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Sinfonía de marisco y albariño

  • Redacción
  • 1999-12-01 00:00:00

Hay melodías gastronómicas bellísimas al alcance de cualquier hedonista, o casi. Al alcance de todas las fortunas, se entiende. Por ejemplo, la melodía del pan-queso-vino, que a mí me satisface como modesto melómano de la coquinaria en todas las estaciones, pero que me conmueve en las postrimerías de Noviembre, cuando los árboles y las yedras se visten de oro, gualda, bermellón, carmesí, todos los colores de una inmensa paleta variopinta. Cuando, bajo las hojas secas con aromas a vida y a muerte lírica, asoman todavía las suculentas setas.
Cuando, en fin, llegan un buen día los primeros fríos y con ellos nos atenazan esas deliciosas hambres atávicas, primigenias. Pan, vino queso, amiguitos del hombre desde los milenios idos, que se reclaman entre sí con ansia, que viven un gozoso menage-à-trois en el paladar y luego descienden cogidos de la mano hasta las profundidades del estómago. Espeleólogos del placer. Y, en estos días de felicidad adolescente, uno sucumbe a la gula, deja que funcionen los cangilones de esta noria interior hasta la saciedad. Se trata, como digo, de una melodía elemental y antigua, apta para todos los bolsillos, aunque uno puede mejorarla con panes y quesos nobles, o con unos tintos (en mi caso, sin vacilación vinícola alguna). Un Alión, de la Ribera, pongamos por caso, un Gran Coronas Mas la Plana, del Penedés, un Dos Viñedos, de la Rioja y otros muchos que se me ocurren, pero que no enumero porque yo comparezco aquí, no para hablar de quesos y besos, sino de mariscos y albariño.
Que constituyen, juntos, una sinfonía lúdica, quizá la Pastoral. Son menos accesibles desde el punto de vista económico y sitúan en la esquina noroeste de España el epicentro de tan estupenda alianza. Porque, de entrada en Galicia se come y se bebe con el sentimiento, y porque el paisaje gallego es comestible y bebible. Nos contó hace mucho tiempo un tal Valerio Patérculo, con perdón, que el centurión Décimo Junio Bruto se asomó con sus huestes a los acantilados del Finisterre un buen día a la hora del crepúsculo, y que “al ver sumergirse el sol como una brasa en el límite del horizonte sintieron un religioso horror y postráronse de hinojos”.
Sin embargo, y amén de los éxtasis panorámicos, ¿quién, medianamente epicúreo, no evocaría hoy, contemplando tal espectáculo, o el que ofrecen Corrubedo, o el Roncudo, claro está, a su pequeña gran majestad el percebe, un hermafrodita ¡riquísimo!, con todo el sabor a mar dentro, milagro, milagro. El percebe, “carallo de home”, arracimado en los farallones, arrancado a la mar hasta hace muy poco, y todavía con grave riego para los mariscadores de turno. Sabor, olor, placer. Recién cocidos y calentitos, bajo el paño blanco, suculento sudario.

O Grove, o el paraíso

Y, del mismo modo que los paisajes con mar bravía nos pintan percebes en las meninges y los jugos gástricos, ¿quién no evocaría las mayestáticas ostras, las paradigmáticas almejas y los berberechos contemplando las aguas de O Grove o de Carril? El gran, inefable Álvaro Cunqueiro aseguraba muy serio que “as ostras van ben para unhas once despóis dun día de farra” (once o así tras un día de juerga), pero “sorbida a modo, cun grolo de viño cada catro” ( ya saben, con sorbo de vino cada cuatro). Lo que nos lleva de cabeza al albariño, aunque antes quisiera hacer una generalización: ¿quién no pensaría en el suntuoso centollo (lo mejor de lo mejor, cuando es “ de verdad” y en sazón), el camarón, el santiaguiño, el “lumbrigante” (bogavante), la cigala, la nécora, el buey de mar, la langosta (una reinona), la vieira, la zamburiña y, por supuesto, el omnipresente pulpo contemplando el casi siempre apacible y a las veces atormentados paisaje de las Rías? Y Galicia es tan peculiar que, en la rosaliana (y posteriores, ya lo creo) época de las grandes hambrunas y el desgarro de la emigración, el campesinado gallego abonaba sus tierras con ostras, nécoras y demás suculencias marinas. Al parecer, ni se les ocurría comérselas, o al menos eso dicen las lenguas.
Tampoco descubrieron jamás lo que se estaban perdiendo. El deleite de engullir un molusco crudo, desnudo, o un crustáceo en su punto exacto de cocción y sazón. Ni conocieron los pobriños ese Shangrila de los sentidos que produce el riesgo de tales manjares, sencillos y sublimes como el Dios del Día Azul, con un buen albariño. ¡Cuidado!, no me estoy olvidando de otros vinos “mariñeiros”, como algunos excelentes godellos y los archifamosos ribeiros de la tierra, ni tampoco de los chacolís de Guetaria, que pueden resultar adecuadísimos en el mismo contexto, pero tengo para mí, acaso por ser hijo (putativo) de la zona, que los caldos de las tres subzonas de la D.O. Rías Baixas (Salnés, Rosal, Condado de Tea, ya saben) constituyen el complemento directo, por antonomasia, del marisco en la mesa. Y, por razones de espacio y predisposición, permítanme, please, que continúe refiriéndome al albariño, un vino “saltarín e algareiro”, en palabras del poeta cambadés Ramón Cabanillas, y que ha mejorado enormemente desde hace treinta años, sin que lleve trazas de detener su irresistible ascensión, Se lo digo yo, que caté junto a Álvaro Cunqueiro, José María Castroviejo y otros magníficos personajes de la Galicia fenecida aquellos caldos de antaño. Como en el caso del pan, vino, queso, el marisco tiene sed de albariño, éste, hambre de marisco, y deslizarse por este dulce tobogán del erotismo gastronómico conduce al éxtasis.
¡Oh, aquellas orgías del Tragove, a la luz de la luna llena, con la Ría engalanada de plata y los pinos trascendidos, ostra va, trago viene hasta el agotamiento. ¡Oh!, aquella nutricia batea en Aldan del inolvidable Pepe Simón, aquellos mágicos “enchentes”en las mañanitas que cantaba el rey David. Si nos han puesto en esta Tierra para sufrir, y tal parece, allí mismito (amén de otros muchos foros) nos ganamos nuestra condenación eterna. Vino mítico, historia mítica, nombres míticos antaño y hogaño en las Rías Baixas.
Que si el Císter trajo, o acaso llevó, la cepa albariña desde las profundidades de la Germania. Que si fue Ero de Armenteira, aquel abad que se pasó 400 años en éxtasis escuchando el canto de un pajarillo (seguro que se había echado un trago de albariño al coleto) y luego volvió como si tal cosa a su monasterio. Que si fue el conde Raimundo de Borgoña. Y nombres contemporáneos, aunque ya caminen hacia las tinieblas del olvido: Joaquín Gil Armada, tan aristocrático como sus vecinos, elaborando éstos y esculpiendo preciosas figurillas de personajes compostelanos en su palacio de Fefiñanes. Marcelino Torres, por tierras de Padrenda, campeón de la amistad y la hospitalidad, bajo la parra secular, donde tantos buenos ratos y tantos buenos tragos compartimos, entre otros muchos otros, Jorge Víctor Sueiro y yo. O, en San Miguel de Tabagón, Santiago Ruiz absolutamente imprescindible e inolvidado, tanto por su cualidad de “bellísima persona”, que decíamos ayer, como por su decisivo papel en la mejora, modernización y transformación de los vinos de la D.O. Bye-Bye y amén.
En su estela, y aunque no los elaborasen ellos, quedan otros nombres míticos: Santiago Ruiz, ése sí hijo de su padre, Granja Fillaboa, Terras Gauda, Martín Códax, Morgadío, Pazo Barrantes, Granbazán, Veigadares, Lusco, Pazo de Señorans, Do Ferreiro, de viñas centenarias.

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