor clima». Hace apenas diez años se oyó esta frase en un coloquio sobre vinicultura en Burdeos. En realidad, esto quiere decir: los grandes terruños están todos situados en las regiones septentrionales, en Burdeos, Borgoña, Champagne, Mosela, el Rin, en cualquier caso fuera de la zona del olivo.
Esta afirmación, que aún pulula como un fantasma por las cabezas de muchos enólogos, ilustra especialmente bien uno de los problemas principales del sur: el punto de vista parcial. Pues ni siquiera es totalmente falsa. Si se trasladara el sol del sur a Burdeos, el resultado muy probablemente se acercaría mucho a lo que asegura la afirmación arriba citada. Sólo que en el sur (quizá más que en otros lugares) influyen otros muy distintos factores además del sol. Por ejemplo, la altura sobre el mar, la orientación, la influencia del viento y de la lluvia. Si se mide el sur con la regla del norte, se le estará tratando muy injustamente. Pero así ha sido durante décadas. Desde hace treinta años y más, enólogos y científicos franceses aconsejan a los vinicultores en el sur del país, pero también en Marruecos, en el Líbano, en Grecia y en Italia. Frecuentemente habían estudiado en Burdeos o en Dijon e intentaban aplicar lo que habían aprendido en su tierra. Ni siquiera hay que dudar de que actuaran según su mejor saber y entender. Pero los consiguientes resultados no hicieron más que cimentar viejos prejuicios. Aunque, al menos, hay que reconocer que los técnicos del vino, a pesar de la estandarización, mejoraron la calidad básica. Pero hicieron bien poco (al menos en una primera fase) por fomentar características como la tipicidad y el carácter de terruño. En la actualidad esto ha cambiado mucho, en gran parte gracias a la reforzada posición de los institutos de investigación especialmente en España, Italia y el sur de Francia. La enología en el sur sigue cada vez más su propio camino. Ya no se limitan a aplicar al sur obtusamente las recetas del norte. Se están adaptando hábilmente y desarrollando sin pausa.
Los mejores terruños del sur», según Pascal Frissan, historiador y vinicultor en el Minervois (Languedoc-Rousillon), «quizá aún estén ocultos en algún lugar, bajo el bosque». Esta teoría hereje se puede documentar con la historia del éxito de una finca que durante mucho tiempo se consideró pionera de la moderna vinicultura de calidad en el sur de Francia.
En busca del terruño perdido
Mas de Daumas Gassac, de Aimé Guibert, debe su existencia a un conocido investigador del terruño de Burdeos, Henri Enjalbert, quien estando de visita en la finca rural del fabricante de cuero Guibert (que entonces aún no tenía viñas), sospechó que bajo el Maquis se hallaba un terruño de especial calidad para la vinicultura. Guibert escuchó al iluminado profesor y plantó un viñedo. Significativamente, llamó como asesor enológico a un colega de Enjalbert, Peynaud, de Burdeos, y plantó (junto a docenas de otras variedades) Cabernet Sauvignon y Chardonnay. Uno se pregunta qué calidad alcanzaría hoy su vino si entonces hubiera plantado mayoritariamente variedades autóctonas y se hubiera asesorado con un enólogo del sur. Sea como fuere: su «vino de mesa», de un terruño excelente y hasta entonces sin descubrir, causó furor en los años ochenta y dio a muchos vinicultores de esa región una nueva confianza en sí mismos. Naturalmente, las condiciones básicas para un gran terruño vinícola son similares en todas partes. Es necesario un suelo con una economía hídrica equilibrada, no demasiado compacto, para que la raíz reciba suficiente oxígeno, y una cierta homogeneidad del subsuelo, para que éste se caliente por igual, algo especialmente importante bajo el sol del sur.
También la economía hídrica del suelo tiene especial importancia en los campos meridionales. Pues las lluvias allí no sólo son más escasas que en el norte: con frecuencia son torrenciales y muy violentas, como ilustran precisamente las catástrofes e inundaciones ocurridas hace poco. La capacidad de evacuar grandes cantidades de agua y, al mismo tiempo, conseguir mantener algo de humedad para el caso de una sequía prolongada es condición primera para un buen terruño vinícola en el sur. Se prestan tanto los suelos básicos con gran contenido de cal, como los suelos de pizarra ácida o los de origen volcánico. Pero siempre situados en una posición adecuada, sobre una ladera.
Igualmente imprescindible para la economía hídrica de la vid y su absorción de productos alimenticios es la profundidad de la raíz de la cepa. Por esta razón, entre otras, básicamente se desaprueba la irrigación artificial (excepto los años de extrema sequía –siempre hay excepciones), aun cuando esté legalmente permitida en ciertos países del Mediterráneo. Las uvas regadas de manera artificial, sencillamente no están motivadas para hundir sus raíces en el subsuelo. Los abonos (exceptuando el abono del suelo durante la plantación) producen un efecto parecido, al igual que los suelos demasiado ricos en humus, es decir, en sustancias nutrientes.
En el sur, quien quiera apostar por la calidad, hará bien en dejar a sus vides hundirse en el suelo profundamente primero, antes de esperar que produzca una cosecha. Esto se sabe desde hace siglos. Sin embargo, casi nadie lo aplica. Una cepa dará vino a partir del tercer año, y punto. En nuestra época tan estrecha de miras, orientada hacia la ganancia a corto plazo, a casi nadie se le ocurre ya sacrificar las primeras cosechas por una mejor calidad futura.
Suelos áridos en pendiente con una economía hídrica óptima existen en grandes cantidades desde Carcassonne hasta Nîmes, en Apulia, Calabria y la Basilicata, en Priorato, en la Axarquía malagueña, en Grecia y en el Líbano. Lo siguiente sería distinguir la mejor orientación, los vientos predominantes y la altura óptima sobre el mar.
El sol no es un problema en el sur, y en consecuencia tampoco la maduración de las uvas. A veces incluso maduran demasiado y demasiado deprisa. Durante mucho tiempo, la relación azúcar/acidez se consideraba como valor único para determinar el grado de madurez. La cepa (o sus frutos) se recortaban exclusivamente para que produjeran el máximo de azúcar posible lo más rápidamente posible con una acidez lo más baja posible. Cada vez es más evidente que esto es un error. Pues todas las variedades de calidad conocidas en la actualidad desarrollan su mayor potencial aromático con una maduración larga. En los campos meridionales a veces se consigue una maduración lenta en orientaciones más bien septentrionales, nororientales o bien noroccidentales, más que en situaciones dirigidas al sur, al sol, pero sobre todo en zonas de colinas y montañas. Además, la máxima de la mejor maduración posible varía de terruño a terruño. En un tipo de terruño, la uva Garnacha alcanzará un nivel óptimo de tanino y aroma con un contenido de alcohol potencial de 12,5 por ciento; en otro, con un 15 por ciento. En Burdeos, los viñedos están situados a alturas de entre 0 y 120 metros sobre el mar. En la Toscana, la vid crece a 250 metros y hasta 500 metros de altura, en el sur de España a alturas entre 500 y 800 metros, en Grecia no son raros los 1.000 metros, y en el Líbano algunos viñedos llegan incluso a 1.500 metros de altura. La mayor altitud no necesariamente conlleva temperaturas diurnas más bajas, pero sí acentúa las diferencias entre el día y la noche. Pero precisamente esto favorece la maduración lenta, los taninos de mayor calidad y un mayor potencial de aroma.
No hay que infravalorar la influencia del propio mar Mediterráneo y de los vientos predominantes. Pero para empezar, desmontemos otro prejuicio: las vides no necesariamente han de crecer con «vistas al mar». En Banyuls lo hacen algunas, otras no: nada diferencia a las uvas de cepas procedentes de tierra adentro, «sin vistas» de aquellas que se vendimiaron directamente junto al mar.
La influencia del Mediterráneo, según la topografía y los vientos predominantes, sigue siendo perceptible a cien kilómetros y más tierra adentro. Por ejemplo, en el Languedoc, el viento del sur (procedente del mar) trae humedad y precipitaciones, es decir, el líquido necesario. Incluso cuando no llueve, las cepas reviven cuando sopla una brisa marina húmeda. Según el relieve, llueve menos en la costa y más en el interior. En Sète se miden alrededor de 300 milímetros anuales de lluvia. En Montpellier, a menos de 40 kilómetros, ya son 500 milímetros. En el Pic Saint Loup, una montaña a menos de 20 kilómetros de Montpellier, se alcanzan unos orgullosos 900 milímetros, aproximadamente lo mismo que en Burdeos.
Pero también el viento del norte, el viento del interior (en el sur de Francia y en España lo llaman Mistral y Tramontana), influye en la cepa. Trae un tiempo claro y fresco, seca las hojas y las uvas y concentra el zumo en la uva.
Imagínense las infinitas variedades que permiten todas estas influencias, perceptibles en todos los países del Mediterráneo, adaptadas a cada situación. Y hasta ahora casi nadie se ha interesado por ello. La investigación enológica aún tendrá que cultivar bastante tierra baldía.
Durante décadas, la enología era de naturaleza «correctiva», y el enólogo un sanador del vino. Corregía los «presuntos» fallos de la naturaleza. En el subdesarrollado sur, exclusivamente centrado en la producción masiva, esta cualidad era especialmente buscada. ¿Que falta acidez por una maduración demasiado rápida? La receta: añadir ácido tartárico o ácido cítrico. ¿Que los taninos son demasiado duros como consecuencia de una desacertada elección de la variedad? La receta: elaboración del vino con el método de la maceración carbónica. ¿Que el sabor del vino resulta unitario debido a una vinificación igualadora precisamente con este método? Añadir virutas de roble (a los Vinos del País) para perfumarlo, y elaboración en barrica para vinos de origen controlado, con el mismo objeto. Sólo muy lentamente se está imponiendo una verdadera enología del terruño, que intenta mejorar las condiciones naturales, precisamente para evitar tener que intervenir correctoramente. Especialmente el sur necesita con urgencia esta nueva clase de enología. Sólo ella puede sustituir al conocimiento colectivo transmitido de padres a hijos en las regiones de vino de calidad acreditadas desde hace siglos. La memoria de las añadas, de los terruños mejores y peores, de las variedades perfectamente adaptadas a menudo falta en el sur, así como el conocimiento práctico del cuidado de la cepa. Pues durante décadas, los jóvenes emigraron a las ciudades, dejando desiertos los viñedos de los mayores y, con ellos, antigua sabiduría.
Nuevas costumbres ocuparon su lugar. Un vinicultor al que le pagan por grados de alcohol/hectolitros, como era habitual precisamente en el sur de Francia, pero también en muchos lugares de España, hasta hace poco plantaba su viñedo según consideraciones muy distintas a las de otro vinicultor al que le pagan según la calidad de su cosecha. Cómo se le va a decir a un vinicultor que un 15 por ciento de volumen de alcohol a veces puede ser demasiado para un vino equilibrado, cuando ese grado «de más» significa ingresar unos céntimos más. Cómo se le va a decir a un vinicultor que un vino procedente de un viñedo inclinado plantado de clones cualitativamente altos pero poco productivos, laboriosamente cultivados mecánicamente en laderas con su microflora y microfauna intactas, sabe mejor que un vino procedente de un viñedo sobreproductivo en la llanura, atiborrado de abonos químicos, contaminado con herbicidas, es decir, cultivado en lo que llamaríamos una no-cultura. Especialmente si el fruto de su trabajo termina en un tanque de fermentación del tamaño de un edificio de apartamentos, para ser mezclado con la producción de otros cien vinicultores y, al final, en el mejor de los casos,acabar vendido como vino a granel a una fábrica de vinos productora de vino masificado anónimo, sin origen, o bien destinado simplemente a la destilación forzosa, caso aún muy frecuente precisamente en Italia.
Desde hace pocos años, el oficio de vinicultor vuelve a tener atractivo. La formación de estos vinicultores de reemplazo (que con frecuencia proceden de familias que nada tenían que ver con el vino) y la creación de una nueva conciencia de calidad sólo pueden realizarse desde el lado institucional. La enología del sur, la enología del terruño, empieza en el viñedo, con el mejor conocimiento de los suelos, las zonas climáticas, las variedades y la maduración óptima. Pero no hay que infravalorar el papel de las técnicas de bodega. Precisamente, gracias a los modernos equipos de bodega, con frecuencia es posible evitar las intervenciones correctivas posteriores. Los sistemas de refrigeración son especialmente valiosos en el sur, porque en la elaboración del vino blanco y del rosado posibilitan la extracción de más aromas primarios al mosto. En las bodegas equipadas y modernizadas, se evita la fermentación salvaje y los tonos erróneos por ella condicionados. Las prensas modernas trabajan con más delicadeza. Se puede evitar un estresante remontado del mosto en la bodega aprovechando la gravedad. Todo doblemente valioso en el cálido clima del sur.
Durante los últimos veinte años, en el sur se han equipado bodegas modernas, en gran parte gracias a subvenciones millonarias de la Unión Europea, que aprovecharon con frecuencia bodegas cooperativas, como en Grecia y en España. Pero una vez más, estas inversiones se realizaron siguiendo criterios industriales, y no criterios de calidad. Los vinos no siempre han mejorado…
¡Salvad las variedades antiguas!
El momento del auge ha llegado. En todos los lugares del sur, vinicultores y propietarios de fincas rememoran sus raíces y trabajan para hacer vinos con carácter regional, se dedican cada vez más a las antiguas variedades. Todavía hace muy poco que una gran parte de las viejas cepas locales parecían amenazadas de extinción, pero en los últimos años se han recogido docenas de variedades antiguas y se está intentando conservarlas. Pues precisamente en el área del Mediterráneo existen innumerables variedades regionales, algunas apenas conocidas, de entre las cuales puede haber algunas de calidad interesante.
Por el momento y lamentablemente, la tendencia sigue siendo reducir el número de variedades empleadas. Syrah, Grenache, Mourvèdre, Cinsault y Carignan son las uvas tintas del sur de Francia; Rolle (Vermentino), Marsanne y Rousanne, Garnacha blanca, Picpoul y Clairette son variantes blancas interesantes y prometedoras. La cruda realidad es que la popular Syrah, fácil de cultivar, y el moderno Viognier llevan la delantera, mientras apenas nadie se interesa por el Cinsault o por viejas variantes como Macabeu, Bourboulenc noir, Piccardan, Terret o Cunoise. En España el panorama tampoco es mejor, pues el abanico de variedades se va reduciendo en favor de la autóctona Tempranillo y de las variedades internacionales, aunque últimamente se vuelve a destacar las posibilidades de la Garnacha tinta y blanca, la Monastrell, Bobal, Callet, Garó, etc. También lo que procede del sur de Italia o de Grecia y que celebra éxitos internacionales en la actualidad, con frecuencia está vinificado a partir de las variedades de moda Chardonnay, Cabernet y Merlot. Al menos allí muchas variantes antiguas han logrado mantenerse y, con un poco de suerte (y colaboración por nuestra parte), pronto vivirán un renacimiento. En Grecia están recogidas más de 300 variedades. Buen número de ellas también están dedicadas, no obstante, a la producción de uva de mesa. Las variedades tintas más relevantes son la Xynomavro (en los vinos AC, Naoussa, Aminteon y Goumenissa); Agiorgitiko (Nemea), Kotsiphali y Mandilari (Creta) y las variedades de vino blanco como Roditis (Retsina y también Patras), Savatiano (Kantza y Anchialos), Robola (en la isla de Kephalonia) y Moskophilero (Mantinia, posiblemente el mejor blanco de Grecia). En el sur de Italia son la Frappato y la Nero d’Avola, también la blanca Cattarratto en Sicilia, el Aglianico en Campania o el Primitivo en Apulia, las que tienen más posibilidades de mantenerse junto a las variedades importadas de Francia.
Ahora bien, es imposible e inadmisible ensalzar un par de variedades antiguas para hacer con ellas vinos varietales, en lugar de usar la Cabernet. Lo que cuenta es la hábil mezcla. Una cepa despreciada en la actualidad como la Cariñena (que sigue siendo la variedad tinta más importante del sur de Francia y que también está extendida en España, de donde es originaria y es conocida como Mazuelo) tiene completa justificación en la mezcla. Un 10 ó 12 por ciento de Cariñena refresca el vino, aporta estructura y acidez (ciertamente algo parecido al Cabernet en el sur, que empleado de manera varietal es una idiotez, pero que tiene mucha razón de ser para mejorar mostos). Se trata, pues, de averiguar en qué terruños qué variedad produce qué resultado, cómo responde y en qué proporción ha de emplearse en la mezcla definitiva. Audaz y laboriosa empresa, considerando las varias docenas de prometedoras variedades. Aún les queda mucho por hacer a nuestros vinicultores, investigadores y catadores…
Puede que aun esté en pañales esta enología del terruño dirigida a las posibilidades del sur. El sur ya ha celebrado sus primeros éxitos y su desarrollo es fulminante, especialmente en el sur de Francia, el Languedoc-Rousillon, el sur del Ródano y la Provenza. Quien todavía mire por encima del hombro los vinos de estas zonas se habrá perdido una evolución que puede considerarse un verdadero milagro. Pues el hecho es que los compradores del mundo entero hacen cola en los antiguos dominios, que no pueden producir suficiente vino para atender a la demanda. Luego, además, está el vecino, que también trabaja cada día mejor… No pasa una semana en la que no surja un nombre nuevo en el firmamento de las estrellas del Languedoc. Puede que haya aún muchos vinos del sur hechos por el mismo patrón (mucha Syrah, algo de barrica, fruta madura, taninos crujientes y plenos), pero su temperamento siempre se impone y ofrece pronto las mayores satisfacciones. La siguiente revolución que nos espera es la de los vinos blancos desatendidos largo tiempo. Gracias a los medios técnicos actuales, en viñedos adecuados del sur pueden vinificarse hoy magníficos blancos. También aquí se sitúa a la cabeza el sur de Francia, mientras que en el sur de Italia y de España (salvo excepciones cada vez más abundantes como es el caso de Bárbara Forés) hace estragos el abuso y el uso mal entendido de la Chardonnay. Los nuevos blancos de Clape, Pinet (Picpoul), Coteaux du Languedoc o Rousillon, vinificados con las variedades regionales arriba mencionadas, poseen plenitud, materialidad y un sorprendente frescor. Hoy celebran sus primeros éxitos en su propia zona de producción. Mañana les espera el reconocimiento internacional.
El amante del vino hará bien en no perderse esta evolución. La chispa inicial saltó en Francia, pero poco a poco va prendiendo en los demás países del Mediterráneo. Incluso en el norte de África (tradicionalmente siempre muy cerca de Francia) se habla de calidad y se están realizando las inversiones pertinentes. En el sur de Italia fueron algunos audaces los que hace un par de años empezaron a oponerse a la tendencia dominante hacia la producción en masa. Antonio Librandi en Calabria (su Cirò rosso Duca San Felice es una leyenda), los d’Angelo en la Basilicata o el recientemente fallecido Cosimo Taurino en Apulia. Actualmente invierten en el sur empresarios acaudalados. El australiano BRL Hardy, por ejemplo, produce, en cooperación con Calatrasi en la línea de productos distintos, un Nero d’Avola de bajo precio, un Cuvée de dos uvas blancas sicilianas y el Magnifico, un coupage de Cabernet con Nero d’Avola. Y el GIV (Gruppo Italiano Vini) acaba de comprar la conocida finca vinícola Rapitalà, de 350 hectáreas, en el oeste de Sicilia.
Las tentaciones del norte
Esta evolución tan positiva, en realidad debería alegrarnos a todos los que, desde hace años, hemos creído en el renacimiento del sur. Pero también tiene sus peligros. Porque en el sur, efectivamente, todo es posible y factible: vinos de cualquier variedad, cualquier color, cualquier clase imaginable, y además, en armonía con la naturaleza. Aunque «Bio» hoy sólo sea un pequeño sector del mercado, sin embargo mañana será uno de los argumentos de venta más importantes. Y en ningún lugar se puede producir de manera más natural que en el sur. Cómo podría ser la vinicultura del futuro nos lo demuestran, una vez más, los franceses en el sur. Sólo una pequeña parte de su superficie cultivada sirve en la actualidad a la producción de grandes vinos de calidad. En todo el resto (al fin y al cabo, un total de más de 300.000 hectáreas, es decir, un tercio de la totalidad de la superficie de viñedos en Francia, y tres veces la superficie cultivada en Alemania y en Grecia) se produce Vino del País, cada vez más bajo forma de vino varietal. El Languedoc ha logrado en un tiempo récord, eso hay que reconocérselo, la reconversión de una zona vinícola envejecida, plantada de cepas equivocadas, mal cuidada y peor organizada, dirigida a la producción de masas, en un sistema de plantaciones de vino elaborado según puntos de vista industriales.
En España es particularmente esperanzadora la labor realizada por algunos bodegueros jóvenes y no tan jóvenes. Hay un caso muy significativo que tiene por protagonista a Francesc Grimalt, un personaje singular para quien el vino es ante todo un desafío artístico. Este es el tipo de enólogo capaz de recorrerse toda una región vitivinícola -Falanitx (Baleares)- dónde se arranca viñedo buscando la viña perdida, en este caso de la variedad autóctona Callet, la vieja y esforzada cepa con más de 80 años que testimonia pasadas grandezas, para elaborar un vino increíble: Ánima Negra. Pero hay más, por ejemplo, Can Des Mas en Esparraguera (Barcelona), Carme Ferrer en Gandesa (Tarragona), Miquel Oliver en Petra (Mallorca), por no hablar de los nuevos vinos de Castillo de Perelada, en Empordá-Costa Brava, obra de un genio de la enología, Jesús Pérez, el de Clos Martinet, que ha puesto toda su sabiduría en la labor. O los celleres de Tarragona, que bajo el influjo benéfico de Priorato han recuperado la iniciativa: ahí esta Capafons, con su Masía Esplanes, y Capçanes con su asombroso Cabrida. Labor a la que se han incorporado últimamente nuevos bodegueros como el Celler de Cantonella, en Les Garrigues, con Cérvoles, un vino de elegante potencia. Pero tal vez el signo más alentador venga de la mano de un poderoso granelista levantino, Vicente Gandía Plá, que en Utiel-Requena ha renovado su oferta con nuevos vinos monovarietales y un tinto de gran fuste: Ceremonia, potente, expresivo, con los taninos bien puestos como ahora se demanda. Allí se ha ido un gallego ilustre, Manuel Otero, para elaborar su Más de Bazán. Todos ellos han seguido los pasos de aquellos pioneros que desvelaron las inmensas posibilidades de los vinos mediterráneos españoles: en Jumilla, Agapito Rico y Julia Roch, en Yecla, Castaño, en Alicante, Enrique Mendoza y Felipe Gutiérrez de la Vega, en particular con soberbios moscateles, y un nuevo Fondillón a base de Monastrell, en Málaga, López Hermanos, defendiendo una DO a base de combinar sabiamente tradición y modernidad. En Alella, bodegas como Parxet han sabido sacar un excelente partido a la variedad Pansa, tanto blanca como rosada, lo mismo que a la Picapoll, una uva llena de finura y sutiliza, que está siendo revitalizada en Penedés. Es de destacar también la labor de selección de cepas catalanas como Garró y Samsó realizada por Bodegas Torres, y que tiene su reflejo en el soberbio vino Grans Muralles.
Los vinos que se producen en las fábricas vinícolas del sur del Mediterráneo responden, como mucho, a las exigencias técnicas e higiénicas. Las multinacionales de la alimentación y los grandes distribuidores encuentran allí vinos a medida de todas las categorías posibles. Los grandes inversores se ven atraídos por las nuevas posibilidades como las moscas a la miel. Los Mondavi han comprado vino varietal en el Languedoc, al igual que la mayoría de las casas comerciales de Burdeos, que en la actualidad ofrecen casi todas vinos varietales, sobre todo la Philippe de Rothschild SA (Mouton). Los winemakers australianos transportan uvas al quinto continente en aviones refrigerados. Mañana sucederá lo mismo en Sicilia, en Marruecos, en Túnez y en Levante. ¿Que los vinos del Nuevo Mundo son la competencia del Piamonte, de Burdeos y de Borgoña? Eso ya está muy pasado. La nueva competencia procede de casa. En el sur más que en cualquier otro lugar, en los próximos años habrá una «vinicultura a dos velocidades». La una, centrada en la calidad, que intentará profundizar en sus conocimientos, investigar en las viejas variedades y seguir una enología del terruño. La otra explotará hasta el final las posibilidades de la producción industrial. Quien no se suba a uno u otro tren se quedará a verlas venir, y es grande el peligro de que la viticultura centrada en la cantidad de producción arrincone a la otra, orientada a la calidad, y la estrangule, como ya sucede en el campo de la agricultura. Ante esta evolución, sólo nos queda esperar que las verdaderas capacidades cualitativas del sur encuentren reconocimiento antes que las cuantitativas.
PREJUICIO NÚMERO UNO: LOS VINOS DEL SUR ESTÁN TAN MIMADOS POR EL SOL QUE RESULTAN ESPECIADOS COMO UN MERCADO ORIENTAL, PERO NUNCA TAN FINOS Y NOBLES COMO UN VINO DEL NORTE
Fluctuaciones de la cultura vinícola
La vid no procede directamente del ámbito del Mediterráneo, sino más bien del Cáucaso o de Mesopotamia. Desde Egipto llegó a Grecia. Los helenos poseían una cultura del vino altamente desarrollada y crearon una auténtica religión del vino, el culto a Dionisos. El poeta Homero enumera los elementos vitales más importantes de la Antigüedad: la vid, el olivo y el mar. Hacia el año 2000 a.C. se extendió la viticultura en el sur de Italia y en el norte de África. llegó a España y al sur de Francia relativamente tarde, hacia el 500 a.C. En excavaciones en las cercanías del viejo puerto de Marsella salieron a la luz unas ánforas, según pudo demostrarse, procedentes del siglo VI a.C. Éstas contenían orujo de uva, es decir, un producto de desecho de la vinificación.
El vino no sólo era importante como alimento estimulante y de conservación relativamente sencilla. Era además una mercancía comercial especialmente popular y fácil de transportar. Los antiguos galos, que se embriagaban con vinomiel antes de entrar en contacto con los comerciantes griegos y romanos, parecieron aficionarse al vino mucho y pronto. Así, importaban vino a gran escala, procedente del sur de Italia, más exactamente de la actual Campania.
Plutarco escribió que, durante la conquista de lo que hoy es Aix-en-Provence, el estratega Mario no lo tuvo fácil, pues los teutones “tenían el cuerpo pesado por el exceso de buena alimentación, pero el vino que habían bebido los ponía alegres y tanto más valientes”. A mediados del siglo I a.C., el sabio Diodorio de Sicilia escribió: “El natural avaricioso de muchos comerciantes italianos se aprovecha de la pasión de los galos por el vino, y transportan su vino en botes que siguen el curso de los ríos navegables, o bien en coches que ruedan por el llano, consiguiendo increíbles beneficios”.
La distribución de los vinos italianos estaba perfectamente organizada. El vino se transportaba en ánforas de barro cocido en talleres similares a las actuales fábricas. Ante los beneficios que se podían embolsar con el comercio del vino, no es sorprendente que se extendiera más y más la vinicultura. Originariamente se creía que la vid sólo podía crecer allí donde también crecía el olivo. Pero poco a poco se fue consiguiendo habituar a la vid a regiones más septentrionales.
Las máximas del sur
Los mejores terruños del sur, mayoritariamente suelos pobres situados sobre laderas, son capaces de producir todo un abanico de variedades de uva seleccionadas, perfectamente adaptadas a su respectivo entorno, que aunque de cosecha escasa, dan vinos base especialmente interesantes. Gracias a la experiencia de los enólogos y vinicultores, la uva no se vendimia según el punto de vista de la maduración industrial, es decir, con el máximo posible de contenido de azúcar, sino considerando varios factores como la acidez, los taninos, los elementos aromáticos y su interacción, incluyendo el «sabor» óptimo de la uva. También en el caso de los taninos no se debe tener en cuenta sólo su cantidad, sino también su calidad. Por eso, los vinos base reflejan especialmente bien su terruño, porque éste puede expresarse de manera óptima en una cepa, que extrae su fuerza vital de las profundidades, gracias al cultivo con medios naturales y la conservación de la vida microbiológica del suelo. Con estos vinos base se pueden componer vinos de gran armonía y equilibrio, cuyas cualidades, según terruño y microclima, representan la pureza de la expresión aromática. Aromas de frutillos rojos y negros, notas de especias, pero nunca notas vulgares, animales u oxidativas, que habrán de considerarse atípicas, taninos delicados o bien robustos, la expresión fresca, la longitud, la plenitud, vinos que en su juventud ya son frutales y jugosos, pero que pueden madurar perfectamente entre cuatro y ocho años, incluso algo más en casos excepcionales. Por añadidura, según el terruño y su situación geográfica, se pueden conseguir vinos blancos llenos y fuertes, o bien rosados alegres, frescos y minerales, y especialidades dulces. Pero aún siendo singulares e inconfundibles, los vinos del sur siguen debiéndole obligación a las máximas de cualquier gran vino: la delicadeza de los aromas, la frutosidad, la plenitud, la elegancia.
Vino y religión
«El vino ya existía cuando surgieron las grandes religiones. Utilizaron el vino porque ya estaba allí y porque era popular. No fueron las religiones las que colaboraron a extender el vino, sino al revés», expone el historiador Pascal Frissan, autor de varias obras sobre la cultura del vino en el Mediterráneo. Sea como fuere: la religión cristiana concretamente fomentó la vinicultura, sobre todo en los centros espirituales, los conventos, para los cuales no sólo era una fuente de energía y alimento, sino también una importante fuente de ingresos. El hecho de que el vino embriague se aceptaba, siempre y cuando no se empinara el codo «en el templo».
El vino es uno de los alimentos que requieren un modo de vida sedentario. Hay que cuidar un viñedo varios años hasta que produzca una cosecha suficiente. Pero un modo de vida sedentario tasmbién es condición fundamental para el desarrollo de una verdadera cultura. Los pueblos nómadas de los tiempos primitivos empleaban todo su tiempo en aprovisionar alimentos. El transcurso del día estaba marcado por la caza y la recolección. Quien se hiciera sedentario, podía delegar una parte de la obtención de alimentos y hallar así algo más de tiempo para reflexionar sobre sí mismo y sobre el universo. Y una copa de tinto fuerte hacía que los pensamientos fueran aún más libres…
Culto a Dionisos:
Para los antiguos griegos, el vino era verdadero objeto de culto relacionado con su dios del vino, Dionisos. A este dios incluso se le atribuye el invento del Retsina, que recuerda a la trementina, y si él hoy pudiera beber este vino resinoso de Macedonia, se quedaría en esa región para siempre. Originariamente, Dionisos era el dios de la flora y la fertilidad. Con la colonización de la parte meridional de Italia, este hijo de Zeus experimentó su ascenso a dios del vino, que tenía muchos adeptos y fue recibido en el panteón griego.
En honor de su dios, los griegos organizaban elegantes «reuniones para beber juntos», llamadas Symposium, que no eran otra cosa que alegres francachelas, en las que se seguía esta norma: «Resistir bien el vino, pero ocultar la embriaguez». En la mitología, Dionisos no sólo hizo brotar la vid de su corazón, sino también emprendió campañas militares bastante caóticas y gustaba de los escarceos con jovencitas, pero finalmente se casó con Ariadna en Naxos. El pueblo seguía el ejemplo de su dios de muy buen grado, según confesaba Eurípides (484-406 a.C.): «Con el vino todos los espíritus despiertan, los encantos de las mujeres se abren más plenamente, siguen abrazos, caricias, besos, y no sé qué más…» El vino era al mismo tiempo droga y medicina para Hipócrates. El gran médico de la Antigüedad recomendaba el vino para tratar los dolores de cabeza, trastornos de la digestión, lumbago e hidropesía. Ni siquiera cuando Grecia estuvo bajo el dominio romano tuvieron que temer sus habitantes por su vino de todos los días. La ley seca sólo se extendió al caer en poder del gran Imperio turco otomano a partir de 1453.