- Redacción
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- 2002-01-01 00:00:00
En el número pasado de Mivino hablábamos de la necesidad de destinar un buen lugar de la casa para conservar nuestros mejores vinos, y de cómo unas malas condiciones de almacenaje pueden echar por tierra los desvelos de los elaboradores más exigentes y convertir en calderilla lo que creíamos ser un tesoro. Nos referíamos a la temperatura ideal de conservación de los vinos, según sea su tipo, y a la necesidad de dejarles espacio vital para “respirar”, pues el vino se enriquece con la entrada suave del aire en la botella a través de los microporos de la cápsula y del corcho. Pero hay más aspectos que cuidar si queremos que nuestras botellas alcancen la madurez en condiciones óptimas. Como, por ejemplo, la humedad,
Provéase, pues, de un higrómetro. Una tasa de humedad relativa del 65 al 75% es la que se considera óptima para mantener los corchos suficientemente dilatados como para que aprieten fuertemente el gollete de la botella y permitan solo una mínima entrada de aire en el interior. Si la humedad desciende muy por debajo del 65%, el corcho se desecará, entrará aire en exceso y comenzará una oxidación rápida del vino, hasta malograrse en muy poco tiempo. Si la humedad supera el 85% se corre el riesgo de que ciertas bacterias ataquen el corcho, con la consiguiente aparición de mohos y hongos. Cuando se llega a estos extremos puede ocurrir que hasta se despeguen las etiquetas por causa de la humedad.
No es de extrañar que históricamente el buen vino estuviese ligado a los monasterios, porque lo cierto es que deben reposar en la quietud y el silencio monacales. Los componentes naturales del vino permanecen en un frágil equilibrio que puede alterar cualquier agresión o sobresalto. Póngalo al abrigo de ruidos y vibraciones de coches, líneas de ferrocarril, música estridente... Y, por si acaso no logramos un silencio total, construya los estantes o botelleros en materiales sólidos, capaces de absorber y amortiguar vibraciones de manera razonable.
La luz es otro de los enemigos de la bodega. Los rayos ultravioletas atacan a los componentes del vino, oxidándolos; una oxidación que en las catas profesionales se detecta como “sabor a luz”. Protéjalos de esta agresión. Instale focos de luz tenue e indirecta, hacia las paredes o el techo, nunca hacia las botellas. Un pequeño punto de luz es suficiente; al fin y al cabo una bodega no es un lugar de lectura (solo de las etiquetas) ni de tertulia con los invitados.
Esa “respiración” del vino a través de los microporos del corcho y de la cápsula a la que antes nos referíamos es la que permite el milagro de su crianza y bouquet. Pero si el aire de la bodega está viciado con olores de alimentos, pinturas, humos de escapes de vehículos (automóviles, motos), etc. el vino respirará también esa contaminación y los aromas extraños y desagradables formarán parte indisoluble, ya para siempre, del sabor de lo que con tanta ilusión estuvimos guardando largo tiempo.
Y como no siempre es fácil, en las viviendas medias de los españoles, encontrar un lugar que cumpla con todas estas especificaciones, a menudo no habrá mas remedio que acudir a la solución de una cava climatizada, un armario-bodega diseñado especialmente para asegurar que nuestro tesoro enológico se acrecentará en valor con el tiempo. Cuando los vinos alcanzan los precios de la exclusividad ésta puede ser la solución más inteligente y rentable.
José L. Gómez Celdrán