- Redacción
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- 1998-11-01 00:00:00
Un fantasma recorre la Rioja: el antiguo y abierto color rojo rubí, que la crianza matiza con ocres pálidos o anaranjados diluidos, se esta convirtiendo en oscuro rojo picota, en granate de fuego, en bermellón sangrante y denso. Es la apoteosis de los taninos, la contundencia de los polifenoles, el amargor púrpura de los antocianos. Son los nuevos tintos que en Rioja se cubren con la densa capa de la materia colorante. Aquí la luz lucha por rescatar el fondo rubí de la densidad amoratada, a la espera del tiempo de su brillo, tal vez en quince o treinta años. La trasformación es tan sorprendente que basta servir dos copas, un Ardanza del 70 y un Remírez de Ganuza del 94, para apreciar lo radical del cambio cromático. Se diría que estamos ante vinos de dos zonas distintas. Pero esto es Rioja, tal vez la Rioja más antigua, la de principios de siglo, la Rioja del abundante Mazuelo y suficiente Graciano junto a la Tempranillo -y en Riscal, con la santa compaña del Cabernet Sauvignon-; uvas hoy, sobre todo la última, casi perdidas, testimoniales. Ha hecho falta que el gusto anglosajón impere en todo el mundo, Francia incluida, para que vuelvan la riqueza, la gran estructura, el cuerpo, la carnosidad y los complejos aromas primarios a fruta, flor y especias. Adiós a la ligereza disfrazada de finura, la oxidación impuesta, los aromas excesivos de madera antigua.
La moda que impera entre las bodegas que buscan carácter y expresividad está determinada no tanto por los varietales utilizados, como por los procedimientos utilizados para obtener vinos cada vez más concentrados y complejos. Y así, la polémica está servida. Pero la evidencia de la crítica, tanto nacional como internacional, no deja lugar a la duda: estamos en el buen camino, el que lleva al reino de los “top wine”. Es cierto que los tintos de Rioja habían adquirido un perfil, una “tipicidad”, que curiosamente se estaba convirtiendo en el mayor obstáculo para su deseable ascensión a los primeros lugares del ranking enológico mundial. Ese perfil de vino fácil de beber, con aromas avainillados y de madera que oculta cualquier atisbo de pasadas frutosidades, se ha tenido demasiado tiempo como ejemplo de la mejor crianza. Por supuesto, estos vinos clásicos, en el peor sentido de la palabra, tienen cierta “finura”, lo malo es que se conseguía a base de una severa anorexia: cuerpos delgados, que hacen ligero el trago, dejando como única permanencia el recuerdo de sus aromas de crianzas abusivas en maderas muy usadas.
El primer aviso vino de Ribera de Duero, donde la Tempranillo lugareña, allí conocida como Tinto Fino, ofrecía su gran color, sus poderosos taninos casi masticables de la mano de Alejandro Fernández, para sorpresa primero y escarnio después de los riojanos, encumbrados en una gloria con pies de barro. Luego vinieron los Pérez Pascuas, Valsotillo, Alión, Teófilo Reyes, Sastre, y tantos otros. Evidentemente algo estaba ocurriendo cuando a partir de la misma uva se conseguían vinos tan diferentes. Las diferencias edafológicas y climáticas, aunque tengan una importancia notable, no son suficiente explicación. Es una cuestión de actitud, como se demostró más tarde, ante el vino y su carga de profundidad: los polifenoles.
Durante demasiado tiempo se ha creído que de la Tempranillo riojana no se podía extraer demasiada materia colorante y taninos sin exponerse a una pérdida irreparable de finura, que es uno de sus grandes atributos. La cuestión está planteada en los siguientes términos: hay que conseguir finura con potencia, ese es el desafío de Rioja. Lo mismo que la potencia con finura es el de Ribera de Duero. Desafíos de gran calado que no es fácil afrontar, pero que los ejemplos de Barón de Chirel, Roda I, Remelluri, San Vicente, Finca Valpiedra, Mayor de Ondarre, Teófilo I, Contino, Altun, Marqués de Vargas, Grandes Añadas, Torre Muga, Campillo, Remírez de la Ganuza, o incluso los últimos Lan, están resolviendo satisfactoriamente. Se abre una gran avenida para que nuestros mejores tintos riojanos recuperen su lugar privilegiado entre los grandes.
En busca del color perdido
Una de las razones por las que los tintos de Rioja han tenido en las últimas décadas ese color abierto, en algunos casos desvaído, hay que buscarlo en varios factores. Una de ellos fue, hasta que intervino oportunamente el Consejo Regulador, el uso habitual de variedades blancas que se encontraban mezcladas en el viñedo. Recuerdo un viaje por Rioja en los años 60. Era otoño y estábamos al final de la vendimia. El campo ofrecía un precioso paisaje de viñedos pletóricos todavía, donde el verde de las hojas, algunas ya incendiadas de rojo carmesí, se veía salpicado por zonas donde predominaba el color amarillo, delatando la presencia de viñas de Viura, Malvasía o Garnacha Blanca. Naturalmente, la vendimia se encargaba de mezclarlo todo, y el vino se elaboraba con aquel coupage espontáneo que aclaraba los tintos aunque aportaba cierta beneficiosa acidez. Hacia los años 70 el viñedo estaba ya reestructurado, las uvas blancas se vendimiaban y vinificaban por separado, pero el “gusto” se había establecido. A esto hay que añadir la paulatina desaparición de uvas fundamentales como la Graciano, de poderosa acidez total, que aporta un aroma fresco y una coloración rubí intensa. Si sumamos los efectos de larguísimas crianzas en barricas de roble americano con muchos años de uso, y con la consiguiente oxidación que anaranjea el color, los resultados no podían ser otros que unos vinos abiertos, santo y seña durante mucho tiempo del auténtico Rioja. Pero si se está en la edad madura y se posee cierta experiencia como catador, es fácil recordar aquellos Marqués de Riscal de los 50 y 60, algunos todavía sorprendentemente vivos, cuya carga tánica era elevada. Vinos gloriosos, de una complejidad aromática inolvidable, finos y elegantes como pocos, pero corpulentos y tánicos. No es de extrañar que Telmo Rodríguez, uno de los que más lucha por recuperar la verdadera tradición riojana, sin prejuicios, diga que le gusta bucear en las viejas añadas de Riscal a la busca del color perdido, de su nariz portentosa, de la carnosidad de su paladar, y que luche por que su Remelluri emule lo mejor de la mejor época de los grandes de Rioja.
Primero fue la uva
Hay, por tanto, que recuperar la potencia, los polifenoles, el tanino dulce y aromático, primero en el viñedo. Sólo es posible plantearse los nuevos tintos si proceden de una cepa sana, que ha cumplido perfectamente su ciclo vegetativo, con suficientes años como para atemperar el vigor y producir poco pero bueno. Y hay que recuperar la Graciano, mejorar el cultivo de la Mazuelo, y seleccionar rigurosamente la Tempranillo. Sobre estas bases autóctonas, a las que se puede añadir una buena Garnacha centenaria, es posible plantearse con rigor el uso ponderado y siempre minoritario de la Cabernet Sauvignon. Estos criterios son los que usan, por ejemplo, en Roda: “Damos una importancia primordial a la viticultura, hasta el extremo de que nuestra selección es fundamental-mente de viñedos, que deben estar en torno a Haro, en 10 zonas que delimitamos por sus características bien definidas, con orientación preferentemente sur y con 30 años, la más joven, comenta Agustín Santolaya, Director General. En el 92 no dudan en salir al campo con un agresivo cartel verde fosforescente en el que podía leerse: “Viticultor, se compran uvas de viñas con más de 30 años, no importa el precio, pagamos al contado”. Algo insólito para aquella época, como lo es para la de hoy la recepción informatizada de uva que ha instalado Bodegas Lan, una de las más modernas de Europa. Controla el peso neto de la uva, el probable grado alcohólico, la acidez total en tartárico, el pH, el estado sanitario con la posible botrytis, y el fundamental Índice de Polifenoles Totales (IPT); todo ello en unos 3 minutos, lo que les permite seleccionar la uva antes de su descarga, remunerarla en función de estos parámetros, y ajustar el tipo posterior de elaboración por partidas.
Este mismo prurito selector es que el hizo que Fernando Remírez de Ganuza creara en 1991 la primera “mesa de selección” de uva; y haber desarrollado para la vendimia del 98 un modelo perfeccionado que elimina no sólo las uvas poco maduras o en mal estado, sino los mostos indeseables, al tiempo que le permite dividir los racimos enteros en “puntas” y “hombros” para su fermentación por separado: el no va más del perfeccionismo.
Hoy se ha generalizado entre las bodegas más rigurosas el pago de las uvas en virtud de su calidad, las mesas de selección las utilizan ya 7 bodegas, y se fermenta por separado cada parcela para poder ajustar los vitales tiempos de maceración.
Macerar sin riesgo
Durante años, la maceración de los tintos en Rioja ha sido una operación rutinaria, que apenas si duraba unos días. Se buscaba extraer el color imprescindible, sin someterse a los riesgos de una aportación indeseable de malos olores y taninos agresivos. Pero la búsqueda del color exige, como premisa básica, unas maceraciones más largas, que pueden alcanzar los 30 días, y generalmente en contacto con vinos más alcohólicos de los clásicos 12,5%. Todo esto conlleva serios peligros, entre ellos el no despreciable de alterar las características del varietal, y sólo es posible si se ha respetado rigurosamente el control de vendimia y selección de uva. No hay que olvidar que ese contacto, primero del mosto, y del vino ya fermentado, después, con sus hollejos va a permitir extraer la mayor cantidad posible de compuestos fenólicos, fundamentalmente los antocianos, taninos y, en sus capas más internas, los aromas propios del perfume varietal. Así obtenemos la base de las futuras sensaciones organolépticas del vino, su extracto, gusto, cuerpo y capacidad de crianza y envejecimiento.
De ahí la importancia de los componentes del hollejo de la uva, y de los procedimientos utilizados para su obtención. Uno de ellos es el tradicional de los fuertes remontados con bomba y riego de sombrero de dos a cuatro veces al día durante casi una semana, manteniendo el mosto a unos 15° C. A esto se añade la técnica de vaciado del depósito cada 2 días para romper el sombrero y permitir un contacto más homogéneo. Existen otros procedimientos menos habituales como el de sombrero sumergido que utiliza un remontado con regulador de caudal y toma de aire para la oxigenación de los mostos, y que no es otra cosa sino una actualización de la vieja práctica del bazuqueo, o hundimiento del sombrero por medios mecánicos, como el pistón hidráulico, que lo hunden suavemente. Una vez que comienza a elevarse la temperatura con el inicio de la fermentación, se baja el ritmo de remontados ya que la mayor parte de los antocianos han sido extraídos y lo que interesa es una lenta y continua extracción de taninos. Antes del descube, la maceración puede prolongarse unos 20 días o más, dependiendo del estado del vino y el tipo de depósito. Estos han cambiado hacia formas más bajas y anchas con menores volúmenes.
Pero no olvidemos que todo este repertorio de métodos de extracción sólo tiene sentido si partimos de la mejor uva que es, en definitiva, la única que hace buen vino.