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Aprenda a conocer el burdeos

  • Redacción
  • 2005-12-01 00:00:00

Así escribía un viejo desconocido, y entre líneas se leía, por una parte, verdadera alegría de haber logrado entusiasmarse por los gozos y las sombras de la telaraña mundial, a pesar de su avanzada edad de 43 primaveras, aunque siguiendo las instrucciones de su hijo de 8 años, experto en navegación cibernética; por otra parte, se percibía pura indignación por haber encontrado mi huella virtual precisamente en la Babilonia de los vinos. Ahora yo tengo que elegir entre dejar las viejas amistades tal como están y desaparecer en la Toscana (lo que, en sí, no es mala idea) o bien demostrarle al bueno del viejo Fritz o Fred que la cosa tampoco es tan complicada. Naturalmente, me he decidido por la última opción. Probablemente haya más que suficientes Fritz y Fred. ¿Por qué no ahogar siete de ellos de una sentada con un Gruaud Larose del 86, en beneficio de la comunidad enófila? Querida lectora, estimado lector, ya siento cómo su desprecio se desliza frío por mi espalda, lo cual no es precisamente desagradable teniendo en cuenta la temperatura de 45 grados centígrados de mi oficina, pero sí hace cosquillas y pica y quema aún más agujeros en mi orgullo, ya de por sí tan agujereado como un queso Emmental. Se dirán ustedes que quien se repite de forma tan redundante, posiblemente tenga algo que ocultar, y es que no sabe cómo empezar. Muy bien, de acuerdo. No se equivocan del todo. Bueno, por ejemplo se podría decir… sí, ¿quizá lo de los santos? Está Emiliano y Esteban y Julián y… ya lo ven, así es la cosa. Aún no son más que tres, y mi Franz ya tiene un problema. Claro que hay más de 50 nombres de Denominaciones (Appellations), que son zonas de procedencia, es decir, comarcas claramente delimitadas, un medio para adscribir el origen de un vino con la mayor exactitud posible, y poderlo garantizar; éstas en parte se solapan (un Pessac-Léognan siempre puede ser también un Graves, pero un Graves no es automáticamente un Pessac-Léognan), y hay distintas variedades de uva (CabernetSauvignonMerlotCabernetfrancMalbecPetitVerdotCarmenèreSémillon) y hay dos ríos y la margen izquierda y la derecha y Grands crus y Premiers crus que aún son más grandes que los Grands crus y los crus bourgeois y vinos de primera, segunda y tercera marca, y hay añadas de fincas que han vendimiado antes de la lluvia, por ejemplo Pape Clément 1964, por eso el Pape Clément del 64 es mucho mejor que el, ¡ejem!, Domaine de Chevalier, al menos si en ese momento se está en Pape Clément, porque en Domaine de Chevalier no quieren saber nada del asunto, y no es de extrañar, verdad, pues al fin y al cabo en aquella vendimia teníamos siete años justos, Olivier Bernard y yo… ah, ¿que no saben quién es Olivier Bernard? No, no es ningún santo. ¡Por favor, no lo mezclen todo! ¿Dónde me había quedado? Bueno, para más seguridad voy a abrir una botella de Chianti y me voy a tomar un buen trago largo. Ha funcionado. Porque se me acaba de ocurrir una pregunta que no deben perderse: ¿por qué demonios a ustedes les da exactamente igual si el vino que tengo en la copa, que no sólo es alegre y frutal, sino también agradablemente seco y anguloso, se ha vendimiado antes o después de las lluvias? ¿Por qué no me preguntan si se trata de un Chianti Classico o de un Colli Senesi o incluso alguno de la región de Rufina, y sencillamente quieren tomarse una copa también? ¿Por qué tengo que recitar al menos siete veces toda la historia de Burdeos sin equivocarme antes de que se me permita al menos mirar hacia una botella, pero puedo tranquilamente beberme media botella de este Chianti (no se preocupen, les daré un poco, he puesto otra botella a refrescar), y para ello no tengo que haber memorizado la fórmula mágica del inventor del Chianti ni conocer su nombre… Bettino qué más? Creo que realmente será mejor que oprima la tecla de la flecha y borre los últimos renglones y envíe a la abisal nada de los bits y bytes borrados a Ernst o Edgar con su estúpido correo, donde podrá quemarse hasta el juicio final de los ordenadores. Le está bien empleado. ¿Por qué tenía que importunarme y quebrar el código fuente de mi intocable mundo del vino de Burdeos? Sencillamente voy a hacer que nada haya sucedido y volveré a empezar desde el principio. Al principio fue la copa. (No está tan mal, ¿verdad?). En la copa había un vino maduro, de delicado aroma de frutillos y humo, centelleando chispas rojo granate. Detrás, a contraluz, el perfil de una botella. En la temblorosa luz de una vela leemos: Pichon Lalande 1983. (¡Quién no iba a desmayarse de la impresión!) ¿Qué concluimos? No, por favor, no empiecen ahora con la letanía del alto precio. Esta botella la compré hace 20 años con mi justísimo salario de músico pobre, y entonces era muy barata. No, el Pichon Lalande calculado en nanosegundos por mi Pentium IV representa un hecho que parece anacrónico en nuestro veloz mundo informático: los grandes vinos de Burdeos son lentos como tortugas, necesitan tranquilidad y tiempo, han de madurar con lentitud y sosiego. Y con ello empieza el verdadero problema. Porque lo complicado de Burdeos no son las denominaciones ni terruños ni variedades de uva ni toda esa maraña intelectual. En Borgoña o en el Piamonte y en el Rin ocurre lo mismo. Lo único verdaderamente complicado de los grandes Burdeos es estimar cuándo es el momento ideal para beberlos. Lo duradero… ¿Saben ustedes cómo se descubrió que los grandes vinos de Burdeos han de madurar durante mucho tiempo? Muy sencillo, porque no los pudieron vender. El culto al vino madurado no es un fin en sí mismo y mucho menos un concepto publicitario, sino más bien algo así como un capricho de la naturaleza, un inconveniente reinterpretado en ventaja, una debilidad declarada punto fuerte, una virtud nacida de la necesidad. Aquellos que, como yo, han crecido con zumos de frutas indescriptiblemente dulces y, después, con vinos que a los dos años ya se consideraban viejos y pasados, al dar el primer trago a un Grand cru maduro de Saint-Julien o de Saint-Émilion, sentirán cómo se sorprende su paladar, pero aún más si es un vino en plena fase de desarrollo, en la pubertad. «Éste tiene un sabor muy extraño», opinaba -en traducción libre- el londinense Samuel Pepys tras beber el primer trago de un gran Burdeos hace algunos cientos de años: era una copa de Haut-Brion, el primer gran Burdeos documentado por escrito. Ni mejor, ni peor, ni más frutal, ni más fogoso que otros vinos le pareció a Pepys el Haut-Brion, sino totalmente distinto, muy especial. Yo también he anotado para la posteridad en un diario mi primera experiencia con vinos de Burdeos maduros. Sólo que en los próximos diez mil años nadie se interesará por ello. Yo tenía 20 años y la botella, cuatro más. Era un Cru Bourgeois del 53 de Saint-Estèphe, regalo de un amigo (naturalmente robado de la bodega de su padre y, con ello, de garantizada calidad; sólo la fruta robada sabe realmente buena). El vino olía igual que el caldo de carne de mi madre y tenía un final de Camembert no del todo fresco. Pero de alguna manera me gustó, era tan distinto de lo que había probado hasta entonces, y aquel día cambió mi destino, pues donde todo lo demás amaba, mi subconsciente solo no podía odiar y me hizo madurar la decisión de seguir buscando con ahínco grandes vinos maduros de Burdeos. Cosa que he estado haciendo estos últimos 30 años. Ahora bien, con el vino me sucede lo que a Casanova con las mujeres. El que más me gusta es el que en ese momento tengo en la copa. Por ello, confieso ser partidario (no necesariamente por este orden) del Barolo capital (ah, el Sori Ginestra de Elio Grasso), soy un fan absoluto del Borgoña (oh, el Musigny de Mugnier, el Monthélie Les Duresses de Annick Parent, el Corton Bressandes de Faiveley), por no hablar de todos los blancos (mmm, el Puligny Les Pucelles de Leflaive, el Mersault Les Tilleuls de Javilliers, el Corton-Charlemagne de Bonneau du Martray), y amo sobre todas las cosas el Bandol, el Brunello y el Beaujolais. Y luego están los Chenin del Loira y los Weissburgunder de Baden (eh oui, amigos) etc, etc, etc. Pero en realidad, soy un defensor absoluto y oficial del Champagne, y cuando supuestamente me retire dentro de algunas décadas, no deseo otra cosa que una suscripción permanente al fino fresco de barrica. Pero el primer gran amor, qué le vamos a hacer, siempre ocupa un puesto muy especial, porque siempre despierta emociones más profundas que todas las aventuras vividas o soñadas después. Ah, el Giscours de 1970 con sus notas de frambuesa, sus taninos lascivos que parecen derretirse en la boca como los helados blandos que tengo la costumbre de comprarle a Karim en la estación de Zurich, que me los pone en torres tan altas que siempre tengo dificultades para mantener limpia la camisa recién planchada, hasta el punto de haberme visto obligado a cambiar el helado de fresa por el de vainilla, de manchas más neutras. Ah, el Palmer de 1966 con sus notas de grosella negra y zarzamora, y su ácido seductor. Ah, el Mouton de 1982 con sus taninos aterciopelados y sus deliciosas notas de puro habano. Ah, el Léoville Barton de 1988, con su encanto y su embriagadora elegancia. Pero una vez más: si es usted de esas personas a las que no les gustan los aromas y el sabor de un Burdeos maduro, no permita que le fuercen a participar en el cuerno de la abundancia. Manténgase fiel a sus principios y beba lo que le gusta. El gusto justifica los medios (o algo parecido). Pero hay una cosa que no debería hacer, y mucho menos por espíritu de la contradicción y sólo para jugarme una mala pasada (para esto sería más adecuado el foro en línea de Mario Scheuermann: www.talk-about-wine.de): abrir un gran vino de Burdeos en edad infantil y luego asegurar descaradamente que cualquier Merlot del Tesino o cualquier Cabernet de California saben mejor. Porque eso es rigurosamente cierto. Corriendo el peligro de repetirme: éste es el único problema que tienen los verdaderos grandes Burdeos. Sencillamente tienen que madurar y, por eso, durante un cierto tiempo, saben a poco o nada. Aunque soy bastante malo adivinando vinos, porque siempre tengo la copa vacía antes de que mis neuronas empiecen a preguntarse el qué y el cómo, ¿saben ustedes por qué casi siempre detecto el Burdeos en catas comparativas de grandes vinos de Médoc o Pomerol, en las que intentan engañarme introduciendo de contrabando mezclas de Burdeos italianos o chilenos, para que me arrastre a éstos y me retracte públicamente por fin? (Cosa que no hago, incluso cuando me equivoco, pues ¿qué culpa tiene el elefante de que yo no sepa distinguirlo de una cebra?) Lo que hago es señalar el vino que menos me divierte, y casi siempre acierto. Una hora después, es éste el vino que mis retadores se han bebido, probablemente pretendiendo así demostrar su disposición al sacrificio, y me dejan generosamente a la novia del pirata, que disfruto con deleite: prefiero ser magníficamente infiel que beber un Burdeos menor de edad, «Messing with the Kid» (¿Rory Gallagher?). Sí, querida lectora, querido lector, sí, queridas amigas y enemigos: los grandes Burdeos deben madurar, y los grandes Burdeos necesitan aire. Por eso, los aficionados y sobre todo las aficionadas a los grandes Burdeos necesitan… y una cosa les digo, el que haya leído entre líneas un solo matiz de misoginia, se equivoca de parte a parte, lo digo aquí y ahora: los verdaderos grandes catadores y sibaritas de los vinos de Burdeos son mujeres, y con ello de sexo femenino. Hacen exactamente lo que hay que hacer con los grandes Burdeos: los catan y disfrutan en silencio (que ya es difícil) y no participan a voz en grito, como nosotros los hombres, a todos los demás compañeros de cata lo que hay que oler y que degustar, no hacen alarde de conocimientos a medias, en este caso ni siquiera consideran necesario tener siempre la razón absoluta. Perciben, permiten que el vino actúe en ellas calladamente, se mantienen modestas, muestran respeto. ¡Hagan la prueba! En la próxima cena que acompañen de vinos de Burdeos, prohíban a los hombres abrir la boca y dejen hablar siempre primero a las invitadas femeninas, ya verán cómo la velada gana profundidad. Con esto espero haberme rehabilitado y puedo proseguir sin temer ataques con tomates podridos y rollos de cocina. ¿Dónde me había quedado? Ah, sí: por eso, como decía arriba, los aficionados y más aún las aficionadas a los grandes Burdeos necesitan tres cosas (además de un sacacorchos): una buena bodega, algunos decantadores seleccionados y mucha, mucha paciencia. Ay, ya me vuelven a hacer cosquillas las orejas por sus muchas objeciones, parezco un murciélago borracho. Evidentemente hay Burdeos que ya jóvenes son un placer, y también existen los que nunca son deleitables y los que tienen defectos y los sobrevalorados y muchos más. Burdeos es una región vinícola vital y además, muy extensa. Terruño, tradición y técnica se cruzan y gestan año tras año alegres bastardos. Hay fincas que declinan, otras que mejoran, otras obtienen resultados especialmente buenos y otras a las que una añada no se les ha dado bien, y años con más o menos sol, lluvia, viento y Parker. Con lo cual hemos llegado al color de los cordones de los zapatos de domingo del asesor financiero de la hija del jardinero del primo de la mujer del propietario de la finca: ¿por qué hacerlo sencillo, si también es posible hacerlo complicado? Mejor es recordar que los grandes vinos tintos de Burdeos, por lo general, describen una curva de maduración muy especial. Un Barolo, por ejemplo, sale al mercado alrededor de cuatro años después de la cosecha, prácticamente listo para beber. Un gran Burdeos, por el contrario, sale cuando aún duerme en la barrica. De esto se desprende un hecho tan sencillo como lógico: en el mes de marzo posterior a la vendimia, un vino de Burdeos debe ser agradable al paladar por primera vez, es decir, con motivo de la cata «en primeur» que año tras año atrae cada vez más gente a Burdeos, donde los châteaux les pagan la estancia, y a cambio catan en un tiempo récord toda la cosecha, les dan golpecitos joviales en el hombro a los temerosamente acechantes propietarios de finca, y les dan la enhorabuena por su último hijo, al que conceden las notas más altas, para después declarar a voz en grito en un furioso y mordaz artículo de fondo que Burdeos está muerto y enterrado. Lo que le pasa al Burdeos, parafraseando literalmente lo que Frank Zappa decía del jazz: «It is not dead, it just smells funny!», no está muerto, sólo huele raro. Es decir que, en el mes de marzo tras la vendimia, un Grand cru debe ser agradable al paladar por primera vez; si no, recibirá una mala nota y se venderá mal. Pero después dejan en paz al vino (gracias sean dadas a Baco), y apenas algún autor enológico se interesa por él: ya sólo atrae a los amigos y bebedores de Burdeos como nosotros, que con cada nueva añada calculamos melancólicamente si aún podremos disfrutar de este vino que hemos vuelto a comprar una vez más, a pesar de que año tras año, desde hace muchos, nos juramos que ésta sería la última vez, o bien serán nuestros descendientes los que disfrutarán bebiéndolo. Lo cierto es que, incluso en el caso de esta primera cita con el deleite, todo depende mucho de cada finca individual, y aún más del tipo de año. Los de 2000, por ejemplo, generalmente eran excelentes (en primeur) y también fáciles de catar, y así fue en todas las regiones. Contrariamente a los vinos de 2002 y de 2004, que resultaron mucho más heterogéneos, pero en algunas denominaciones no han salido menos grandes, y en algunos lugares concretos incluso más grandes. Poco antes del embotellado, los vinos alcanzan un nuevo punto álgido. Se perciben aún aromas de fermentación y fruta, la madera está presente, pero es muy fresca y agradable. Pero luego llega el embotellado, una intervención violenta a pesar de todos los progresos técnicos de esta operación, que vuelve el vino imbebible tras algunos meses y durante los siguientes años. Después la cosa se complica, pues ahora todo depende del tipo de cosecha y de cada finca individual. ¿Qué es la maduración? Por una parte, la lenta oxidación, el desarrollo de los aromas, la reducción serena de los taninos. Una constante es el alcohol, responsable de la impresión de plenitud, dulzor y densidad. Los años más grandes son aquellos en los que esta evolución se produce armónicamente. Entre ellos queremos nombrar, como siempre con ciertas restricciones, el trío 88, 89, 90 y 96 en el Médoc, el 98 en Pomerol y el 2000 en general: de estos vinos puede decirse que han de reposar hasta el sexto y octavo año después de la vendimia. En esta fase se pierden los aromas primarios, la madera define la aromática, los taninos resultan amargos y el cuerpo parece estrecho. Cuántas veces oigo hablar de sabor a corcho cuando se trata de un Burdeos en este estadio, o aún mejor por más elegante, hablar de «Brettanomyces» (una levadura responsable de cierto olor a pocilga, un tono erróneo que al menos suele ser más bien fugaz, que fue característico de muchos vinos de Burdeos de los años 70 y 80). Otros aromas citados con frecuencia en esta fase son cuero y sotobosque. Aproximadamente después del octavo a décimo año, estos vinos empiezan a abrirse por primera vez. Regresan los aromas frutales, los taninos resultan más llenos y redondos. Muchos amantes del vino prefieren los grandes Burdeos en esta fase, que puede durar entre cuatro, ocho o incluso diez años, pero siempre atendiendo a la premisa del trato adecuado, es decir, airearlos un tanto antes de escanciarlos, mejor decantándolos. En caso de duda, es mejor beberlo a esta edad. A continuación, la evolución continúa con frecuencia como una montaña rusa, con picos y simas. En este estadio es cuando más me gustan los grandes Burdeos, entre los 15 y los 30 años. Entonces poseen notas minerales y balsámicas, presentan matices de lilas y rosas, recuerdos de frutillos o membrillo confitado, aromas de boleto, trufa, regaliz. Los taninos poseen la máxima finura, ya no son angulosos, pero proporcionan volumen y estructura, y no hay modo de parar porque cada copa es una nueva aventura, el vino sigue en movimiento, evoluciona en la copa, y no hay dos botellas ni dos copas que sepan exactamente igual: una auténtica gozada. Más tarde aparecen las notas de caldo de carne ya mencionadas, anunciando el fin de la evolución. Lo bueno del gran Burdeos es que puede madurar en la bodega durante mucho, mucho, mucho tiempo. Siempre me sorprende la lentitud de los grandes (y menos grandes) vinos de Burdeos. Por eso, en el caso del Burdeos, nunca es necesario que cunda el pánico y que haya que vaciar la bodega rápidamente. Como ya hemos comentado, hay años en los que no puede aplicarse este guión. Y es que las cosechas vinícolas no se doblegan a las exigencias del texto ni a las indicaciones del director. Hacen lo que quieren, y eso es lo divertido de la cuestión. La añada de 1999 es una buena añada con una maduración no exagerada y un alto volumen de cosecha. El resultado es, generalmente, vinos con hermosos aromas frutales y cierto frescor, pero sin alcanzar la concentración definitiva. Con el correspondiente trabajo en bodega resultan vinos poseedores de una cierta elegancia. Gracias a su frutalidad se pueden beber ya, a la edad de cinco o seis años, pero pocos de ellos sobrevivirán este estadio, porque una vez pasada la fase frutal, la falta de concentración será perceptible a través de un final seco y áspero. Por consiguiente, el 99 es ideal para los amantes de vinos jóvenes que no por ello quieran prescindir del Burdeos. La cosecha del 97, por cierto, nos ha regalado vinos de bastante densidad y dulzor, en los que no obstante se extienden notas tanto de sobremaduración como de falta de ella. Hoy se presentan llenos, algo unidimensionales, pero francamente atractivos (lo cual sólo consigue consolarnos un poco por el hecho de que esta añada se vendió demasiado cara). A la cosecha de 1993, igual que la del 94, les falta la última maduración. Los del 93 del Médoc ahora suponen un enorme placer, pero los del 94 todavía no, los Pomerol del 93 es mejor habérselos bebido ya, los del 94 saben magníficamente ahora y se hallan en su punto óptimo, los Saint-Émilion de ambas añadas hay que írselos bebiendo todos poco a poco. Ya ven que lo verdaderamente complejo de los grandes vinos de Burdeos es el asunto de la maduración. Para que no se vuelvan ustedes a desesperar y terminen por decidirse a cambiarse al Chianti (yo, entretanto, he llegado a la cuarta botella, cada vez sabe mejor e inspira el doble al escribir a máquina), les hemos preparado en la página siguiente una pequeña selección. Tipología de los vinos de Burdeos Claro que podría haberme bebido algunas copas de Burdeos para escribir, porque existen Burdeos de todos los estilos posibles, desde ligeros hasta pesados, pero con ello habría alimentado la leyenda del esnob del Burdeos y habría decepcionado a mis amigos de la Toscana, que hace años se esfuerzan, con éxito creciente, por conferir al Chianti más tipicidad y carácter. La fórmula para calcular los estilos de los vinos de Burdeos es muy sencilla: finca _ cuvée _ añada. Pero también se puede simplificar. En el Médoc hay cuatro Premiers crus que caracterizan muy bien los cuatros puntos cardinales del estilo de vino bordelés. Latour: áspero, anguloso, denso, complejo, longevo. Mouton: lleno y jugoso, opulento y sensual. Lafite: la elegancia absoluta con una gran casta, noble y reservado. Margaux: pura sensualidad, atractivo inimitable, el máximo equilibrio y una exquisita frutalidad. Preguntar si el Margaux es menos denso que el Latour o si el Mouton es menos complejo que el Lafite es tan estúpido como preguntar si Bach es menos armónico que Beethoven o Beethoven menos melódico que Mozart. Pétrus pertenece a la escuela de Mouton, Ausone a la de Lafite. Cheval Blanc es otra interpretación de Margaux, Figeac es mucho Lafite y poco Mouton con un matiz de Margaux, Pichon Lalande es mucho Mouton y poco Margaux con un poco de Lafite, Cos d’Estournel es como el Figeac, pero con algo más de Margaux, etcétera, etcétera. La tipología de los vinos de Burdeos aún se vuelve más divertida cuando se aplica a las personas. Uno de mis divertimentos en mis ratos de ocio consiste en mirar a la gente y adscribirle un gran Burdeos. Por ejemplo, Ana B. es una Haut-Brion de un gran año, al principio inaccesible, reservada, muy lentamente sale de su reserva, pero cada una de las frases que pronuncia es precisa y correcta, se la escucha con admiración y el tiempo pasa sin que uno se dé cuenta, y uno lamenta tener que apartarse de ella en las altas horas de la madrugada. Werner K. es todo Montrose: un poco rudo, un poco tardo, pero cuando uno se llega a acostumbrar a su manera de hablar, se da cuenta del talento que tiene, de cuánto humor y profundidad hay en sus palabras. Klara R. es enteramente Haut-Bailly, llena de encanto y… pero estoy empezando a divagar, como siempre. ¿Para qué me sirve conocer la complejidad de los grandes Burdeos? No, no para impresionar ni para dar a los que saben menos la impresión de que son ignorantes, puesto que cuanto más sé, más crece mi convicción de que no sé nada, en el vino como en la vida. El vino es un vector, un vehículo, un prisma en el que se refleja el mundo. Saber de la complejidad me ayuda a que la vida nunca sea aburrida, a que no sólo sea capaz de asimilar las impresiones visuales y acústicas, sino también las olfativas y hápticas, a que no sólo pueda disfrutar con el ojo y el oído, sino también con la nariz y el paladar. Cuando preparo un ágape alrededor de algunas botellas de Burdeos, mi primer pensamiento es para los invitados. ¿Qué características los definen, qué tipo de Burdeos les corresponde? ¿Ligero y fresco, complejo y maduro, lleno y opulento? Luego ordeno adecuadamente los vinos elegidos (ligeros antes de pesados, suaves antes de ásperos, sencillos antes de complejos, callados antes de ruidosos), y sólo entonces elijo los platos que armonizarán con ellos. Burdeos con estilo Para cada plato, para cada clase de ágape, naturalmente, existe un determinado tipo de Burdeos, tanto si es rústico o festivo, ligero o pesado, picante o suave. Una vez más: hay vinos de Burdeos de todos los colores, picantes o dulces, en cada nivel de precios, de cada estilo. Un Burdeos sencillo acompañando pasta fresca es algo magnífico, un Côtes de Castillon es un excelente maridaje para la pizza, un Burdeos clarete acompaña maravillosamente la paella, etcétera. Pero ahora estoy escribiendo aquí sobre los grandes, legendarios, únicos y singulares Burdeos tintos, y éstos se deberían tratar con algo más de criterio. Incluso un Sociando-Mallet, un Branaire Ducru o un Pontet-Canet, es decir, vinos que poseen cierta estructura y dureza, bastante casta y aspereza y mucha presencia, comparados con la media de los vinos que hay en el mundo son vinos más bien discretos, de estructura delicada. Por eso, los Burdeos no se pueden disfrutar en vasos de plástico, tanto en sentido literal como figurado. Una y otra vez he intentado servir grandes Burdeos al aire libre. Pero siempre queda la impresión de que algo se pierde. Incluso si saco mis mejores copas de Burdeos y decanto los vinos hasta el límite máximo, o al contrario, si los sirvo de modo excepcional directamente de la botella, incluso si intento que combinen con más precisión de la habitual los manjares, el vino y los invitados: tengo la sensación de que el viento se lleva de la copa los ligeros aromas de los vinos, como si sobre los taninos se extendiera un manto de nubes, como si hubiera caído lluvia en el vaso, diluyendo las impresiones. Algo que no temen ni un gran Borgoña, ni un Brunello, ni un Cabernet del Nuevo Mundo, pero tumba a cualquier gran Burdeos. Con un Pichon Baron, un Lynch-Bages, un Beauséjour-Bécot sucede como con la ópera: en pantalones cortos grunge y camiseta de camionero sin mangas, sencillamente no me divierte «Blancanieves» de Holliger y mucho menos «Don Giovanni» de Mozart. Para eso saco del armario la camisa blanca y mi único traje de Pierre Cardin e invierto, si es necesario, hasta media botella de Pétrus en el vestuario de mi acompañante. Lo que quiero decir es que un Burdeos, para ser verdaderamente grande, necesita algo de estilo; al fin y al cabo, también bebemos con los ojos. Ahora ustedes naturalmente objetarán que Claudia Schiffer también sería muy guapa vestida con cualquier trapito de mal gusto de color rosa con lunares verdes. Y también en esta ocasión comparto su opinión. Apostaría doble contra sencillo: un Screaming Eagle sabe igualmente bien bebido en vaso de plástico o servido en una copa Riedel soplada especialmente para él, calculada con exactitud y medida con precisión. Pero es que no estoy hablando de la estética publicitaria de formato internacional que llama la atención de todos, sino de unos encantos más discretos y misteriosos, esos que hay que sondear durante años sin desvelar jamás enteramente su misterio. Y tales bellezas necesitan la mejor luz, el vestido adecuado, el entorno bien elegido. Comencemos con la selección de los platos. «Let’s do the music and not the background», decía John Coltrane antes de iniciar un solo de 20 minutos. Los grandes Burdeos son solistas, ¿pero qué serían sin buenos acompañantes? ¿Qué sería el gran John sin el delicado Tommy Flanagan al piano? Por eso intento acomodar el plato al estilo del vino, pero siempre sólo en un 80 por ciento de su intensidad. Serviría un Pichon Lalande maduro, por mí la última botella del 83 mencionada al principio, aireado muy poco tiempo en un decantador estrecho, acompañado de un cremoso Gratin Dauphinois con las patatas hechas exactamente en su punto de modo que no se deshagan, y delicadas pechugas de perdiz cuya carne aún no haya perdido el color rosa acompañadas de una salsa de vino tinto montada con un poquito, verdaderamente sólo un poquito, de mantequilla. El Clos du Clocher del 95 pierde toda la pesadez que, como ya se sabe, caracteriza a esta añada, si lo presento acompañado de un jugoso pato a la naranja con guarnición de arroz. Un Figeac del 89, desde la fecha y durante los próximos tres o cuatro años, combinará espléndidamente con un hígado de ternera hecho al punto rosa. La audaz guarnición son coles de Bruselas al vapor, pues a diferencia del Figeac del 95 o del 88, el del 89 admite algo de amargor. Pero para que éste no domine, rehogo las coles de Bruselas hechas muy blandas en un poco de mantequilla con una pizca de azúcar (gracias por este consejo a Pascal Delbeck, padre adoptivo de Château Belait en Saint-Émilion), justo hasta que la verdura empiece a dorarse. ¿Complicado? No, sólo es cuidado del detalle. Y ahora les conmino a que me hagan un pequeño favor. Por lo que más quieran, no copien lo que les he preparado. Hagan caso omiso de mis ejemplos y modelos, pero a cambio hagan una cosa: degusten todos los grandes Burdeos con la atención que merecen, anoten sus impresiones, guisen las recetas, pero siempre sólo con el ominoso 80 por ciento de intensidad, y marquen pequeños acentos audaces y alegres a modo de contrapunto, el deje amargo para apoyar el dulzor del Figeac del 89, las notas de naranja que realzan de manera óptima el Clos du Clocher y tienen el éxito asegurado. No consideren nunca el vino en general ni la afición por el Burdeos como un asunto serio. La vida es divertida, y el Burdeos también. Los grandes Burdeos básicamente no tienen miedo a nada, siempre que se observe la regla del 80 por ciento. Sí, de verdad, insisto en ella. Los grandes Burdeos aguantan la cocina tradicional y la moderna, la exótica y la regional; el truco consiste en la elección de los ingredientes y su intensidad. El apio y la cebolla, empleados en dosis que no sean homeopáticas, son enemigos declarados de todo Burdeos maduro, y no digamos la col. Las verduras difíciles como la alcachofa y el espárrago sólo pueden combinarse con el Burdeos añadiendo algo de mantequilla y caramelo. ¿Saben ustedes por qué los maestros de la llamada Nueva Cocina prefieren acompañar sus creaciones con vinos al estilo del Beaujolais? Porque en ese caso pueden permitírselo todo en la cocina, pues el vino desempeña el papel del acompañante. Y con los grandes Burdeos esto rara vez funciona, si es que funciona alguna vez. La copa adecuada Sí, un gran Burdeos precisa la copa adecuada. Cuando empecé mi carrera de bebedor, se podía elegir entre unas horriblemente hermosas, o bien, para hablar con Heinz Rühmann como padre Brown, cálices hermosos-horrendos, que pesaban una tonelada, de cristal grueso y con dibujos de flores, la copa Napoli (al menos en forma de tulipán) o el estrecho embudo INAO, examinado y aprobado oficialmente, pero sólo adecuado para personas con la naricita de Cleopatra. Actualmente hay excelentes copas de Burdeos en todas las variedades posibles. Todas se orientan más o menos en la mejor copa de Burdeos que conozco: la de la serie «Vinum» de Riedel. Hemos examinado copas de la A a la Z. Todas tienen una forma bella, están perfectamente dibujadas, son de cristal fino, suenan limpiamente y sólo tienen un defecto: son gigantescas. Para llenarlas hace falta casi una botella entera de Burdeos. El volumen de las copas de Burdeos se basa acertadamente en un simple hecho que ya hemos mencionado varias veces: los Burdeos necesitan aire. Pero al mismo tiempo, sus aromas son tan volátiles que la abertura de la copa no ha de ser excesiva, para no perder los matices seductores. Además, una copa de curvas demasiado amplias, por ejemplo del tipo cáliz para Borgoña, se inclina sobre la boca de tal modo que los taninos resultan demasiado aireados y entonces caen sobre nuestros sensores gustativos como un proyectil de metralla sobre el chaleco antibalas de James Bond. De lo cual se deduce que una copa tulipán de amplias curvas es la más adecuada para los grandes Burdeos. Q.e.d. Lamentablemente, esto convierte a cualquier amigo del vino, por ascético que sea, en un alcohólico en potencia. Por ello, a partir de un cierto número de invitados, recomiendo en contra de mi conciencia y mi mejor saber un copa del tipo Chianti o Chardonnay o una copa para todo uso del tipo «Œnologue» de Cristal d’Arques. En mi lista de favoritas he incluido recientemente incluso la copa de cristal (algo demasiado) grueso, pero maravillosamente pasada de moda y soplada a mano de la Cristallerie Royale de Champagne (pueden verla en la ilustración de la página 62), oponiéndome a todos los avances de la ciencia del cristal moderno. Sencillamente me parecen preciosas, estables y difíciles de romper, cada copa es una pieza única y, además, tienen la ventaja de que se puede hacer feliz a un grupo de 15 personas con una sola boella. Para la aireación necesaria empleo el decantador adecuado. Aire para respirar Sin sacacorchos no es posible abrir una botella, sin copa no podríamos disponer de su vino, y sin un decantador es imposible extraer el correcto placer de un Burdeos. Antes de que adquieran una botella de un gran Burdeos, inviertan al menos en un decantador, y mucho mejor en tres. Si no decídase mejor por los Côtes du Rhône -no va en serio. ¡Amo, amo y amo los Côtes du Rhône!- Hace ya bastante tiempo que me sorprendía que algunos vinos dados a degustar en bodegas, directamente servidos de la botella, siempre me parecieran mejores que en mi casa. Hasta que Jean Bernard Delmas, el gran hombre de Haut-Brion, un día generosamente me aclarara el -lapidario- secreto. Antes de dar a catar un vino, él vertía el contenido de la botella en un panzudo decantador, enjuagaba la botella a conciencia y devolvía a ella el vino. Desde entonces jamás llevo una botella de Burdeos a la mesa o la someto a cata, si al menos no ha sido aireada durante un par de minutos: en el peor de los casos de la forma antes descrita. Esta nuestra despilfarradora sociedad de consumo tiene también sus ventajas: nos facilita cada día más el servicio de un gran Burdeos como debe ser, pues al igual que existen buenos catavinos también hay fantásticos, hermosos decantadores. La forma más sensata de decantar un vino la descubrí en el Château Branaire Ducru y no se la voy a ocultar. El Branaire no es un vino fácil y accesible; también yo he tenido problemas con él porque su final siempre se me mostraba duro, agresivo. El Branaire es un vino que precisa de una correcta oxigenación: no demasiada, tampoco escasa. Los propietarios de la bodega ofrecen sus vinos en catas verticales (catas de diversas añadas de un vino) en decantadores de varias formas: los vinos jóvenes se someten a gran ventilación, los viejos no tanto, de forma que los aromas se liberen y se afinen los taninos. Hágase usted pues, si lo desea, con un solo y excelente catavinos, pero al menos con dos, mejor tres decantadores. Uno amplio para bien ventilar vinos jóvenes (y si no impedir su apertura), uno mediano para una medida oxigenación de vinos de orgullosa edad madura, y uno cerrado para refrescar posibles brotes de la elaboración. En este sentido hemos examinado una gran cantidad de decantadores de grandes fabricantes (a quienes agradecemos su valiosa colaboración), todos ellos de un reconfortante alto nivel, y elegido para ustedes tres aptos especialmente para los Burdeos (¡y los que a mi me gustaron especialmente! ). Así, si todo lo que les he contado en las últimas páginas lo aprendieron de memoria para olvidarlo de inmediato, ahora saben ustedes más que yo sobre como escanciar los grandes Burdeos, y no necesitarán nunca más lamentar que les falle el acceso a los grandes Burdeos. Tampoco deberían creerme todo esto: me sentiré feliz y satisfecho si al abrir la próxima botella de Canon (¿cómo? ¿aún tienen un par del 88 en la bodega? ¿cuándo nos vemos?) la disfrutan con un nuevo y excitante deleite. ¿Y los Burdeos blancos? En el sector de los secos, hay muchos medianos y pocos verdaderamente grandes. Los blancos secos de Graves (o en su caso, Pessac-Léognan) ya se pueden beber en su juventud, debido a los métodos de vinificación empleados actualmente y a un abanico de variedades de uva en el que se favorece a la Sauvignon. Pero a partir del cuarto año después de la vendimia, también éstos se cierran y resultan estrechos, ásperos y de marcada madera unilateral. Sólo pasados ocho o diez años de maduración vuelven a resultar interesantes. Es difícil determinar la verdadera capacidad de maduración de los nuevos blancos. Yo he disfrutado de un Couhins-Lurton de más de 30 años que aún resultaba enormemente fresco, y un Domaine de Chevalier de los años 30. Pero estos vinos se hicieron bajo unas premisas muy distintas a las de hoy. Al mismo tiempo he de comprobar con admiración lo bien que se han conservado los primeros Smith Haut-Lafitte recientes, por ejemplo el del 94, que aún podrán seguir madurando, cosa que no hubiera creído hace diez años. Y sin embargo, hoy por hoy sólo dejaría madurar eternamente tres de los Burdeos blancos secos de los grandes años de vino blanco, a saber: Laville Haut-Brion, Domaine de Chevalier y Couhins-Lurton. Un capítulo aparte (y por ello objeto de un artículo monográfico) son los vinos dulces nobles que pueden madurar eternamente, como los Burdeos tintos. Lo mismo puede decirse de los vinos de los recientes años magníficos como el 97, 99 ó 2001, por los que hoy apenas nadie se interesa. Por el contrario, añadas como la de 2000 (y pronto también 2002) ya son agradables de beber. Se disfrutan del mismo modo que los llenos del 86 o del 88, 96 ó 90. Y quien aún tenga alguno del 83 en la bodega, es un tipo con suerte.

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