- Redacción
- •
- 2002-12-01 00:00:00
Rodrigar los brotes en primavera, vendimiar los racimos en otoño, descorchar la botella: en el vino hay muchas manos en juego. Las manos de Rafaele di Tuccio, a sus 58 años, están como dibujadas. Dibujadas por el duro trabajo en el viñedo. En sus innumerables surcos, arrugas y pequeñas heridas provocadas por herramientas, sarmientos, raíces o piedrecitas agudas, se reconoce el terruño de Apulia. La oscura mezcla de lodo y arena se ha incrustado hasta en las más diminutas ranuras, destacándolas a la manera de un relieve. Por mucho que se cuiden tales manos, nunca podrán ocultar que trabajan todos los días largas horas bajo el ardiente sol de Apulia. Tampoco lo pretenden. Claro que estas manos no responden al ideal de belleza que nos inculcan diariamente los reyes de la moda y la publicidad. Y esto resulta aún más evidente en contraste con la impecable camisa de rayas blancas y azules que Rafaele se ha puesto para nosotros, sus invitados. Pero, en el fondo, sus manos son mucho más hermosas que las inmaculadas. Porque lo inmaculado no expresa nada. Pero las manos de Rafaele se vuelven más fascinantes cuanto más tiempo se observan. Atraen la mirada de forma mágica. Parece como si cada surco de esta mano quisiera contarnos algo. Así surge, como un rompecabezas, la historia de un hombre que compró hace ocho años unas 44 hectáreas de tierras y una casa de campo completamente abandonada que, junto con su hijo, está restaurando paso a paso. Y todo ello, según nos asegura fehacientemente Rafaele, sin créditos y sin fortuna, sólo con lo que sus manos y las de su hijo ganan anualmente. Considerando cuán grandes son los edificios y lo pequeña que es una mano humana, se puede imaginar cuánto tiempo tardarán padre e hijo en alcanzar su meta. Y aún entonces, su finca no se asemejará a esos ostentosos edificios que se hacen construir los millonarios del vino del norte y del sur. Las manos son paisajes de la memoria. Revelan a las personas. Porque el lenguaje del cuerpo generalmente es más fiable que la palabra. Y las manos de los vinicultores nos dicen con asombrosa precisión qué relación tienen los hombres con sus vinos, si arriman el hombro personalmente en el viñedo y la bodega o si tienen más que ver con teléfonos, bolígrafos, copas y sacacorchos, es decir, con la dirección, filosofía y, en última instancia, si son los responsables del éxito comercial de una finca. No se trata de oponer lo uno a lo otro. Precisamente los grandes vinos tienen raíces tanto en el entorno filosófico, intelectual y cultural como en el manual: por una parte la idea, por otra la ejecución. En las fincas pequeñas, ambas cosas se funden en la persona del vinicultor. Las bodegas más grandes necesitan muchas manos para realizar la filosofía del patrón. Cuanto mejor es el vino, mayor es la parte de trabajo manual, lo que ciertamente también puede decirse de otros productos de alta calidad, como el queso de leche cruda y el aceite de oliva. Los vinicultores de vinos superiores precisan pocos medios más que sus tatarabuelos. Las manos reflejan el producto He visto y estrechado muchas manos de vinicultores que nunca olvidaré. Por ejemplo, la de Doug Bowen en Coonawarra, tierra de nadie del sur de Australia, a cinco horas de coche de Melbourne. Allí donde los gigantes del vino de Australia poseen inmensas bodegas industriales, él trabaja solo con su mujer Joy y su hija Emma, como una familia de vinicultores de la Borgoña. Era invierno cuando lo visité. Lo primero que me llamó la atención de sus manos fue la gruesa piel encallecida, con sus durezas y grietas, teñida de violeta oscuro. Según me contó, los callos eran del trabajo en la bodega, de hacer rodar las barricas, golpear los cierres de los tanques para abrirlos y enroscar las roscas de metal de mangueras y bombas. Y la coloración violeta se debía al Syrah joven, cuyos hollejos empujaba una y otra vez hacia el interior del mosto en fermentación durante semanas, ayudándose con pedales de madera. «Ven a verme en primavera, cuando estoy podando las cepas, entonces mis manos te parecerán muy distintas», me dijo. Y, naturalmente, también la mano de Jacques Reynaud de Château Rayas en Châteauneuf-du-Pape, fallecido hace cinco años. Un personaje obstinado, en el mejor sentido de la palabra, con una personalidad fuerte y original. Un hombre menudo de rostro fino y amable. Pero al estrechar su mano, llamaba la atención lo grande que era. Y el apretón de manos era como un tornillo de rosca. Siempre que pruebo una vieja añada de Château Rayas, recuerdo a aquel señor mayor, delicado pero cercano a la tierra a la vez, y su fuerte apretón de manos, cuyo vino encarna cualidades muy similares. Este paralelismo entre el patrón y su producto se halla también, aunque de manera totalmente diferente, en el caso de Ghislain de Montgolfier, el tataranieto del fundador de Bollinger y actual jefe de esta Casa de Champagne. Bollinger vinifica de forma decididamente clásica. Para las cuvées especiales «Grande Année» y «R.D.», los vinos naturales se vinifican en pequeñas barricas de roble. Y los vinos de reserva se guardan en botellas Magnum cerradas con corchos. Cuando Ghislain de Montgolfier habla de la ética y de la conciencia de tradición de su Casa o de sus vinos, sus manos huesudas, de aspecto casi delicado, hablan también. Se abren y se cierran para subrayar ciertas afirmaciones. A veces extiende los dedos, se agarra con una mano el dedo corazón de la otra, o se acaricia suavemente la barbilla con el dedo índice. Unas gafas sin montura y un traje vagamente marrón-verdoso, que le hace parecer más intelectual que negociante, también marcan sus apariciones. Así, a veces parece un profesor de Historia, un teólogo o un bibliotecario, revelando así de manera inconsciente precisamente esos rasgos de carácter que distinguen hace ya tiempo a la Casa Bollinger. El cuidado de las manos Pero no siempre somos capaces de enjuiciar las manos correctamente a primera vista. Hay que tener mucho cuidado con los juicios temerarios: aunque algunas sean de una belleza inmaculada, esto no significa que no realicen trabajos duros. Las manos de la sudafricana Carmen Stevens, a primera vista, parecen tan perfectas según el ideal de belleza clásico, que al principio creemos estar en presencia de una elegante embajadora del vino del departamento de relaciones públicas de la bodega Welmoed Winery en Stellenbosch (pertenece a la Stellenbosch Famer’s Winery, es decir, Distell). Pero tenemos ante nosotros a la primera bodeguera de color del país, que en los últimos años causó furor con vinos tan espectaculares como el Chenin blanc y el Pinotage, bajo la etiqueta de Tukulu. Paul Pontallier de Château Margaux considera a esta mujer de treinta años uno de los mayores talentos enológicos de su país. Ya ha trabajado en Burdeos y California (Simi-Winery) y ahora hace Chenin blanc, Sauvignon blanc, Cabernet y Syrah de muchos quilates para Welmoed. El hecho de que sus vinos, con toda su concentración, resulten más bien equilibrados y elegantes quizá podría relacionarse con la delicadeza de las articulaciones de sus manos. La primera mano de vinicultor que me causó una gran impresión fue la que vi en marzo de 1987 en la portada de Vinum. Era la mano de un vinicultor de la región del Rin-Hesse. Sujetaba una copa de vino blanco. Pero lo inusual eran sus uñas, bajo las que se veía la tierra del viñedo que esa mano trabajaba. Algunos lectores escribieron cartas furiosas preguntando por qué una revista de alto nivel como Vinum podía poner en portada una mano tan descuidada. Rolf Kriesi, fundador y entonces editor de Vinum, en el siguiente número dio que pensar a estos espíritus críticos con su respuesta. Una respuesta que merece ser citada una y otra vez. Entonces escribió: «¿Acaso nos hemos alejado tanto de los orígenes del vino que hemos olvidado las manos a cuyo trabajo hemos de agradecer el vino? ¿Nos hemos alejado de tal modo de la naturaleza que la tierra se ha convertido en suciedad? ¿Tanto nos disgustan las manos que trabajan, que no queremos mostrarlas? Quizá obrara milagros en el caso de algunos aficionados al vino conocer por unos días el trabajo en los viñedos. Quizá entonces bebieran el vino con algo más de respeto. La tierra es algo valioso que debemos cuidar. Sin proximidad a la tierra no hay vino posible. Y tampoco sin manos trabajadoras. Si no, podríamos ahorrarnos todos los esfuerzos y preocupaciones de la viticultura, evitar todos los riesgos de las heladas y el granizo, y producir en el futuro vino sintético en fábricas, clínicamente estéril, escanciado por blancas manos manicuradas salidas de la publicidad, cuyas uñas siempre impecables estarían inmaculadamente pintadas». Tampoco en este tercer siglo se puede añadir nada más a esto. En realidad, el zumo de uva fermenta automáticamente para transformarse en vino. El factor humano desempeña su crucial papel antes, en el viñedo. Porque la cepa, por ser de cultivo, es un ser delicado. Sin la participación del hombre, no daría las uvas que producen un elixir merecedor, según las apreciaciones actuales, del nombre de vino. La regla es sencilla: cuanto más alta es la calidad de un vino, más trabajo individual conlleva. Cierto que actualmente también hay «fábricas de vino», apenas distintas de refinerías de petróleo, donde se produce vino de forma mecánica y automatizada, desde la vendimia con cosechadoras hasta la fermentación asistida por ordenador. En este entorno de alta tecnología, la mano humana pronto sólo accionará interruptores y teclados de ordenador. Pero eso es lo fascinante de la vinicultura, que siempre está determinada por tendencias diversas, a veces totalmente opuestas. Si en el caso de los vinos más modestos, debido a la presión de los costes, se está reduciendo paulatinamente la parte de trabajo manual, en el de los vinos superiores vuelve a estar en ascenso. En los años 70 y principios de los 80 casi cayeron en el olvido técnicas como el remover y apretar el mosto en la barrica de fermentación con varas, o la clarificación de los tintos con pura clara de huevo recién batida. Hoy se sabe que estas antiquísimas prácticas tradicionales, en lo que respecta a la calidad, son claramente superiores a los procedimientos modernos. Los vinicultores superiores elaboran hoy sus vinos generalmente con una mezcla de técnicas nuevas y antiguas. Pero sobre todo en el viñedo sigue siendo la mano la que hace el vino, por ejemplo en trabajos como: Poda de invierno y atado de rodrigones En enero, cuando la cepa descansa, la mayor parte de los sarmientos del año anterior, ya leñosos y quebradizos, se podan con tijeras. Sólo se dejan dos, que se atan en vertical o, más frecuentemente, en horizontal, al sistema de cultivo en espaldera (a veces incluso sólo se deja uno). Éste es el primero de los trabajos con los que el vinicultor maneja muy decisivamente el volumen de la próxima cosecha. Poda de verano y deshoje En junio, después de la floración, comienzan en el viñedo los trabajos decisivos para la calidad. Los mejores brotes se fijan a la espaldera, los demás se eliminan. Se controla el crecimiento de las hojas para que la cepa centre su fuerza en la uva. En agosto se quitan todas las uvas atrasadas en su maduración. En las semanas anteriores a la vendimia, algunos vinicultores eliminan las hojas de la zona de los racimos, para que las uvas así expuestas al sol reduzcan el contenido de agua. Vendimia Hace ya mucho que hay cosechadoras totales, que son máquinas que separan las uvas de las cepas sacudiéndolas o golpeándolas. Pero para los vinos superiores, la vendimia a mano es imprescindible. Sólo así llegan a la bodega exclusivamente uvas maduras y sanas, seleccionadas y sin dañar. La enóloga sudafricana Carmen Stevens vinifica los vinos de la bodega Welmoed Winery con «extraordinario tacto» (arriba).