- Redacción
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- 1998-04-01 00:00:00
Representan la esencia de la Ribera del Duero. La historia de la familia Sastre podría ser el retrato robot de muchas familias de viticultores y bodegueros de esta tierra. seguir su trayectoria es casi como un cursillo, es la forma más fácil de entender por qué la Ribera del Duero se ha convertido en tan pocos años en la denominación de origen más de moda y más pujante de todo el panorama vinícola español.
Todo empezó con el abuelo de los Sastre, un campesino de La Horra, Burgos, a ocho kilómetros de Roa de Duero. Entre unas parcelas y otras, repartidas aquí y allá, juntaba, antes de la Guerra civil, una treintena de hectáreas.
En esas treinta hectáreas cultivaba trigos, avenas y, por supuesto, vides. El abuelo Sastre era para la época un campesino rico que tenía plantadas, en vaso, cepas de la uva de siempre, la Tinto Fino. Elaboraba vino en su lagar y lo vendía. Como aquello resultaba muy trabajoso, cuando surgió el movimiento de las cooperativas vinícolas, inmediatamente se apuntó como socio fundador de la de su pueblo, la vieja Cooperativa de La Horra, porque tenía mucha uva que entregar.
Su hijo Rafael Sastre a los doce años ya andaba podando y vendimiando. Subía al Pago de Santa Cruz a arar con mulos o “machos” como los llaman en esta tierra, los marcos en los que crecían las cepas. Ahora, en 1998, sigue subiendo. Tiene 65 años y asegura reconocer cada cepa de este viñedo que plantó su padre, cuando el contaba solamente con tres años de edad. Las cepas del Pago de Santa Cruz, de 57 años de antigüedad, producen pocas uvas, pero las que fructifican son una bomba de concentración y extracto: la mejor materia prima con la que puede soñar una bodega. La empresa Hermanos Sastre fue fundada en 1991 pero dispone de uvas propias de 57, 40, 30 años de antigüedad. Un fenómeno, clásico de la Ribera de Duero, muy difícil de encontrar en otros pagos. Viticultores de toda la vida, con viñas de toda la vida, tienen todas las bazas para salga un buen vino.
No siempre fue así de bien. En los años sesenta o setenta en la Ribera solo se elaboraban vinos rosados, y prácticamente todos se hacían en cooperativas. El precio de la uva era bajo, por lo que compensaba arrancar las cepas y plantar cereal. Pero tampoco era fácil en esta zona de La Horra. Aquí los ingenieros del Ministerio de Agricultura nunca consiguieron hacer la concentración parcelaria.
Rafael Sastre, poco después del nacimiento de su hijo mayor, Pedro, compró la casa de Teófilo Reyes, uno de los nombres míticos de la Ribera, que por entonces se trasladaba a la zona de Valladolid. Decidió que aparte del negocio de la venta de uva a la cooperativa necesitaba ayudarse con algo más, y se metió a pescadero. Toda una paliza, atender la pescadería y cultivar la tierra.
Pronto su suerte iba a cambiar. En los años ochenta la Ribera se convierte en un Eldorado. Comienzan a aparecer los nuevos vinos tintos, las marcas emblemáticas, la denominación de origen. Los Sastre, padre y dos hijos, se sientan en cónclave. De repente sus viñedos valen una fortuna y el precio de las uvas se ha triplicado. Otras familias de campesinos con viñedos, como ellos, se han lanzado a producir vinos por su cuenta. Tienen materia prima, son expertos en viticultura, y aunque es cierto que se necesita dinero para invertir, las tierras son buenos avales. En 1991 se separan de la cooperativa y fundan las bodegas Hermanos Sastre.
Comienza la aventura
Con ahorros y préstamos bancarios ponen en pie una minibodega, compran una pequeña prensa, un par de depósitos de acero inoxidable y algunas barricas de roble americano; lo ponen todo junto en una especie de nave-almacén y comienzan la aventura. Etiquetarán con el nombre de Viña Sastre. En el 92 elaboran su primera cosecha, escasa y casi de prueba. Contratan a Ayuso, enólogo de la cooperativa, para que les eche una mano con los controles analíticos. Rafael y su hijo Jesús se encargan de la tierras y viñas, mientras que Pedro mantiene la pescaderías y se lanza a la comercialización. Comienza por Segovia y le sonríe la fortuna. El grupo de sumilleres y restauradores de la ciudad del acueducto se interesa por su vino y le prohijan.
Las cosechas del 93 y 94 son escasas, la del 95 es un poco más voluminosa, y en el 96 sacan al mercado 160.000 botellas. Realizan un vino estructurado, potente, frutoso y cargado de nervio y personalidad. Se arriesgan, suben los precios y cruzan los dedos..., pero lo venden todo. Ha llegado la hora de entrar en la segunda fase. Pedro cierra definitivamente la pescadería y se lanza al mercado de Madrid y al nacional. Mientras, se solicitan nuevos créditos, avalados ahora no solo por las fincas sino también por la producción de vino de calidad que se vende. En estos momentos están construyendo una auténtica bodega con una capacidad para 300.000 botellas.
En un pequeño cerro, en la linde con las tierras de Roa, Rafael está podando, calzado con zapatillas de casa y camisa de trabajo. Asegura que reconoce cada cepa de este pago que llaman Valdelayegua, de siete hectáreas, y las de Santa Cruz, un poco más allá, de cinco hectáreas. Jesús, el otro hermano, está en el pago El Santorio, de cuatro hectáreas. Su propiedad está repartida así, hasta las 38 hectáreas totales. “Cada finca es diferente, explica Pedro; en Valdelayegua la tierra es muy arcillosa, una tierra que aquí llamamos “dulcedad” que es la mejor, pero Santa Cruz tiene también muy buena tierra con viñas más viejas”.
Vinos de terruño
Los Sastre están pensando dar otro salto en la modernidad y diferenciar los pagos y los terruños. Actualmente comercializan sobre todo sus dos estrellas, el Viña Sastre reserva del 94 y el Viña Sastre Pago de Santa Cruz crianza del 96, vinos que se venden en bodega a 2.500 pesetas más IVA. Pronto aparecerá el Valdelayegua.
Las guías vinícolas les asignan altas puntuaciones, los críticos les elogian, en la reciente Alimentaria les han llovido las propuestas, en Suiza les quieren comprar vino “en primeur”... Los Sastre se miran unos a otros entre sorprendidos y felices. En seis años se han puesto en la cresta de la ola de la pujante Ribera de Duero y da la impresión de que todavía no han salido de su asombro. Forman una pequeña bodega que lo tiene muy claro. Recuerdan al abuelo y palmotean cariñosamente en la espalda al padre, gracias a que resistieron la tentación de arrancar las cepas y siguieron trabajando como viticultores en los difíciles años en que resultaba poco rentable. Ahora ha llegado para ellos su premio.
Muchas bodegas de la Ribera están presididas por un cuadro o una foto del abuelo al que todos miran agradecidos. Nunca imaginaron aquellos modestos viticultores hasta qué punto la prosperidad de sus nietos se debería a su apego a las tradiciones.