- Redacción
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- 2002-04-01 00:00:00
Aun asoma la figura quijotesca subiendo el cerro hacia los relucientes molinos. Y aún se detiene a contemplar las tejas apiñadas de Campo de Criptana, y más allá, en las afueras, dos inconfundibles pinos, dos de los escasos hitos que se alzan en la llanura manchega y que flanquean aquí el portón de la bodega.
Un nuevo Quijote ha llegado de otra Castilla, se llama Alejandro Fernández, en vez de lanza trae una botella de vino bajo el brazo y, eso sí, llega con discreción pero dispuesto a dar que hablar.
Llegó al reclamo del buen Tempranillo, igual que acudió antes a Toro, a Dehesa La Granja, o a la Ribera, a Condado de Haza o Alenza y a todo lo que es ya el imperio que inauguró Pesquera.
Aquel primer Tempranillo -tinta fina- que supuso un éxito internacional sin precedentes es el sólido puntal de sus elaboraciones. Y lo es también aquí, donde la variedad se conoce por Cencibel.
Apenas tres años han transcurrido desde que, recorriendo las viñas de La Mancha como un sabueso a la caza, descubrió una monumental bodega cerrada hace decenios y decidió restaurarla y empezar a elaborar las uvas que apuntaban en los alrededores, en cepas viejas y poco apreciadas, frente al mar de blanca Airén.
Apenas hace tres años y ya corren leyendas sobre su asentamiento. Cuentan en la taberna que en la primera vendimia pagó las uvas de algún viticultor multiplicando por cinco el precio oficial. Eran uvas de cepas que apenas habían producido cinco o seis kilos. En la vendimia siguiente, la del 2000, el paisano estiró la poda y llegó a producir hasta doce kilos... que tuvo que vender a la cooperativa porque no se acercaban a las exigencias de calidad de El Vínculo.
Y es que todo aquí está diseñado con exigente cuidado. Sorprende a primera vista la estética de la bodega, un caserón de sutil tono vainilla asomado a una vía de ferrocarril propia, una vía hoy muerta que recuerda el resplandor del pasado, cuando la casa era «La Exportadora» y se ocupaba de vinos a granel. Lo que pervive es la estructura del edificio, los muros de tapiar, la longitud de las tiselas, de las vigas maestras que sustentan el maderamen que se ha restaurado en el techo de todas las naves.
Con esa altura, con ese espacio y esos muros, sin más que añadir unas altas ventanas bien orientadas, la bodega preserva las mil barricas y los vinos con las condiciones ideales de temperatura y humedad.
Mil barricas que inauguran un estilo de crianza, nunca visto por estos pagos. Una impresionante nave de guarda a la que se asoma una coqueta sala de degustación, que recuerda el comedor añoso de una casa de muñecas. Tampoco eso se vio por estos pagos, ni la rotunda mesa de nogal, ni los reposteros con amorcillos cargados de racimos, ni el tapiz que reproduce una escena de vendimia en cuévanos. Y esto, que es también el despacho, se ha convertido en punto de peregrinación de los buenos bebedores del vecindario, y van llegando, con el maletero abierto, a por unas cajas o unos magnum para la bodega de casa o para la merienda con los amigos. Y esa venta, que supone en cifras apenas nada, es, sin embargo, el más profundo reconocimiento, el del profeta en su tierra, el de los conocedores locales que aprecian esta forma diferente de hacer el vino de esta tierra, con mimo desde la uva hasta la copa.
Alejandro y su hija Eva, enóloga, experimentada en la fórmula inmutable de la casa, de todas y cada una de las marcas, han conseguido aquí atrapar y revelar toda la riqueza, la profundidad, la complejidad de una uva sobrada de posibilidades. El 99, con 16 meses de crianza, está en la calle, corpulento, glicérico, maduro, frutal, pleno, carnoso pero alegre, una invitación al siguiente trago, y al otro, y al otro.
El reserva aguarda, junto a la última vendimia, en las barricas nuevas. Paciencia.