- Redacción
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- 1998-04-01 00:00:00
Créanme: en el mundo del Jerez, esa aventura andaluza, hay que hundirse lentamente como en un suave baño caliente. Por eso pedí el primer fino ya en Madrid (un Tío Pepe de González Byass), acompañado de un trocito de tortilla, un puñado de calamares y algo de jamón. En Cáceres bebí La Ina y unas almendras tostadas. Y en Aracena, unos sorbos de Fino Quinta de Osborne con jamón de Jabugo y un sabroso chorizo. Pero me permití la primera Manzanilla en el puerto de Sanlúcar, una Solear de las Bodegas Barbadillo, acompañada de gambas y camarones frescos.
Los separan bastantes kilómetros. Y, en el viaje, tuve tiempo suficiente para comprobar que no sólo las tapas eran más frescas cuanto más me acercaba a mi destino (la tortilla en Madrid, recalentada por enésima vez, procedía del microondas; el jamón tenía un sabor indefinido, igual que su origen, y los calamares no habían visto el mar en tanto tiempo que estaban tan pálidos como el recuerdo de éste), que no sólo las tapas eran más frescas, decía, sino también el Jerez. A propósito de tapas: en mi vida se me había deshecho en la boca un jamón tan suave y delicado como en Aracena, y los camarones en Sanlúcar estaban tan jugosos y crujían tan frescos entre los dientes que su sonido podría haber sido el acompañamiento de un concierto de flamenco.
Pero no penetré realmente en el mundo del Jerez, no me hundí en él del todo hasta que llegué a las Bodegas de Barbadillo. Ante la envergadura de una auténtica bodega de Jerez, sentí escalofríos recorriéndome la espalda. Allí, 60.000 botas dormitan en la penumbra, cortejadas por la suave brisa del mar que intentan capturar por medio de ventanas estratégicamente situadas: me explican que las abre y cierra un equipo cuya única tarea consiste en rondar por las bodegas y estar atentos a los vientos cambiantes. La bodega tiene 8 hectáreas en las que podría albergar sin dificultad el Premier Grand cru Ausone de Burdeos, incluyendo Château, cuvier, bodega de barricas, viñedos, propietarios y todos los empleados. Naturalmente, hubo una prueba de barrica. ¡Ah, la elegancia del bodeguero al celebrar este ritual! Introduce hábilmente la venencia en el canillero y pincha la flor con un movimiento enérgico, como si el tonel fuera un toro y él, el picador. Luego, esgrime la venencia como un director de orquesta que quisiera inducir a sus músicos más energía. Y por último, y como incidentalmente, hace que un poco del delicado líquido se deslice desde gran altura en la estrecha copa de jerez. Uno no sólo se admira de que sea capaz de dar en el blanco con el brillante chorro dorado, sino también que éste no haga espuma ni rebose, siendo absorbido por el suelo apisonado como si de una fuente ya seca se tratara...
Un día sin jerez...
¡Ay, ese Solear de barrica! ¡Qué poco tiene en común con las pálidas aproximaciones que me habían servido hasta ahora como Fino o Manzanilla! Lector, escucha mi confesión: aquí, en esta bodega, me he convertido en jerezómano, ahora y para siempre. Desde este día vivo según este lema: un día sin Jerez es como la noche oscura.
No es que no me hubieran gustado todos los vinos que me ofrecieron a lo largo del viaje hasta aquí. Pero esto, ¡estos aromas de yodo, sal y cilantro, de espino blanco, manzanilla y miel, de membrillo, almendra y avellana! ¡Ese frescor incomparable y esa finura en boca! ¿Por qué demonios una Manzanilla (y como descubriría pronto, también un Fino) sólo posee esta increíble finura y armonía directamente de la bota? Silencio perplejo. Es una pregunta que sería mejor no formular en Jerez, en el Puerto de Santa María o en Sanlúcar de Barrameda. Porque lo que reluce brillante en la copa, a la luz de un rayo de sol que se cuela por una estrecha grieta del techo, lo que posee el encanto de una graciosa doncella, ostensiblemente también es tan delicado y caprichoso como una diva de la ópera. Todos me hablaban a la vez, me colmaban de palabras y vocablos. Hablaban de sobretabla y solera, de criadera y crianza biológica, de levaduras buenas y malas y de la frágil armonía en el microcosmos de una barrica. Dos cosas he comprendido en el solemne silencio que siguió a la locuacidad en la catedral del vino del noble Barbadillo. Primera: un Jerez es un vino como ningún otro. Segunda: un Jerez es un vino como ningún otro...
Un milagro de la naturaleza
Es que una Manzanilla o un Fino se elabora de la manera más natural. Sin “técnicos del vino” que planifiquen el zumo de la uva sobre tablero de dibujo. No se le añaden productos enológicos que aceleren la transformación natural en vino. Sólo hay un grueso velo de levadura que protege el vino del oxígeno del aire en la bota, llena hasta dos tercios de su capacidad. Y el bodeguero que cuida cada barrica como si fuera su propio hijo y que decide, sólo basándose en la cata, confiando en su experiencia, en un primer estadio, si se convertirá en Manzanilla o Fino, o en un ardiente Oloroso, o incluso sólo en vinagre, aunque, por cierto, de los más nobles del mundo. Es un milagro de la naturaleza lo que sucede allí, en ese mundo cerrado de un templo del Jerez, un milagro que hace que los ateos más empedernidos vuelvan a rezar... Porque el mayor capital del Jerez no son sus viñedos ni fincas Grand cru, como en el caso del Burdeos o del Borgoña. Su mayor capital es su clima único, sus bodegas y sus viejas barricas, hogar de todas las cepas de levadura responsables de este milagro. Es comprensible que un vino conseguido de manera tan natural, que madura durante años en soledad, reaccione con especial sensibilidad al exponerlo a la luz y al ruido de la vida cotidiana. Por eso, el Fino y la Manzanilla están mejores poco después del embotellado y se mantienen hasta un máximo de tres meses, aunque esto no lo reconozca de buen grado ningún productor de Jerez. Por lo tanto, no es especialmente sorprendente que un Fino o una Manzanilla regalen su sabor más fresco en su propia patria... Mas ¡cuántos problemas crea un fenómeno tal! ¡Qué logística sería necesaria para que en el mundo sólo se bebiera Jerez con su frescor óptimo! ¡Imagínese que un amante del vino tinto tuviera que renovar completamente su bodega cada tres meses! Pero esto es, precisamente, lo que tiene que hacer un auténtico amante del Fino. Y para ello, ni siquiera cuenta con la ayuda del registro de la fecha de embotellado en la etiqueta de la botella, cosa que en realidad debería ser obligatoria para toda Casa de Jerez que se considerase seria.
Pero desgraciadamente, hay otra explicación mucho más triste y profana para el hecho de que los Finos y Manzanillas tengan el sabor más fresco cuando se prueban de barrica, que posean los aromas más hermosos y florales en la barrica. Pues lo que con tanto esfuerzo se engendra, se educa y se mima durante largos años, al final, poco antes de que podamos disfrutarlo en la mesa, se ve sometido al trato más rudo y brutal que se le puede aplicar a un gran vino. Lo filtran sobre carbón antes de abandonar la bodega, hasta la pálida enfermedad, hasta que pierde su color dorado y una gran parte de sus magníficos aromas, y sólo porque la moda del público actualmente se inclina hacia los vinos límpidos y (supuestamente) más ligeros. Esto es un pecado mortal, es un horrendo crimen sólo expiable por medio del ahogo en una barrica de Fino ¡filtrado y largamente reposado! Me sube la bilis ante semejante manera de obrar, la furia me ciega y despierta al revolucionario que llevo dentro y que quiere gritar con todas sus fuerzas: ¡Amantes del Jerez de todos los países, uníos para contener este sacrilegio! Ya que no puedo solazarme con el Fino de barrica ni en Madrid, ni en Zurich, ni en Burdeos, apiadaos de mí y dejadme disfrutar, por lo menos, de un vino sin filtrar; pues si no recuerdo mal las pocas clases de enología a las que asistí en su día, y aunque escuchara entonces sólo distraídamente el capítulo sobre filtrado y embotellado, y me interesara mucho más mi compañera de pupitre con sus verdes ojos de gato, ¿acaso este tratamiento no debilita aún más a los Finos y Manzanillas? ¿No ganarían adicionalmente en estabilidad sin un tratamiento tan brutal?
He pasado tres días (¡y tres noches!) en Jerez de la Frontera y Sanlúcar de Barrameda, explorando las bodegas de día y los innumerables bares y restaurantes de noche. En los unos como en los otros he descubierto numerosos tesoros y también dos o tres despropósitos más. Para empezar, el último: ¿Cómo es posible que la mayoría de las casas que producen Jerez no vivan de esta bebida que es única, de este gran vino singular, sino de licores pegajosos de todos los colores (artificiales) posibles y de Brandies monótonos, que en todas partes sirven demasiado calientes y en copas absurdamente grandes, y que no siempre son buenos? Sólo recuerdo dos excepciones: el Brandy que tuve el honor de disfrutar a la mesa del alcalde de Jerez, especialmente elegido para él, con lo que ha demostrado que no sólo brilla como corredor de fondo, sino como conocedor de vinos y licores, y el Brandy que degusté directamente de la barrica en la bodega de Emilio Hidalgo. ¿Cómo es posible que todos los vinos superiores sean cada vez más caros, pero el Jerez, a pesar de su complicada elaboración, siga siendo igual de baratísimo aunque suba el precio de la uva, lo que obviamente lleva casi a la ruina a algunas Casas?
Donde dormitan tesoros únicos
¿Cómo es posible que un mundo que se despedaza por los grandes vinos como jamás se había visto en la historia del vino ignore productos tan exquisitos y únicos como los viejos vinos de Jerez: Oloroso, Amontillado, Añada, pero también los vinos de Pedro Ximénez (rara vez realmente buenos, pero cuando lo son, francamente trastornadores), ignorados no sólo por los potenciales compradores, sino también por sus productores?
Pues en casi todas las bodegas visitadas dormitan tesoros únicos, que obviamente se siguen produciendo pero que (aparentemente) tienen una demanda cada vez más restringida. Esto me parece, permítanme la frase, sencillamente imposible. Pues quien haya mojado los labios una sola vez en un gran Oloroso, prontamente apartará el Whisky y el Coñac que, como mucho, lo aventajan en la ardiente fuerza limpiadora, pero ciertamente no en la plenitud y complejidad aromática. Y quien haya probado sólo una vez una única copa de un Jerez de Añada como sólo produce González Byass, al parecer, aunque en ediciones miniatura que más bien recuerdan a caballos de batalla que a la vinificación profesional, no podrá comprender por qué no se apuesta más por productos tan nobles, que se yerguen en el mundo como únicos que son. Porque Jerez, y de ello estoy completamente convencido, está destinado a ser grande o morir. Jamás soportaría la mediocridad. Por ello, déjenme terminar enumerando algunos de los tesoros que tuve el placer de catar durante mi estancia, y que son extraordinarios patrimonios culturales del vino. Y al hacerlo, perdónenme mi paladar habituado a los grandes vinos de Burdeos y Borgoña, al que, por lo general, le gustan más los viejos Olorosos llenos y opulentos que los Amontillados que, aunque increíblemente especiados y misteriosamente aromáticos, frecuentemente también son extremadamente secos, duros e incluso amargos: son vinos para aficionados incondicionales e introvertidos, pero difícilmente para un público más amplio.
Mis preferidos
Oloroso Covadonga
Marqués de Real Tesoro
Suave y lleno, especiado y deliciosamente largo.
Un gran vino, tan lleno como elegante.
Amontillado La Sacristía
Sánchez Romate
Extraordinariamente especiado en nariz y de gran elegancia y raza en boca. Uno de los pocos amontillados que no tiene un final amargo.
Oloroso San Raphael
Bodegas Barbadillo
Oloroso ligeramente dulce, con un 20 % PX, ardiente, lleno, seductor, opulento.
¡Sustituye a un Brandy o a un Coñac!
Rare Oloroso BC 200
Osborne
Un vino altamente complejo, seductor, suavemente lleno con un final ardiente y temperamental y una agradable nota de amargor bien integrada.
Uno de los más hermosos entre los vinos degustados.
Oloroso Apóstoles
González Byass
Aromas altamente complejos
y seductores de bollería, praliné y nueces; lleno en boca, suave y refinado a pesar de su vestigio dulce.
PX Noé
González Byass
Tiene una fantástica nariz con aromas de fondo, en boca un abocado suave, oleoso y sin embargo discreto, con un final muy largo.
Para dormir, tomar la medida de un dedal.
Añada 1969
González Byass
Aromas de increíble finura, sofisticado y elegante, con una longitud prácticamente increíble, que parece no querer acabar nunca. Un vino de ensueño: casi lo mejor que he bebido en mi vida.