- Redacción
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- 1999-11-01 00:00:00
¿Por qué guardar el champagne únicamente para las fiestas?
La histeria por el próximo cambio de siglo lo evidencia más que nunca: más que ningún otro vino de esta tierra, el champagne se considera el elixir por excelencia para las ocasiones especiales. En ninguna boda, en ningún bautizo de barco ni en ninguna victoria de Monza puede faltar el noble espumoso de la región vinícola más septentrional de Francia. Rolf Bichsel reflexiona sobre un vino demasiado bueno para ser privativo de celebraciones.
Hasta entrado el siglo XVIII, el champagne fue el vino de la aristocracia, de los salones, del libertinaje y de las aventuras amorosas. Después, este espumoso, que encierra en su interior la chispa de la libertad como ningún otro, fue el vino de la Ilustración y de su última consecuencia, la Revolución francesa. Pero, por todos los diablos, ¿cómo se convirtió en el vino habitual en las celebraciones familiares, las más aburridas de todas las fiestas? Posiblemente por el miedo del ciudadano a la libertad ilimitada. De manera similar a las explosivas ideas de la Revolución francesa, aguadas en la restauración que le siguió al declararlas razón de Estado, el burbujeante champagne fue declarado el vino de todas las fiestas recatadas, sustrayéndole así algo de su frivolidad. ¿Acaso no es el mejor método para adormilar una revolución elevarla a institución? El hecho de que el champagne necesitara más de cien años para someterse a las convenciones burguesas atestigua ese espíritu de resistencia de esta bebida profundamente anticonvencional.
El champagne se convirtió poco después de su génesis en el vino de todas las fiestas, y lo sigue siendo. Ya solo el rito del descorche, ¿no es como una fiesta? Comienza con el misterioso crujido del revestimiento de papel de aluminio, que se ha de separar cuidadosamente del gollete de la botella. Continúa desenrollando y retirando el precinto de alambre, ese cinturón de castidad del vino que simboliza a la vez la tentación y su atadura. Y termina con un alegre taponazo, como una salva, con la que el corcho sale disparado del cañón, quiero decir, del cuello de la botella panzuda. Y luego la espuma, las salpicaduras y el burbujeo del vino, que brota alegre de su estrecha cárcel de cristal, como acompañado por bombos y platillos y cánticos de gozo. ¡Alegría, hermosa chispa de los dioses!, escribió Schiller, y Beethoven le puso música, una oda a la libertad, a la vida y al burbujeante champagne, que fue rápidamente reinterpretado por la burguesía emergente como canción recatada a los placeres de una vida decente, así quitándole hierro para poder incluirlo en el repertorio de cualquier coro masculino avalado, y eso que antaño, como la Novena sinfonía y otras obras del turbulento maestro, causaron un verdadero escándalo cultural. ¡Mal haya el flácido siglo de los castrados!, volvemos a estar tentados de maldecir, una vez más con Schiller, porque a todo lo que burbujea tan alegremente, finalmente se le rompe la punta lasciva. Aunque Schiller se refería al siglo XVIII, la frase de su capitán de bandidos es tan intemporal como su obra en general, de manera que podría servir también para los dos siglos siguientes. Pero estamos divagando (una vez más).
Seamos justos: son sus adeptos y primeros mensajeros los más culpables de la banalización del champagne, de que se convirtiera en el vino de las fiestas familiares burguesas, servido al final de una comida, mejor con el postre, después de un ágape pesado y difícil de digerir que estorbe sus cualidades euforizantes, para que, con seguridad, ya no pudiera florecer la tentación y no hubiera que temer que la tía Berta terminara por fugarse con el tío Tomás, ni que la prima Filipina hiciera striptease encima de la mesa. Mil ochocientas botellas de champagne vació la ilustre reunión que se dio cita el 30 de Agosto del año 1739, en la fiesta de disfraces del Ayuntamiento de París: se trata del primer testimonio escrito de la Historia sobre un río de champagne y el primer acto de gula de champagne en la tercera fase (la primera sería, naturalmente, la digestiva bebida degustada con medida, y la segunda, el frívolo afrodisíaco).
En un acto tal habría de convertirse un acontecimiento de extraordinaria importancia para la Historia europea (y del champagne como vino de todas las fiestas): el Congreso de Viena de 1814/15. Se dieron cita allí 143 negociadores, entre ellos la alta aristocracia europea al completo y, a lo largo de más de ocho meses, trataron tenazmente sobre la forma futura de las naciones europeas. Los exponentes más importantes de aquel congreso, que se convirtió en legendario, eran el príncipe de Metternich, representante del emperador de Austria, Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, cuya misión era preservar los intereses de Francia, y el zar Alejandro I. Lo que se trató en el frente político en el Congreso de Viena no ha de interesarnos aquí. Pero sí lo que los príncipes hacían en su tiempo libre (obviamente más que suficiente). Pues Talleyrand, Metternich y Alejandro I parecían querer superarse mutuamente en la organización de grandes fiestas y bailes por todo lo alto.
La delegación francesa llegó a Viena el 23 de Septiembre de 1814, tres días antes de la inauguración oficial del Congreso, que duraría hasta el 8 de Junio del año siguiente. Además de Talleyrand, la formaban otros siete representantes del rey de Francia y la sobrina de Talleyrand, la duquesa de Périgord, cuya única misión era cuidar de una puesta en escena adecuada al rango de la delegación, o, como diríamos actualmente, de las relaciones públicas.
Primero, todos estuvieron enfebrecidos por el acontecimiento dentro del gran acontecimiento: el baile en el palacio del káiser. En esta fiesta, la más grande que se había visto en aquella época, participaron 3.000 personas, entre ellas la mitad de las cabezas coronadas de Europa. Bailaron durante toda la noche a la luz de 6.000 velas. Casi se sobreentiende que el champagne fluyera a raudales en esta gran fiesta. De ello se ocuparon, por interés propio, los franceses, que veían en el champagne su bebida nacional y un medio para conseguir aquello en lo que fracasó la fuerza bruta militar: la conquista del mundo. En cierta ocasión, siendo invitado en su casa, Talleyrand dijo personalmente a Jean-Rémy Moët que el champagne era una bebida “civilizadora” y, elevando la copa de champagne a la salud de su invitado, pronunció el siguiente juego de palabras extravagante: “Que conste en acta que vuestro nombre, gracias a esta copa y a su contenido, hará más espuma y durante más tiempo que el nuestro”.
El baile de la Corte solo fue una de las muchas fiestas del Congreso de Viena. Las distintas delegaciones parecían buscar la victoria no sólo en la mesa de negociaciones, sino más aún en la sala de baile, lo que motivó al príncipe de Ligné a pronunciar el ya inmortal comentario: “El Congreso no marcha, baila”. Se organizaron bailes de máscaras (en el efervescente ambiente de la alegría y del vino de la Champagne), según apunta el conde La Garde-Champonas en su obra “Fiestas y recuerdos del Congreso de Viena”, siendo muy significativo ya sólo el nombre de este librito. “En la mesa vecina se sentaban el príncipe Kosslowski, Alfred y Stanislas Potocki, algunos rusos que pertenecían a la guardia del zar, y un poco más lejos Nostiltz, Borel, Palfy y el príncipe Esterhazy. Se bebía a la salud de cada uno, y todos se superaban en comentarios inteligentes: “Los ingenios chispeaban no menos que el champagne”, puede leerse en la citada obra.
El historiador italiano Guglielmo Ferrero explica las ansias de diversión de los participantes en el Congreso considerando que, al tener que tomar decisiones trascendentes, necesitaban una válvula de escape para el exceso de presión. Pero también es posible que la aristocracia quisiera vivir por última vez la grandeza del antiguo régimen, cuando el placer y la diversión, y con ellos el champagne, les estaban reservados en exclusiva, probablemente sabiendo que el tiempo de su soberanía, tanto política como cultural, y como jueces del buen gusto, había terminado para siempre. Lo cierto es que los fabricantes de Champagne supieron aprovechar bien el favor del momento y, por así decirlo, reabastecían diariamente para que la fiesta no terminara y, con ella, se estableciera definitivamente el champagne, gracias al congreso más alegre de la historia del mundo, como bebida para la gente de mundo y como vino de todas las fiestas. Y para ello no repararon en gastos. Antes de dar definitivamente la espalda a Francia, a la cabeza de su ejército de 200.000 hombres, Alejandro I quiso dar una última gran fiesta. Eligió como escenario Vertus en la Champagne. Una vez más se reunió todo lo que poseía rango y nombre en Europa para una gran fiesta, donde presenciaron el desfile de las tropas y se divirtieron con los más finos manjares y el vino más exquisito. Alejandro I tuvo Corte durante cuatro días y alimentó a sus 300 invitados. Del bienestar físico estaba encargado el legendario gastrónomo francés Carême, pero el champagne lo suministraba la casa Moët. Los preparativos de esta espectacular parada festiva los siguió sufriendo la provincia todavía años después: el champagne fue el verdadero vencedor de la batalla del bufé espumoso.
Del vino de las paradas y desfiles al vino de las fiestas burguesas sólo había un pequeño paso. La aristocracia del dinero y la subcasta dominada por ella, la pequeña burguesía, siempre han intentado imitar a la aristocracia de sangre y de la espada, aunque pronto chocaran en su intento con las fronteras de su limitado horizonte y su fantasía. El Champagne, el vino de las grandes fiestas: el pequeño burgués lo entendió rápidamente como el vino para coronar las simpáticas fiestas familiares, signo exterior de su triunfo, de su ascenso social. Convirtió en un abrir y cerrar de ojos el vino lascivo de las aventuras amorosas en el vino para la merienda decente en la hierba, para la inofensiva excursión al campo. O peor aún: aunque no se celebrara el nacimiento de los propios hijos con este vino espumoso, según una antiquísima costumbre de la aristocracia, en su lugar se bautizaban con el noble champagne barcos y otras máquinas infernales, testigos del triunfo de la técnica sobre el hombre, del laborioso burgués sobre el aristócrata ocioso. “Un barco que no haya costado vino, costará sangre”, se solía declarar con superstición pagana, remitiéndose al Titanic, imposible de hundir, que chocó con un iceberg en su viaje inaugural, naturalmente sólo porque la botella de Pommery o de Heidsieck o de Mumm con la que se pretendía bautizar al coloso no quiso estallar contra su cuerpo de acero.
Pronto se empezó a verter el preciado líquido no sólo sobre aviones civiles y cazabombarderos, sino también sobre pilotos de Fórmula Uno y ciclistas victoriosos. ¿A quién podría extrañar que, en el transcurso de tal proceso de vulgarización, el continente fuera más importante que el contenido? Si querían sobrevivir, los fabricantes de Champagne tenían que amoldarse a su época. Jean-Rémy Moët patrocinó la fiesta de los zares rusos: sus descendientes hicieron lo mismo con carreras de caballos, torneos de tenis y de golf.
“Las buenas, a la olla, las malas, al buche”, canturreaba la Cenicienta de los hermanos Grimm, y simbólicamente se sometía así, también ella, a las reglas de urbanidad de la tacaña pequeña burguesía. Si quería sobrevivir, antes de que se le permitiera ascender a esferas superiores, a la pobre no le quedaba otro remedio. Pero sí a nosotros, los auténticos sibaritas. Porque nosotros lo hacemos a la inversa. Las malas, para el barco, las buenas, en la copa, parafraseamos no muy limpiamente y nos consolamos con la siguiente máxima: hay suficientes champanes baratos que no merecen nada mejor que evaporarse sobre el casco de un barco. Así abandonan el mundo, y dejan vía libre a todos los verdaderos grandes espumosos de Reims y de Epernay. Sólo con ellos llenaremos nuestro cáliz, levantaremos la copa y brindaremos a nuestra salud, y a la salud de los mejores vinos del mundo.
Fotos: Archivo Moët & Chandon
Estos textos sobre el Champagne son un avance editorial de una obra de consulta sobre el champagne que Vinum publicará (en alemán) en colaboración con Edition Sigloch.
De conservación limitada
La cuestión de si el champagne mejora con el tiempo en bodega es un tema controvertido; normalmente, un gran champagne se encuentra en su momento óptimo cuando sale al mercado. Si se deja reposar algún tiempo, perderá algo de su frescor y de anhídrido carbónico, pero a cambio se redondeará y desarrollará aromas de madurez, que se pueden parafrasear con “maderizado”: mantequilla, nueces, piel animal, cuero, cedro, etc. A unos les gusta, a otros no… El hecho de que no se pueda almacenar el champagne durante más tiempo tiene que ver con la calidad del corcho. En la actualidad, debido a su forma especial, está hecho de conglomerado de corcho. Están en contacto con el vino dos discos de corcho macizo. El corcho de un Champagne recién embotellado se parece a un champiñón cultivado. Cuanto más tiempo descansa un corcho en la botella, tanto más lo empapa el vino. Si éste llega a alcanzar el conglomerado de corcho, la situación se vuelve crítica: el cierre ya no es perfectamente hermético. Un corcho de champagne viejo se parece a una seta con el pie recto: la presión del corcho contra el interior de la botella desciende, y puede pasar oxígeno. Si más gente conservara su champagne durante más tiempo en la bodega, quizá mejoraría la calidad de los corchos.
Cómo enfriarlo
Una botella de champagne no debería pasar nunca más de dos horas en la nevera, a no ser que se disponga de una en la que sólo haya bebidas. En la nevera, una botella inevitablemente asimila todos los olores de los alimentos que se encuentran en ella. No se engañe: aunque su nevera no huela perceptiblemente, está llena de moléculas olorosas que se agarran, por así decirlo, a la botella. En el momento de sacarla, estas moléculas se liberan y nos sentaremos horrorizados ante una botella de champagne que huele a puerros, arenques en vinagre y mantequilla rancia. O sea, que nada de champagne de emergencia en la nevera. Si apareciera un visitante por sorpresa, coloque la botella 10 minutos en el congelador. Este tratamiento, aunque brutal y por ello reservado a las auténticas emergencias, seguro que perjudica menos a la calidad del vino que las semanas de confinamiento solitario en una nevera bien repleta.
La copa adecuada
Hoy día, el champagne se sirve generalmente en la “flauta”, un cáliz estrecho de alto estilo. Ciertamente es la copa que más realza el color y el perlado de un champagne, la copa en la que el champagne se calienta más lentamente. Pero a cambio, el aficionado al vino intentará desesperadamente constreñir su nariz para introducirla en el estrecho cáliz, aunque no sea un hombre a una nariz pegado, o sea, con el órgano olfativo de Cyrano de Bergerac. Los amantes del champagne deberían surtirse de flautas de diversos tamaños. Pero para los mejores vinos de Champagne se recomienda una copa distinta: la copa tulipán, como la indicada para los grandes Burdeos y los Borgoñas blancos. Cierto que el champagne no desarrolla sus perlas de forma tan bonita como en el cáliz, y el vino se calienta algo más deprisa. Pero a cambio, sólo en esta copa pueden desarrollarse verdaderamente los aromas del gran champagne. La abertura bien calculada, además, garantiza que llegue a los labios una mezcla equilibrada de espuma y vino. Las que sí habría que desterrar son las copas tulipán, tan de moda, con el borde vuelto hacia fuera: liberan demasiado anhídrido carbónico.
Maduros para decantar
Los champagnes viejos, a veces, también se pueden servir en el decantador. Éste no debería ser demasiado panzudo y contener exactamente una botella. El decantador se enfría a la par que el champagne; éste se descorcha en el último momento, se cata rápidamente y, a no ser que esté estropeado, se trasvasa cuidadosamente, pero con decisión. Para ello, se deja correr el vino a lo largo del cuello del decantador en un flujo constante pero no excesivamente rápido: la espuma se viene abajo en el interior del decantador en tres o cuatro segundos, y el champagne ya está listo para servir. Así apenas se pierde anhídrido carbónico, y el vino tiene la oportunidad de abrirse un poco. Inténtelo: se asombrará de la diferencia con otro vino servido de la botella. Como es difícil poner al frío un decantador lleno, debería servirse el vino, a ser posible, de una vez. Por eso, una vez más: esta ceremonia sólo se recomienda para grandes vinos bien conservados.
Un consejo culinario
El champagne se presta magníficamente a la cocina. En esto se diferencia, además de en el precio, de otros vinos con ácidos marcados. Guisar con champagne siempre tiene algo que ver con el esnobismo, y es muy elaborado, con dos o tres excepciones, entre ellas la «Sauce à la minute», la salsa de champagne que se prepara en un minuto. Para prepararla, necesitará algo de fondo de ternera o de pescado, según su utilización: estos fondos se pueden preparar y guardar en reserva, vertiéndolos en una cubitera y congelándolos. Dos de estos «cubitos para salsa» son suficientes para esta receta, además de dos cucharadas de chalotas muy picadas y la misma cantidad de mantequilla, nata agria y una copa de champagne. Se pochan las chalotas en la mantequilla, luego se mojan con el Champagne, se reduce rápidamente a la mitad y se añade el fondo y la nata, se revuelve y listo. Es una salsa blanca con un poco de nata dulce o agria, que siempre se puede mejorar antes de servirla con unas gotitas de champagne, lo que no sólo la hace agradablemente agria y tolerable, sino también muy ligera, al menos durante unos segundos.