- Redacción
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- 2002-09-01 00:00:00
El cemento y el asfalto, la urbe, la capital, han eclipsado durante mucho tiempo el carácter rural de Madrid. La ciudad y su mercado han sido un estómago insaciable aunque, a pocos pasos, los proveedores y la tierra proseguían su labor callada, discreta. Las excepciones eran eso, excepcionales fresas de Aranjuez, melones de Villaconejos, olivas de Camporreal... y poco más.
Los vinos de Valdemoro y de San Martín de Valdeiglesias, los que fueron “proveedores de la Real Casa”, había que buscarlos en la documentación polvorienta, y sus herederos, rutinarios, inmutables, se vendían a pie de cuba, a granel o en garrafillas, a los conocedores locales o a los turistas domingueros más curiosos. El presente del Vino de Madrid se ha gestado a lo largo de las últimas dos décadas. Comenzó en el año 1981, con la organización de la I Semana del Vino -con más voluntad que entidad, puesto que la producción de vino embotellado no llegaba a las seis mil cajas entre apenas siete marcas- y se consolidó con el reconocimiento oficial de la Denominación de Origen y del Consejo Regulador en 1990.
Los voluntaristas, los que han impulsado el reconocimiento de la personalidad de estos vinos. han sido, como suele suceder, un puñado de bodegas emprendedoras, capaces de elaborar vinos al gusto actual, valientes a la hora de invertir y de innovar, y con una acertada visión sobre lo que se podía sacar de esa tierra, de esas viñas. Fueron, ante todo, tenaces, luchadores y libres. Y eso es algo que se refleja en el buen hacer del Consejo. Joven y activo, no se muestra dispuesto a aceptar trabas y, a pesar de su corta vida, ya ha modificado el primitivo Reglamento para incorporar a las variedades tradicionalmente admitidas otras cinco que, en experiencias recientes, han dado buen resultado en estos pagos. Son las tintas Cabernet sauvignon y Merlot y las blancas Parellada, Torrontés y Viura.
Las nuevas variedades han enriquecido y refinado la casi monográfica producción de Garnacha de las subzonas de Navalcarnero y San Martín, la Tempranillo -tinto fino- de Arganda y las blancas castellanas Airén, Albillo y Malvar, esa que aparece también en las fruterías como uva de mesa.
Con ese abanico de posibilidades, con 55 municipios productores, treinta bodegas y más de cincuenta marcas, el vino de Madrid es un canto a la variedad. Tradicionales o innovadores, blancos afrutados o punzantes, rosados frambuesa o piel de cebolla, tintos jóvenes aromáticos de maceración carbónica o criados, redondos y permanentes. Incluso esa peculiaridad tradicional que son los vinos sobremadre, blancos o tintos que, después de fermentar, permanecen largo tiempo en el depósito con las “madres” y, una vez filtrados, mantienen los aromas sorprendentes de las levaduras. Si a eso sumamos un puñado de espumosos, el catálogo actual asegura un trago o un acompañamiento adecuado para cada momento y ocasión. Así lo ha reconocido, en primer lugar, el mercado natural, la hostelería de la ciudad y de toda la Comunidad, donde, cada vez más, se encuentran, se lucen y se conocen los vinos propios, embotellados y de calidad. Así ha comenzado un pujante comercio exportador hacia Europa, América y hasta China.
El nombre de los vinos de Madrid y la propia Denominación de Origen está presente en certámenes nacionales e internacionales. Los premios y menciones son reconocimiento del presente y una puerta abierta hacia el futuro.