- Redacción
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- 2005-12-01 00:00:00
Gracias al terruño, los vinos adquieren su más acusada y auténtica personalidad. La tierra es el sustrato no sólo necesario, sino fundamental para que un vino tenga nombre. Es su verdadera seña de identidad. Si se consulta el Gotha de los mejores vinos del mundo, sorprenderá que la inmensa mayoría son vinos de terruño. O si se quiere, grandes «cru», «domaines», «clos», «vigneti», «quinta»... ¿Y en España?. Lo primero es lamentar que todavía no tengamos ningún vino en esa aristocrática lista. Y no por falta de posibilidades. Es más, a «terruños» no hay quién nos gane. Pero es que entre nosotros ha imperado una pobre, timorata, o interesada visión homogeneizadora, granelista, «industrial» en el peor sentido de la palabra. Y digo en el peor, porque hay vinos «tecno-industriales», al estilo Michael Rolland, que se han encumbrado al olimpo de los mejores vinos del mundo. Gracias, entre otras cosas, al efecto Parker. Por ejemplo, según este gurú norteamericano, Australia, un recién llegado, vamos, tiene ya 14 vinos puntuados con 100, que es la perfección. Suponiendo que tal cosa exista, más allá de la su dimensión «teleológica». O sea, una meta que nunca alcanzamos. Pero a lo que vamos: 14, Australia, una decena, California, más de 100, Francia. Así es como están las cosas. Sin embargo, algo está cambiando en nuestro conservador mundo vitivinícola. Una revolución sin precedentes comienza a extenderse por nuestros viñedos desde que el enólogo comprendió que el vino nace en la cepa, se fue al campo, cató la uva, y se enamoró del terruño. No son muchos, pero ahí están. De algunos hablamos más adelante. Por ahora son un puñado de soñadores, con fino olfato -nunca mejor dicho- que saben por dónde sopla el viento. Tal vez, por eso, comienzan a proliferar los vinos «de pago». En algunos casos, una calificación gratuita, lo cual no deja de ser un contrasentido. Me refiero a que los parámetros por los que debe regirse un vino de terruño, finca, pago o viña, no se cumplen siempre. Prima lo comercial sobre lo vitivinícola. Tema serio, pero que no es el que ahora nos ocupa. Quiero hablar de la gran paradoja española: hacemos mayoritariamente vinos, en los que lo importante es la zona, mejor si es una Denominación de Origen prestigiosa; o la marca, si la empresa es poderosa comercialmente. Pero casi nunca se tiene en cuenta lo primordial, el terruño, que es lo que puede aportar más valor añadido, La culpa fue de la filoxera En efecto, cundo el temible bichito, en su imparable avance hacia el sur, arrasó el siglo pasado los viñedos franceses, se impuso en nuestro país un estilo de vino uniforme, destinado al granel, de mucho cuerpo, grado y color, para satisfacer la gran demanda de vino en el vecino país. La personalidad era un peligro para colar nuestros vinos al consumidor francés. Ese es el lado feo. Paro también hubo aspectos muy positivos. En primer lugar, creció notablemente la riqueza agrícola y abrimos mercados; luego, la necesidad de elaborar bien impulsó la incipiente enología y se mejoró el cultivo. Aunque aquí hay que señalar la dramática desaparición de las variedades difíciles y poco productivas, aunque su vino pudiera ser de gran calidad. Una inapelable selección natural que eliminó a quien no rendían lo suficiente. ¿Les suena? Fue así como empezamos a ir contra natura. La impresionante riqueza y variedad vitivinícola española se alteró seriamente para satisfacer los mercados internacionales. El ejemplo más claro de esta desdichada política es Cariñena, donde la uva autóctona que le da nombre casi ha desaparecido en favor de la Garnacha. El vino se convirtió en algo bronco, vulgar. Qué maravilla de cepas de cariñena tendríamos ahora sin esta despiadada reconversión. ¡Y qué tintos! El paradigma riojano Otro caso aleccionador es el de Rioja, donde el vino de crianza, modelo para el resto de las zonas, se ha basado históricamente en un perfil idéntico, el popular «gusto a rioja», logrado con la mezcla de uvas y vinos de las distintas subzonas de la Denominación de Origen. Era la famosa y estéril polémica sobre la «tipicidad» que, al contrario de lo que a muchos pueda parecer, no significa «personalidad», ni «terroir», sino uniformidad: vinos ligeros, finos, con notable oxidación y elevada permanencia en madera muy usada. Ya prácticamente nadie discute que el vino riojano gana cuando se respeta su lugar de origen, y alcanza la gloria cuando se basa en el terruño, y sólo en el terruño, como han demostrado Calvario, Contador, El Bosque, San Vicente, El Puntido, Contino, Valpiedra, Pradolagar, El Pisón... Una lista que no cesa de crecer. Sorprende que durante tantos años, y en gran parte todavía, en la Rioja Calificada se tuviera por seña de identidad una monotonía gusto-olfativa que muchas veces hace imposible distinguir un vino de otro. Esta falta de personalidad, de respeto al terruño, es un disparate en una zona con una impresionante variedad de terrenos. Pruebe a realizar un viaje a lo largo de los cien kilómetros de esta prestigiosa Denominación de Origen. Le maravillará el laberinto riojano de suaves colinas, donde el terreno se desliza en estratos fascinantes, y el sol juega al escondite con las sombras del viñedo, mientras el Ebro, la vena enológica más importante de España, evapora sus aguas siempre frescas, para crear, protegido de los vientos fríos del norte por Sierra Cantabria, un mosaico de microclimas. He aquí el misterio de una zona vitivinícola donde el vino semeja un caleidoscopio, logrado felizmente con el repetido y siempre nuevo juego de un varietal prodigioso: la uva Tempranillo. Esta diversidad se manifiesta con toda su crudeza en los distintos tipos de suelo que hoy soportan el cultivo de la vid: terciarios, de composición arcilloso-calcárea, formados por calizas, margas y areniscas, componiendo una serie de glacis y terrazas . Se le denomina «cambisol cálcico, o pardo calizo», y de alto contenido en carbonato cálcico, evolucionando hacia suelos rojos por efecto de la erosión. Son profundos, más o menos cascajosos, y predominantes en la Rioja Alavesa. También hay suelos arcilloso-ferrosos en la Rioja Alta y Rioja Baja, y suelos aluviales, próximos a los cauces de los ríos, muy concentrados en la parte navarra de Rioja, así como en las otras regiones, que dan vinos más alcohólicos. El el país de las mil colinas Seamos sensatos. Un país como el nuestro, con una caída en picado del consumo de vino, que necesita ganar mercados internacionales, y donde el granel español es cada vez menos competitvo, tiene que optar por la máxima calidad. Y la calidad tiene un nombre: terruño. Por supuesto, deben seguir existiendo vinos comunes, baratos, junto otros más «industriales» -esta vez en el buen sentido de la palabra-, pero el futuro se juega en la gama alta. Y ahí, nosotros podemos ganar. Porque somos, por si se ha olvidado, un país eminentemente montañoso -el segundo de Europa después de Suiza- donde sólo hay que moverse medio centenar de kilómetros, incluso menos, para que el paisaje cambie bruscamente, el clima vire de lo continental a lo atlántico, o de lo mediterráneo a lo continental, cuando no se fusionan uno y otro en nuevas orgías climáticas. Miremos más en detalle. Tenemos terrenos volcánicos, cubiertos por el «picón» que actúa como un reservorio de agua y devuelve lentamente a la tierra la humedad acumulada en las noches de rocío, o cuando los vientos la traen a lomos de la nubes. Basta con visitar en La Palma la viña de Eliseo Carballo para entender la magia telúrica de su Malvasía. Lo mismo podría decirse de Lanzarote, donde generaciones enteras tuvieron que romper el vómito volcánico, profundizando a veces hasta 10 metros para encontrar tierra blanda. Hoyos de angustia que todavía asombran al viajero. Allí, la cepa desarrolla una raíz larga y poderosa que busca humedad y nutrientes. En Canarias tienen, además, el raro privilegio de que a sus islas no llegó la filoxera y el pie es franco. Un tema del que también tratamos en este número. La blanca dama Y del negro al blanco. Todo es luminoso en las tierras del «Marco de Jerez», bañado y bendecido por el color blanco: sus casas encaladas, sus vinos, procedentes todos ellos -incluso los de oscuro color, casi negro-, de la uva blanca Palomino y, en menor medida, de las también blancas Pedro Ximénez y Moscatel. Y sus tierras «albarizas», manto blanco donde la vieja cepa se baña en luz. El secreto de la peculiar calidad de los vinos jerezanos, junto a su elaboración por el sistema de «soleras y criaderas», se explica por la composición de las tierras que integran el llamado «Jerez Superior», las «afueras», que así también se las conoce, conformadas por roca orgánica, blanda y fuertemente caliza, que recibe nombres tan sugerentes como «Tajón», «Tosca», «Lentejuela», etc. según sea su contenido en carbonato cálcico. Se formaron a lo largo de los siglos por sedimentación de algas diatomeas. Como una esponja, absorben el agua de los escasos 70 días de lluvia, impidiendo posteriormente su evaporación cuando la vid tiene que enfrentarse con la mayor insolación de Europa. Escrito en la pizarra Y de vuelta al negro, nos vamos al Priorato, donde la naturaleza se ha mostrado particularmente dura. Este es un entorno difícil, ingrato, para el cultivo de la vid. Pero maravilloso si se quieren obtener vinos de prodigiosa mineralidad. Hoy en Priorato se elaboran auténticos vinos «de terroir», porque el terruño marca la diferencia. Se trata de suelos de la Era Primara, cuando la zona, al igual que la mayor parte de la península, estaba sumergida en el mar y recibía sedimentos aportados por los ríos, que formaron capas de arcilla con cientos de metros de espesor. En el Carbonífero se pliegan estas capas de sedimentos y afloran a la superficie, sufriendo, a partir de entonces, los fenómenos de erosión. Pero en la Era Secundaria, la zona vuelve a sumergirse en el mar, cubriéndose de nuevos sedimentos, formados por areniscas rojas y rocas calizas de valvas de moluscos. Luego, vendría un nuevo afloramiento de las tierras. Además, los plegamientos hacen que la roca madre se encuentre retorcida en ondulaciones caprichosas, laberinto de piedra y pizarra (licorella) que conforma fallas y numerosas grietas que albergan una capa freática bien aireada. Es en estas terrazas, con una profundidad de suelo de cultivo de unos 30 cm., donde se aferran las cepas, cuyas raíces penetran profundamente en las grietas para encontrar agua y nutrientes, por lo que no padecen nunca asfixia radicular. Por otro lado, como estos suelos son muy abiertos, las cepas se deshidratan con rapidez, y solamente las muy viejas, con más de medio siglo, han conseguido el equilibrio, con una producción escasa pero de una concentración única. De aquí, con elaboraciones muy esmeradas, saldrán los nuevos prioratos. La conjunción de fuerzas tectónicas de la naturaleza y la propia selección natural ha logrado el milagro. ¿Milagro? No, la labor pionera de unos iluminados, encabezados por el entrañable René Barbier, quien, buscando la tranquilidad «virgiliana» del campo, se encontró inmerso en el frenesí embriagador del vino sin concesiones. Todo estaba allí, sólo hacía falta verlo, escogerlo y elaborarlo de acuerdo a la mejor tradición enológica. Y es lo que hicieron. Como cantos rodados Y entre los extremos de la santa simplicidad del blanco y negro, el dorado camino del medio. Hablo de las castillas mesetarias, donde el terreno parece apedreado por un dios, tal vez Baco, indignado con los vinos elaborados en estas tierras, ni tan planas como se cree, ni tan iguales como se dibuja. Hay una Castilla de molino y secano, de tierras arcillo-calcáreas que sustentan a duras penas las cepas. Poca producción, poca calidad. ¡Esto sí que es una maldición! Pero fijémonos mejor, pues hay agua, mucha agua en estas tierras de horizontes sin fin. Y ríos que vertebran los cultivos. Por ejemplo, el Duero, que se extiende a lo largo de 115 kilómetros, con una anchura máxima de 35, y dibuja territorios muy dispares. De hecho, la ubicación de la bodega y viñedos de «Vega Sicilia» marca el lugar donde se conjugan todos los factores para que la Tinta del País alcance su mayor equilibrio y bondad. Y esa no es otra que la parte vallisoletana de la orilla derecha, entre Valbuena de Duero y Pesquera de Duero. Aquí, lo suelos pardo-calizos, de fácil labranza, resultan inmejorables para el cultivo de la vid. Se trata de tierras arcilloso-calcáreas, originadas en el Mioceno, que se ven afectadas por un clima continental, de inviernos largos y fríos, veranos secos y cálidos, primaveras fugaces y otoños tan frescos como delicados, con aportaciones pluviométricas de unos 500 mm. de media anual. Esta diversidad de terruños explica las diferencias entre un «Pesus» de los Hermanos Sastre, y un Hacienda Monasterio, donde Peter Syseck olfatea «terroirs», y tiene con su «Pingus» el record de precios. En la Castilla manchega todo parece regido por un mismo estereotipo: llanura, secano, nubes blancas en un horizonte azul y mucho calor. Eso en verano. En invierno, un frío tremendo que corta como el acero (toledano, naturalmente). Y vino, mucho vino. Por algo aquí el viñedo se cubrió de desmesura, batió records mundiales e impregnó el alma castellano-manchega hasta convertirse en la vena vital de su cultura. Pero Castilla-La Mancha muestra caras muy diversas. Por ejemplo, la ribera del Júcar. Este río tan verde se ocupa desde hace unos cuantos millones de años en hacerse un lecho precioso. Paisajes que se graban en la memoria junto al viñedo de suelos pedregosos como los que caracterizan a la nueva denominación «Ribera del Júcar». Sus viñedos se aferran, entre piedras, a los estratos calizos, cuando no se encaraman sobre grandes viseras de piedra. Podríamos seguir mencionando más tierras, más climas, más viñedos. En Galicia, Bierzo, Murcia, Alicante... Pero baste con esta somera paleta de contrastes. Y que cunda el ejemplo de quienes, con humildad, vuelven a la tierra. Y la madre les regala vinos irrepetibles. texto: carlos delgado (carlos.delgado@vinum.info) Fotos: Heinz hebeisen (heinz.hebeisen@vinum.info)