- Redacción
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- 1997-12-01 00:00:00
Volando bajo, sobre la Ribera del Duero, hemos visto las concentraciones de viñedos y la actividad febril de la zona. También hemos comprobado los desastres de la helada de mayo que ha diezmado la cosecha de este año. A pesar de ello, la Ribera se siente en forma, y la aparición en este mes de Diciembre de sus reservas del 94 representan para ellos una auténtica mayoría de edad.
Despegamos con nuestro globo desde el famoso “Coso”, la plaza medieval y emblemática de Peñafiel. El viento nos lleva directamente hacia la mole impresionante del castillo. Abajo se distinguen las hileras simétricas de un viñedo precioso y bien cuidado: el Pago de Carraovejas.
Nuestro globo es toda una metáfora. Al igual que nosotros, la denominación de origen Ribera del Duero hace tiempo que ha despegado. Viajando por Francia, charlando con enólogos y sumilleres, todos nos preguntan con curiosidad por estos vinos. En Vinexpo, la macroferia de Burdeos, docenas de personas se adentraban en el stand español con la intención de catarlos. En España no hay restaurante que se precie, desde el más modesto al de mayor postín, que no los acoja en su carta, a pesar de los altos precios que alcanzan algunas marcas y añadas. Y hasta el aficionado espera con curiosidad a que salgan en este mes de Diciembre los reservas del 94, muchos de ellos los primeros reservas que algunas nuevas bodegas pondrán en el mercado y que, en conjunto, representan la mejor ofensiva de esta denominación.
Aún recuerdo una conferencia-presentación que dió Javier Zaccagnini, gerente de la D.O., en 1994. Anunciaba muy serio que su objetivo, a medio plazo, era que cualquier aficionado al vino de calidad pudiera pedir, con la seguridad de encontrarlo, un Ribera en cualquier buen restaurante de Nueva York, Londres o Tokio. Creo que la mayoría de los asistentes a su conferencia esbozamos entonces una sonrisa incrédula.
¿Qué se había creído? Cierto que en la Ribera se elabora el Vega Sicilia, el vino español de mayor prestigio y proyección internacional. Cierto que el Tinto Pesquera había tenido una extraordinaria acogida internacional, sobre todo en Estados Unidos. Cierto, también, que un grupito de bodegueros había hecho una apuesta decidida por la calidad. Pero poco más. La cruda realidad de la Ribera del Duero es que la mayoría de sus elaboradores son campesinos “de boina”. Disponen de una uva autóctona de gran calidad, la Tinta fina, variante local de la Tempranillo; unos suelos que se extienden en suaves lomas junto al río, muy calizos y poco fértiles; y un clima moderado de influencia atlántica. La mayoría elabora de la forma tradicional que aprendió de sus abuelos, que es un estilo más cercano al bordelés que al riojano, buscando especialmente que el vino sea pleno de color, potencia, estructura y sabor. Pero su estructura económica sigue dominada por las cooperativas, no existen grandes empresas, y la mayoría se ha limitado a hacer unos vinos jóvenes poderosos que se han vendido bien y a buen precio en el mercado español, pero sin pasar la reválida de las potentes crianzas, de los vinos de reserva. Tokio queda muy lejos.
Desde nuestra atalaya privilegiada del aerostato pronto observamos que la mayor concentración de viñedos está en torno a Pedrosa y Roa; gran novedad, porque hasta no hace muchos años el viajero que atravesaba sus tierras por carretera apenas acertaba a ver algún viñedo desperdigado aquí y allá. La Ribera no puede superar las 15.000 hectáreas, poca cosa para una D.O. que pretende una proyección mundial. Los bodegueros lo saben. Por ello, están ampliando con prisas el volumen de cultivo hasta llegar al cupo máximo asignado, en la idea generalizada de que hay que dar prioridad al propio viñedo frente a la incertidumbre de la uva comprada a los agricultores. Mejor comprarles la tierra que la vendimia. Junto a los viñedos viejos, en vaso, orgullo de la zona, de escasa producción y alta calidad, aparecen nuevas plantaciones en espaldera, que tardarán al menos tres o cuatro años en entrar en plena producción.
Cuando sobrevolamos el viñedo y la bodega de Viña Pedrosa, los tres hermanos Pérez Pascuas y José Manuel, hijo de uno de ellos, a la vez que enólogo de la casa, salen a saludarnos agitando la mano. Aprovechamos entonces para perder altura, y un viento rasante fuerte nos obliga a aterrizar bruscamente. Ningún aterrizaje forzoso en la historia con un final más feliz: piloto y periodistas aprovechamos para reponernos con un vino acogedor en compañía de los Pérez Pascuas.
Dentro de lo que cabe, y del desastre de los hielos pasados, ellos están satisfechos. El 8 de mayo había caído la helada que destrozó o redujo a la mitad la cosecha de Ribera del 97. En la zona de Pedrosa, el frío despiadado fue menos cruel, pero en Roa, Gumiel del Mercado, la Horra o Sotillo ha provocado un auténtico desastre.
Ana Martín, la joven y brillante enóloga que elabora el Marqués de Velilla, intenta ser optimista, aunque sabe que la producción de su bodega, como la de casi todas las demás, no alcanzará a la mitad de la del año pasado. Íñigo Manso de Zúñiga, de Bodegas Valduero, mira con desesperación sus magníficos campos asolados por la helada y una tormenta de pedrisco posterior que le redujeron drásticamente la producción del 97. Desde allí despegamos en otro salto de globo. Nada mejor que la perspectiva que ofrece la altura para comprobar que el vino es la actividad económica más sólida de la zona. El paisaje aparece salpicado de construcciones y obras que no son otra cosa que bodegas, muchas de ellas muy lujosas, en medio de los viñedos. De cinco bodegas, Teófilo Reyes, Grandes Bodegas (Marqués de Velilla), Hermanos Sastre, Valduero y Condado de Haza, visitadas en un día, las cinco estaban construyendo una bodega nueva para sustituir a la vieja y obsoleta instalación. Todos están invirtiendo, en tecnología, en instalaciones y en barricas, prueba irrefutable de que detrás del paisano de la boina entrañable, maestro en hacer vinos, hay empresas y bancos dispuestos a correr riesgos.
Fotos: Heinz Hebeisen
Texto: Enrique Calduch