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Los creadores del Burdeos

  • Redacción
  • 1998-12-01 00:00:00

Jean Sanders
La mirada hacia atrás
delata tristeza: la gran obra
de la vida de este octogenario, el Château Haut-Bailly en las Graves, se vendió hace poco
por motivos familiares.
Jean Sanders se cuenta
entre los hombres que construyeron de las ruinas
el Burdeos moderno.

Sí que es curioso: siempre que Burdeos experimenta un boom, se olvida de su historia. Siempre se olvida de que los años dorados no son sino pausas en la lucha por la supervivencia de una región que se ha centrado demasiado en una única fuente de ingresos: el vino. Olvida que el comercio del vino es un juego de azar, una ruleta en la que, a la larga, se puede perder más que ganar.
¿Quién iba a recordar con agrado que en la primera mitad de este siglo una gran parte de la superficie actual de viñedos era tierra baldía, que los grandes Châteaux se podían comprar por dos duros, que una gran ciudad como Burdeos rechazaba agradecida la donación de una finca Premier cru a finales de los años veinte: no gracias, demasiado cara de mantener?
A lo sumo los supervivientes, los últimos pioneros que han construido el Burdeos actual, relatan estos oscuros episodios sobre los escombros del ayer, tras largos años de crisis.


Volver la vista atrás, hacia la historia

La Historia no puede reducirse a algunas piedras viejas y nada más. Al fin y al cabo los palacios y suntuosas casas patricias, las cómodas Luis XIII y los sillones de cuero estilo Voltaire sólo son productos marginales de los grandes espíritus que, en su día, los hicieron crear. No, la Historia siempre es Historia de las personas y, reconozcámoslo, demasiado frecuentemente Historia de hombres.
Los hombres que hicieron Burdeos llevan extraños nombres. De Luze al menos suena francés. Pero, ¿y Eschenauer, Kressmann, Cruse, Lawton y Barton? Recuerdan a la hansa teutónica y a Inglaterra, huelen a aventura, a puerto y a mar, lo que demuestra que una gran parte de los arquitectos de la mayor y más importante región vinícola de calidad fueron inmigrantes, aventureros de Inglaterra, Alemania, Holanda o Bélgica que fueron a parar a la Gironda por un capricho de su biografía.
Naturalmente, los vinos de la Gironda han de agradecer su extraordinaria calidad al terruño y al clima. Pero su legendaria e imperecedera fama la adquirieron gracias a una distribución mundial perfectamente organizada desde la segunda mitad del siglo XVIII. No fueron los propios productores los que se ocuparon de ello, ya que generalmente procedían de la nobleza, para la que ganar dinero era tan poco respetable como hacer surcos con un arado, sino los comerciantes inmigrados, con su tupida red de distribución. De esa casta también proceden la mayoría de los hombres a los que tenemos que agradecer el Burdeos de hoy.
En los años treinta y cuarenta del siglo XIX, una de las breves épocas doradas del Burdeos, se podía ganar mucho dinero con el vino y como éste pedía ser reinvertido, muchos comerciantes se hicieron también propietarios de terrenos y fincas. En Burdeos y sus alrededores había pocas posibilidades para invertir aparte del vino. Por lo tanto, apostaron por las fincas de una nobleza empobrecida y debilitada por la revolución francesa y por el transcurso del tiempo. De repente, se puso de moda poseer un Château con viñedos, era el símbolo definitivo de máxima riqueza. Así, las grandes familias de banqueros, los Pereire, los Rothschild, pronto empezaron a invertir en los Châteaux bordeleses, cada vez más legendarios.
Pero habían de pasar muchos años hasta que se rentabilizara su inversión. Al período de euforia siguieron, una vez más, decenios de crisis: falso y verdadero mildíu, la plaga de la filoxera, el crack de la bolsa, las guerras mundiales...
El Burdeos de hoy reposa sobre un montón de escombros. Muchas sociedades mercantiles sobrevivieron a duras penas, y el gran escándalo del Burdeos de los años setenta, cuando se descubrió que vinos comerciales del mal año 72 se habían mejorado en masa ilegalmente con vino de coupage del Midi, minó definitivamente su moral. Nuevos inversores, algunos ajenos al negocio tradicional, se introdujeron en el bastión que empezaba a agrietarse: sociedades bancarias, aseguradoras gigantes, empresas multinacionales de bebidas. El primero fue Seagram, el coloso canadiense, que se hizo cargo de la casa comercial Barton & Guestier ya en 1955. Pronto le siguieron otros grupos, como Bass-Charrington, Bols, GMF y AXA. De las grandes casas comerciales del siglo XVIII, en realidad sólo ha sobrevivido una: Schöder & Schÿler, que sigue (o, mejor, vuelve a ser) propiedad de la familia fundadora.
La profesión de comerciante, en general, ha cambiado mucho en los últimos veinte años: desde que los Châteaux también embotellan (no hay que olvidar que la “mise en bouteille au château” es un invento de los años veinte de este siglo que no se ha impuesto del todo hasta principios de los años setenta), los comerciantes han quedado privados de su profesión de “éleveur”, de “elaborador” del vino, y el fax y el correo electrónico han revolucionado tanto todo un sector profesional como la imprenta en el Renacimiento revolucionó la casta de los monjes amanuenses. En un estudio, el Banco de Francia profetizó el hundimiento del comercio bordelés. Gracias a dos años buenos, le va mejor que nunca.
Contentémonos primeramente con comprender el pasado. ¿Acaso no ha llegado la hora, en todas partes, de superarlo? Por ello, recordemos a aquellos hombres (y aquellas pocas mujeres) que acuñaron ese pasado y que pilotaron el barco de los Burdeos a través de alguna tormenta y bordearon tantos acantilados, hasta llegar al éxito, sin que hoy se lo agradezca nadie.

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