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Dossier Mediterráneo: Rumbo al vino

  • Redacción
  • 2000-06-01 00:00:00

LLEGA EL SUR, NO SÓLO con LA COCINA, SINO TAMBIÉN CON SUS VINOS. POR ESO, EN ESTE NÚMERO TOMAMOS RUMBO AL MEDITERRÁNEO. TENDEMOS LAS VELAS Y NOS DESLIZAMOS DESPACIO, ADENTRÁNDONOS EN LA NOCHE, IMPULSADOS POR UNA CÁLIDA BRISA, MIENTRAS, BAJO CUBIERTA ALGUIEN GUISA Y DESCORCHA UNA BOTELLA DE BUEN VINO.

A veces sueño con el Mediterráneo. Córcega, por ejemplo. Me veo subiendo a la ciudadela de Calvi para luego, desde el Oratorio de la Hermandad de San Antonio, mirar sobre la parte baja de la ciudad y el puerto. El sol, ya muy bajo, riela en el agua con la magia de sus últimos rayos. El mistral silba del noroeste soplándome en la cara y limpia el aire dejándolo tan puro como el primer día. Me detengo a pensar, una vez más, si el mar por la noche no tendrá un sonido distinto, más profundo que bajo el sol del mediodía, de igual modo que el aire huele distinto por la noche que de día. Allá abajo, en el puerto, un gran velero blanco se dispone a zarpar y, a pesar de un viento fuerza cinco, tiende las velas aún antes de salir de puerto. En cuanto ha dejado atrás la bahía protectora, el viento lo aplasta contra la superficie del agua. Pero el barco aguanta la presión sin problemas y surca el mar sin turbarse, recto hacia aquel lugar donde, en el crepúsculo, ya no se distingue donde acaba el mar y empieza el cielo. Ver un barco salir de puerto por la noche siempre me pone melancólico. Incluso en sueños. Me pregunto hacia qué puerto tomará rumbo. Hay tantos posibles. La costa francesa, Cerdeña, Elba, quizá incluso África o las Baleares. Me pregunto qué gente habrá a bordo y qué harán en ese momento. Espero por ellos que pronto logren virar a un curso más tranquilo, para que alguien bajo la cubierta pueda preparar algún guiso sabroso. No hay nada más bello que salir de puerto, tender las velas y navegar despacio hacia una cálida noche mediterránea con una buena brisa, mientras alguien guisa allá abajo y descorcha una botella de buen vino.
Es curioso: siempre que en algún puerto del Mediterráneo zarpa un barco al atardecer, me gustaría estar a bordo. Al menos aquí, en Calvi, el menú en el restaurante Emile puede consolarme de ese viaje que no pude hacer. Además, también hay un par de bares simpáticos, algo importante para el bienestar de un marino. Y mañana zarparemos nosotros, aunque sólo sea para dar un paseo a lo largo de la arcaica costa hasta Saint-Florent, donde al este del pueblo maduran los vinos de Patrimonio, de uvas tan célebres como la Nielluccio y la Sciacarello. En la plaza frente a la iglesia, en el pequeño restaurante «Ind’e Lucia», por la noche crepita el fuego en la chimenea, mientras el patrón sirve, después de la poderosa tarrina de jabalí, una sopa de pescado tan picante que el sudor empieza a perlar la frente. Por suerte, el paladar se aplaca con un queso de oveja fresco, el Brocciu. Ya en nuestra primera visita a este lugar, conocimos un vino fabuloso, el «Cuvée des Gouverneurs» de la Domaine Orenga de Gaffory, uno de los pocos vinos que, hasta ahora, me han gustado tanto en casa como en su idílica patria.

El Mediterráneo. Comparado con el Pacífico, quizá solo unos pocos litros de agua salada, un arroyuelo entre la masa de dos continentes, pero cuando navego por este mar, tumbado en cubierta medio dormido, escuchando las olas batir el casco del barco despacio, rítmicamente, a menudo pienso que, en este mar, el agua es mucho más libre que nosotros, los hombres. ¿Quién va a querer navegar a Argelia, con los fundamentalistas? ¿O a Albania, a Libia o al sur del Líbano? ¿Y acaso la costa adriática no estaba bajo el fuego de la artillería hace muy pocos años? ¿Qué distancia separa la tienda nómada en Argelia, donde se cuece un pollo en la olla de cuscús a la luz de una palmatoria, de una taberna en Thessaloniki, donde sirven Dolmadákia (hojas de parra rellenas de arroz)? ¿Qué distancia hay entre las tapas de los bares del Barrio gótico de Barcelona y los Mezze en los resurgidos palacios del barrio de Ashrafieh, en Beirut? Todo esto son facetas de un mundo que no es medible en kilómetros ni en horas de vuelo. Igual de inabarcable es la historia de la cultura en este espacio geográfico, en la que tanto el vino como la fuerza del viento en las velas tienen un significado cuasi místico. «Cantadme ahora, oh musas que habitáis las alturas del Olimpo. De dónde venía Dionisio, señor del barco, cruzando el mar rojo-vino y qué traía a los hombres en la negruzca nave», pregunta Hermipo, el poeta de viejas comedias. En el dibujo interior del legendario cuenco de beber de la mano de Exequias, realizado hacia el año 530 a.C. en Atenas, todavía en la época de Peisístrato, Dionisos navega sobre un mar color vino. Vemos al dios del vino coronado de hiedra, tumbado relajadamente en su barco. Con el brazo izquierdo se apoya cómodamente en cubierta, en la mano derecha lleva su cuerno de beber. Entretanto, los dos timones de popa, desatendidos, se dejan llevar libremente por el agua, mientras el viento sopla con fuerza hinchando las velas del barco. Y del suelo del barco crece una cepa, se enrosca en el mástil, y por encima de él forma, por así decir, el cielo sobre el barco, cuajado no de estrellas, sino de grandes racimos de uva. La tan pacífica escena de Dionisos está enmarcada por un grupo de delfines que rodean el barco.
«El mediodía reinaba sobre el cielo y el mar -incluso la línea blanca de Cannes a cinco millas de distancia se había convertido en un espejismo de todo lo que era nuevo y fresco; un velero con la pechuga de un petirrojo arrastraba adentro tras de sí un mechón del mar más oscuro allá afuera. Casi parecía como si no hubiera vida en ningún lugar de esta amplia costa…», así describe F. Scott Fitzgerald en «Tender is the Night» («Tierna es la noche»), su novela de culto publicada en 1934, la pereza de un día de verano en la Costa Azul. De día, navegar tranquilamente un par de horas, de un puerto al siguiente, y por la noche, cuando una leve brisa ha disipado el calor, visitar en bicicleta una finca vinícola cercana, así es, al menos para mí, el camino perfecto hacia el vino. Los vinicultores y los marinos son algo más que congeniales, son almas afines. Ambos conocen las posibles consecuencias de poner el destino en manos de los elementos. Una tormenta puede destruir un viñedo y, con él, la existencia de un vinicultor. Y puede hacer naufragar hasta el yate más impresionante. Las nuevas tecnologías, en la actualidad, ciertamente permiten esquivar algunas veleidades de la naturaleza, tanto en el viñedo como en el mar, pero cuando el cielo moviliza todas sus fuerzas, lo mejor sigue siendo rezar, si se es creyente. Y un viaje en velero todavía es tan impredecible como la calidad de la añada siguiente. Por suerte, aún queda lejano el tiempo en el que el sol y el viento puedan programarse. Los días en el mar son largos, pero nunca aburridos, incluso cuando el viento sopla sosegado en la misma dirección. El cuerpo se acomoda al ritmo natural del movimiento y se genera una armonía con la naturaleza que da tranquilidad y satisfacción. Es suficiente mirar al mar infinito o escuchar con los ojos cerrados los sonidos del viento y de las olas.
El vino ama al mar. Henri de Saint-Victor, propietario de Château Pibarnon, en la ruda región a espaldas de la pequeña ciudad portuaria de Bandol, me contó el siguente experimento: depositaron durante dos años algunos grandes vinos franceses en la bodega de un velero, bajo la línea de flotación. Después compararon estos vinos madurados en el barco con los que habían reposado normalmente en una bodega. Asegura que su Château Pibarnon, en esos dos años en alta mar, maduró tan perfectamente como los vinos «normales» de bodega en diez años. Es sorprendente cuántos vinicultores del Mediterráneo son apasionados navegantes. Alain Combard compró en 1992 la Domaine Saint-André-de-Figuière en La Londe-les-Maures. Toda su vida anterior había sido vinicultor en Chablis, en la Borgoña: sólo había tenido que ver con Chardonnay y había vivido demasiado tierra adentro para un apasionado de la vela. Ahora, junto al mar, con instinto certero ha conseguido hacer en un tiempo breve unos vinos que se cuentan entre los mejores de la Côte. Su blanco Grand Cuvée Delphin, un Rolle cien por cien fermentado en barrica, convence con elegancia sutil y mucho brillo suave; el tinto Cuvée spéciale de Mourvèdre y Carignan, también elaborado en madera, tiene una frutosidad de bayas y mucho que morder. A principios de junio, Alain Combard suele organizar una regata de vela muy especial: la «Vigneron’s Cup». En cada carrera alrededor de la isla de Porquerolles participan 40 barcos. La tripulación de cada uno de estos barcos está compuesta por los propietarios, empleados y amigos de una finca vinícola. Están representados incluso dominios de la Borgoña y de Burdeos. El punto álgido de estas regatas de vela «vinosas» es un picnic en la isla, en el jardín de la Domaine de la Courtade, cuyos viñedos en Porquerolles se extienden hasta esa bahía, en la que siempre hay anclados algunos veleros. Unas 350 personas amantes del vino y de la vela por igual participan todos los años en este happening.
En el Mediterráneo no es difícil navegar de castillo en castillo. En los cuatro puntos cardinales hacen vino. Ya hemos puesto rumbo a las fincas de la Costa Azul. No sé si en algún lugar de esta costa infinitamente diversa habrá alguna finca aún más bella que la Villa neoprovenzal de los postigos azul turquesa, a gran altura sobre la bahía de Cassis, en la que reside la pareja de vinicultores Georgina y François Sack-Zafiropulo entre mar y viñedo. Tengo hermosos recuerdos de Collioure, donde las viejas cepas de Garnacha crecen directamente detrás de las estrechas callejuelas del casco histórico, y donde se puede echar el ancla en la bahía, junto a la iglesia construida en el agua. Naturalmente ya estuvimos en Cinqueterre, donde hay que decir que los vinos blancos no son ni con mucho tan espectaculares como los viñedos colgados sobre el mar. Hemos estado en el monte Parnaso sobre el golfo de Evia, a dos horas y media de coche al norte de Atenas, y hemos hablado con Dimitris Hatzimichalis, que cultiva allí, en su castillo modélico, antiquísimas variedades griegas, como las blancas Robola, Assirtiko, Roditis, y las tintas Xinomarvro y Limnio. Si tuviera un par de meses de tiempo, pondría rumbo a las islas del vino. Desde las fincas de las Baleares se podría pasar por Porquerolles y continuar hasta Córcega, con sus tintos carnosos y pesados. Desde allí seguiría hasta los frescos vinos blancos de la isla de Elba, que acompañan muy bien al pescado. Después, un fuerte viraje hacia el sur, hacia los generosos vinos de postre Moscato de la diminuta isla de Pantelaria, a sólo 70 kilómetros de la costa de Túnez. Y de allí, sólo hay un tiro de piedra hasta Malta. A continuación seguiría el camino hasta la cuna de la vinicultura europea, Chipre y las islas griegas, ante todas naturalmente Samos. Ah, sí: me vendrían bien un par de balandristas más.

La dieta mediterránea
Los cretenses viven más. El riesgo de infarto es diez veces menor en esta isla del Mediterráneo que, por ejemplo, en el este de Finlandia. Los nutricionistas modernos y especialistas del corazón quisieron saber por qué y llegaron a la conclusión de que debe agradecerse a las costumbres alimentarias, ayudando así a la llamada dieta mediterránea a obtener un respeto mundial. A pesar de las diferencias entre región y región o entre país y país, las costumbres alimentarias del sur (al menos, en tanto en cuanto mantengan la tradición, pues la cocina internacional y el fast food también se han introducido en el sur, y su consumo de cerveza sigue aumentando) se diferencian claramente de las del norte.
Así, los griegos consumen 200 kilos de verdura por persona y año, el doble que un alemán. Las verduras se consumen en ensalada, se hacen a la brasa o bien se escaldan, pero rara vez se recuecen para hacer puré. De este modo se conservan las vitaminas y los oligoelementos. La carne se consume con gran moderación. Lo mismo puede decirse de los productos lácteos que, además, se elaboran a partir de leche de oveja o de cabra, más sanas. Y el pescado, rico en proteínas y oligoelementos, y con poca grasa, se sirve casi todos los días. Los cereales y frutos secos en forma de pan, pasta, o bien como guarnición, aportan la fibra necesaria. La única grasa empleada es el aceite de oliva. Es rico en ácidos grasos no saturados (saludables). Cada comida se acompaña con una o dos copas de vino tinto, que tradicionalmente apenas se bebe fuera de las comidas. También se emplean abundantemente hierbas aromáticas frescas y secas, que contienen vitaminas y poseen propiedades curativas y preventivas. Puede que la popularidad de la dieta mediterránea sea una moda pasajera, pero no por ello es menos recomendable vivir ajustándose a sus principios, en parte porque ha disminuido considerablemente el número de calorías necesarias diariamente debido a la actividad sedentaria de una gran parte de la población. La cocina grasa, la del escalope-con-patatas-fritas, tan difícil de digerir, al fin y al cabo no es una tradición centroeuropea, sino una alimentación que, aunque sabrosa, considerada desde el punto de vista de la salud constituye un dudoso invento del tiempo de la prosperidad.

«¿DE DÓNDE VENÍA DIONISOS, SEÑOR DEL BARCO, CRUZANDO EL MAR ROJO-VINO,
Y QUÉ TRAÍA A LOS HOMBRES EN LA NEGRUZCA NAVE?»

SI TUVIERA UN PAR DE MESES DE TIEMPO, PONDRÍA RUMBO A LAS ISLAS DEL VINO. DESDE LOS VINICULTORES DE LAS BALEARES, EL VIAJE SE EXTENDERÍA HASTA SAMOS, DONDE HACEN UN DULCE NÉCTAR DE UVA MOSCATEL

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