- Ana Lorente
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- 2003-06-01 00:00:00
No es un punto en el camino sino la estación término de la ruta a un paraíso perdido, a la recuperación de lo auténtico, de lo inexplorado, a través de la experiencia ancestral y de la vaga, equívoca pero eterna, voz de la tierra. El espejo del cambio hay que buscarlo en las viñas El Bierzo siempre estuvo ahí, y los ingenieros romanos que hollaron estas tierras camino de un finis terrae gritaron ¡Oro! ¡Aquí hay oro! Miles de kilos de oro que engrosaron el tesoro del Imperio. Hoy las ruinas de sus explotaciones -ruina montium-, los lavaderos de oro libre de la mayor explotación del mundo a cielo abierto, las megalíticas montañas rojas estériles, son un monumento al descubrimiento y al pasado. Pero otro hallazgo rojo vivo ha venido a convertirse en fuente de riqueza, en depósito de sabiduría, en campo de experiencias. Es su uva, la Mencía, convertida en vino. Siempre estuvo allí. No ha hecho más que amanecer y a esta tierra de promisión han llegado dos sólidas empresas desde Galicia, Terras Gauda a Pitacum y Adegas Galegas (Grupo Galiciano) a Viticultores Bercianos; otros vuelven a sus lares como la tríada responsable de Dominio de Tares, y el puntal, aunque modestamente se resista a aceptarlo, llegó de Rioja vía Priorato con un nombre indiscutido en el mundo del vino, el de Álvaro Palacios que, con su sobrino Ricardo, crearon Bierzo y Corullón. Otros como Prada, Pérez Caramé y las Cooperativas siempre estuvieron ahí, aunque con muy distinto talante. Eso hace que el recorrido por las bodegas punteras sea de lo más variopinto, reconstrucciones históricas, diseños eficaces de nueva planta, vetustos dinosaurios, ampliaciones imparables sustentadas tanto en la razón como en el sueño, naves funcionales vestidas con arte, vetustas y coquetas casas de pueblo… El espejo del cambio hay que buscarlo en las viñas. O ni siquiera hay que buscarlo, es algo que salta a la vista. A horcajadas como cow boys sobre un diminuto tractor, embarrados hasta la rodilla, desgastadas las playeras de marca, sudorosas las camisetas con lemas reivindicativos, discretamente claveteados por algún peercing, locos del volante en su Jeep, su Suzuky o su Mercedes 4x4. Son los nuevos pioneros. Agricultores, viticultores tradicionales hasta la médula pero vanguardistas radicales. Técnicos, investigadores, pero amantes de la tierra desde las raíces, desde el significado más profundo, más vital, de ese cajón de sastre que es el término ecología. En este ámbito significa respeto, conocimiento, adaptación a lo natural, lo divino y lo humano. Y se plasma al menos en una docena de personajes punteros de la transformación agrícola, por ejemplo, en Raúl, el alma de Castroventosa, roturando a mano una viña para no dañar el Castro que han descubierto bajo ella, el que le da nombre a su vino, el Bergidum Flavio que es el resto arqueológico más antiguo de la región y un otero a 600 m. de altura desde donde contemplar El Bierzo en todo su esplendor. Eso sí, las instituciones presuntamente responsables del yacimiento arqueológico contemplan cómo se desmorona la muralla sin dignarse siquiera a recoger y a conservar las piedras que van cayendo sobre el caminejo circundante. Los primeros pasos La Historia llama a la historia. En el principio fue la Cooperativa. A Luis Hernández, director de la de Cacabelos, se le puede encontrar en un escueto despacho, frente a una caja fuerte repintada de purpurina plateada que transporta a los tiempos de los pioneros del far west, perforando folios con una taladradora manual antediluviana. Nació en La Coruña pero después de tantos años aquí se siente berciano. Le gusta levantarse ahora, en primavera, y contemplar los cerezos o esperar el otoño de los castaños. O mostrar orgulloso el Museo de la Radio que nació en Ponferrada bajo los auspicios de un berciano emblemático como Luis del Olmo. Le gusta comprobar que los mineros se han reconvertido en agricultores, y que a su alrededor crecen los cerezos, los manzanos, las huertas de pimientos y, por supuesto, las viñas. Y las bodegas, que han pasado de 16 a 50 en menos de una década. La cooperativa, herencia de los primeros años del desarrollismo, remedio del minifundio de la zona allá por los 60, procesa la vendimia de 1.200 viticultores, y el único estímulo para los viticultores son las bonificaciones o penalizaciones a la hora de cobrar. No es mucho. Los cambios han sido lentos, apenas los imprescindibles, y casi ninguno en imagen. A ahora una joven y flamante enóloga, Julia Velasco, que llegó ya con la experiencia de haber elaborado Mencía en El Barco, enamorada de la variedad y dispuesta a hacer bueno el impresionante volumen de los 270 depósitos, de las 866 barricas. Para empezar, este año solo ocupará las de menos de dos años. En contraste, muy pocas de las barricas de Dominio de Tares, en Bembibre, han vivido tanto tiempo. Tanto el proyecto como el nombre son un invento reciente. Tres fundadores son los puntales de la sociedad en torno a Amancio, enólogo inquieto y viajado que, al regresar a su tierra, confiesa haber encontrado aquí más de lo que esperaba. Solo hubo que conformarse con el emplazamiento, una nave funcional, aunque bien vestida con cuidadosos y espectaculares toques artísticos y localizada en un punto central de todos sus viñedos que se distribuyen en terrenos salpicados aquí y allá. Ajenos a la tradición, esta es una apuesta pasional, sustentada en unos vinos que los medios han reconocido como excelentes y, comercialmente, en la avanzadilla de Álvaro Palacios que le ha abierto a El Bierzo todas las puertas entre los conocedores extranjeros. Una vez más ha aparecido en la conversación la figura de Álvaro Palacios. Su espíritu y su nombre parecen revolotear en cada bodega, nueva o vieja. Pero para quien es un referente omnipresente es para Raúl Pérez que a su llegada lo acogió para que elaborara el primer Bierzo en su bodega de Castroventosa. «Llevábamos cuatro años en un proceso de mejora de la calidad, reduciendo la productividad a 4.000 kg. por hectárea pero no se nos pasaba por la cabeza cambiar el estilo. Para eso hay que viajar, hay que ver lo que se hace fuera. Aquí se nos dio hecho por la llegada de Álvaro. Yo tenía la base hecha, una bodega familiar, inversiones, viñedo, historia, trabajo, pero ni siquiera sabía quien era él. Ahora no me pierdo una cata, una feria internacional, una lectura que me haga estar a la última para sacar de aquí lo mejor». Aún así, recién llegado del avión, el cosmopolitismo no le resta un ápice de arraigo a sus lares, y al pasar por la iglesia bromea con el cura: «Don Pedro ¿qué pasó ayer?». «Tiempo de nieblas, hijo». Ha perdido el Barça, su equipo. La bodega familiar se había transformado bajo su dirección y con una feroz lucha contra el inmovilismo, en una moderna y bella nave circular, con un gran pilar central y todos los pequeños depósitos a mano, controlados. Pero el verdadero placer de Raúl es la viña, 200 parcelas que reúnen 45 has. Es una locura que se convierte en un recorrido laberíntico por los alrededores, con el fondo sonoro de un poema apasionado. Palmo a palmo, recodo tras recodo, este joven desprejuiciado, vivaz, señala los secretos de cada rincón, de cada claro del bosque, visibles solo para un ojo avezado… y enamorado. «Ahí, bajo esos matorrales, hay una viña. Podría salir a la luz como hicimos con esta, y con la de más allá, pero aun no he convencido a los herederos». Y es que esta labor de arqueología, de descubrir, estudiar, conservar el campo, restaurar milagrosamente viñas centenarias es la que le proporciona las mayores satisfacciones. Incluso antes de que se conviertan en vino. En eso coincide plenamente con Ricardo Pérez, sobrino de Álvaro, con quien viene trabajando hace años. Desembarcaron aquí en la vendimia del 99, para probar, y ya ese vino salió digno de botella y firma. Ahora han adaptado a su trabajo lo que fue una antigua bodega con aire mediterráneo y modernista que irónicamente está en la Calle del Agua, en el centro de Villafranca, pero su corazón no está allí sino en las viñas que han ido comprando cerca del cielo, sólo en las zonas más altas y mejor orientadas de las laderas. En Moncerbal, un secano salpicado de alcornoques, Agustín está arando con Morena -la Moreneta-, una mula que ellos han traído de Cataluña y que se distrae cuando labra junto a los caminos, viendo pasar a los coches. Aquí no corre ese peligro, estas viñas Moncerbal, San Martín, Lamas, El Alcornoque y La Faraona, están fuera del mundo. Para trabajar las 16 has. a mano, con mula, necesitan a 8 personas, una fórmula que solo se sustenta en una buena dosis de romanticismo, como el sistema de trabajo biodinámico que exige la colaboración de flores y plantas, polvo de ajo como insecticida, atención a las lunas para podas y trasiegos, tinos de madera por su nobleza y porque no le afectan las fuerzas magnéticas, y sus propios preparados de estiércol en cuerno de vaca. Ese riguroso cuidado es la obra de Ricardo con las ideas muy claras: crear buen vino y a la vez cuidar la tierra, la mula, el medio ambiente. Y eso se palpa en la forma en que al lado están reinjertando viejas cepas a las órdenes de Rafael, la voz de la experiencia. Es él quien saja hábilmente con su afilada hoja mientras tres estudiantes vecinas o venidas de Rioja le siguen curando las heridas, con barro amasado a mano como un apósito desinfectante pero, sobre todo, con un mimo amoroso. «Queremos volver a las raíces, esa es la modernidad». Y el vino lo agradece con regaliz, canela, pera... con una alegre y profunda explosión de fruta. Los visionarios El impresionate Castillo de Villafranca es el hogar de los Halfter. No lejos, en Canedo, Prada es el señor de un Palacio que, paso a paso, se ha convertido en bodega, en comedor y muy pronto en hotel. Frente a la terraza del comedor, un primoroso viñedo de Godello, y detrás, en endiabladas pendientes, las otras variedades. Prada, que fuera el primer defensor y publicista de El Bierzo, «a tope», confiesa, sin atisbo de modestia, que no ha logrado su sueño porque es infinito, pero que está satisfecho de que sus locas visiones vayan convirtiéndose en realidad. Que su defensa del vino, de los pimientos, de los manzanos, de la huerta y de la gastronomía local, presidida por el botillo, hayan tomado cuerpo en cinco Denominaciones de Origen, una cifra sorprendente en tan exiguo territorio. Eso, esa lujuriosa diversidad plasmada en flores de cerezo, manzanos en espaldera, huertos como jardines, flanquea el camino a Arganza, a la bodega de Pitacum que regenta Alfredo Marqués. Pitacum es una medida de capacidad de 26,26 litros, en forma de ánfora picuda que se hundía en el suelo de tierra para mantener fresco el vino. En los alrededores uno de los socios encontró un medallón con el relieve de un Baco, y así una y otro han dado imagen a la bodega. El grupo, empezó en 1999 haciendo el vino en una bodega de Villafranca. En el 2000 ya estaban en el nuevo edificio, en la casa rosada moderna que contrasta con la casona de piedra, enfrente, donde va tomando forma una sede social y ahora acoge la sala de barricas, un surtido de todo tipo de maderas y volúmenes, de experimentación en tiempos, de búsqueda de robles españoles en espera de que el tiempo conceda su veredicto. Alfredo está ahora más en el campo, ejerciendo su pasión, porque en la bodega, en el laboratorio queda una enóloga, Elisa Gómez. Ella es la que, frente a la copa, resume la idea de la casa: «este es el vino que buscamos, ni tostados ni vainillas ni compotas, sino fruta madura y viva». Compran uva mediante un protocolo previo que obliga a los proveedores. Esa es la labor de Alfredo, cambiar la mentalidad de los viticultores, casi todos sexagenarios. Y su método didáctico es el más eficaz e indiscutible, les habla en su idioma, en berciano o en gallego, mucho consejo, mucha explicación, toda la ayuda técnica que precisen y, al final, paga la uva que les selecciona a 135 pesetas (todavía las pesetas) mientras que la media está en 50. Quien no ha de comprar uva es Pablo, el director de Pérez Caramé, el sobrino de quien introdujo la idea de la agricultura ecológica como la primera bodega ecológica de Castilla y León. El suyo es, en esta zona, un viñedo envidiable de 32 has. en una pieza, algo de Chardonnay, de Cabernet Sauvignon, Tempranillo, Pinot Noire y el grueso de Mencía. Y si el tamaño en tierra de minifundio es insólito, aun lo es más el aspecto, el paradisíaco aire de jardín primaveral que le dan las hierbas y las flores de mil colores entre los surcos, desde el esplendor amarillo de las margaritas hasta el frágil rojo de las amapolas. Los agricultores vecinos les afean que tengan la viña «así», pero no es gratuito y menos aún signo de desidia. Todo, también eso, está pensado porque cuanto más variado sea el plantío, más se autorregula y mejor hace frente a cualquier posible plaga, y estas hierbas absorben el agua que no conviene que vaya a la vid. Pero, en el fondo, el concepto «bio» es una forma de ver la vida y de amar a la tierra, algo profundo aunque también se traduzca en algo útil, porque, por ejemplo los tratamientos acaban con las levaduras y luego, a la hora de vinificar, hay que acudir a las de laboratorio. «Eso es lo que ahorramos, para compensar que los costes son más altos porque esta forma de trabajo exige más mano de obra. Hacemos agricultura biológica aunque, en rigor, no respetamos absolutamente las fechas marcadas, vamos creando nuestra propia norma a base de haber ido guardando memoria de las fechas, lunas y condiciones de cada una de las labores. Faltan muchos años para que esa experiencia se convierta en regla científica, pero esa filosofía que fue la regla de oro de mi tío y la que nos ha transmitido nos sirve para sacar nuestras propias conclusiones». También a él, lo que más le gusta es pasear por la naturaleza en cada estación, y sobre todo por la viña a primeros de junio, cuando apunta la uva y cuando apetece la sombra de los arboles vecinos. Los árboles son importantes, son el hogar de los pájaros, y los pájaros se comen a los insectos indeseables como el mosquito verde. Por eso, para que aniden, les dejan los restos de poda cerca de los troncos. Y si hay alguna higuera cerca los pájaros golosos acudirán a los dulces higos antes que picotear la uva, siempre más ácida. Como ocurre en la casa de labranza que preside la viña, el Toleiro, donde las higueras y los perales son su golosina. Pablo es robusto como un oso, con frondosas patillas y la melena como una oscura cascada, de ojos plácidos y avaro en la sonrisa, es la imagen vanguardista del buen salvaje. Y es, quizá, la imagen de la entrañable agricultura de esta tierra, donde con un mudo asombro se puede ver a alguien podando, entre los guijarros, sobre una silla de ruedas. ¿Apego? ¿Pasión? Es la llamada de la tierra y la quimera del oro. Es lo que amarra al visitante desde que entra por la roja puerta de Las Médulas hasta que se despide por la verde escarpada de Los Ancares, con la última imagen de una palloza. Fuera del tiempo. ana lorente (a.lorente@opuswine.net) Fotos: heinz hebeisen (heinz.hebeisen@vinum.info)