- Redacción
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- 2004-02-01 00:00:00
Complicada, anticuada y cara es la Borgoña a ojos de muchos aficionados al vino. Aunque esta imagen está más que superada, parece como si nadie se hubiera dado cuenta. Amigos, esta es la gran pregunta. La Borgoña, ¿os suena? Quiero decir, ¿os estremecéis de placer con sólo oír la palabra Burdeos o Barolo, Toscana o Napa Valley? ¿También se os saltan las lágrimas y se os seca el paladar, tragáis tres veces porque el paladar os cruje y el estómago suspira y os asalta una enorme sed? No, naturalmente que no. La Borgoña es ese sitio en algún lugar de Francia, donde los agricultores se pintan de rojo las mejillas y las narices de azul y se calan una boina bajo la que brillan dos astutos ojillos como los de Bugs Bunny, el conejo de la suerte, tras su enésima victoria sobre Elmer. Donde se pasan la vida contentos en sus bodegas llenas de recovecos, sumergiendo pipetas en panzudos toneles, llenando de vino grasiento aún más grasientas copas para deleite de verdaderas hordas de jubilados que disfrutan desgañitándose con las viejas canciones de borrachos, que dan al vino el mismo trato que a las mantas eléctricas o a las baterías de sartenes de última generación, con revestimiento antiarañazos garantizado. La Borgoña es ese lugar donde todo es tan tremendamente complicado y confuso, donde todos los vinicultores están emparentados y por eso se llaman Parent o Trapet o Rapet; donde el vino es abundante, pero sólo cuando no se tiene intención de comprar, pues en ese caso se vuelve repentinamente tan escaso y raro que hay que pagar una pequeña fortuna por una botellita y, en realidad, sólo se accede a las exquisiteces si se es uno de los grandes de este mundo que se ganan la vida como jefes de estado, estrellas de cine o traficantes de armas. ¿Sólo para pudientes? La Borgoña sólo se la pueden permitir los que tienen la bolsa llena y la agenda vacía. La Borgoña es el paraíso de los vividores adinerados. Éstos se instalan, por ejemplo, en los lujosos Relais-Château, que actualmente usted ya evita desde que, con la euforia del descubridor, ha aterrizado allí donde le estiran la colcha tres veces al día y ha pasado una noche insomne preguntándose si se atreverá a apartarla por cuarta vez para que sus acalorados pies puedan disfrutar del aire acondicionado sin que la camarera aparezca nuevamente de inmediato sobre el felpudo. Allí donde en el restaurante adyacente el Maître d’Hôtel le hacía tales reverencias que al principio creyó usted que se le había caído algo o que sus zapatos nos estaban lo bastante relucientes; llevaba guantes blancos y una bandeja de plata sobre la que balanceaba un aperitivo que usted no había pedido pero no se atrevió a rechazar al verse cara a cara con esa mirada de suficiencia, y que consistía en una copa de Crémant y seis canapés apilados de manera increíblemente complicada y miniaturizada, tanto como para hacer palidecer de envidia a los Micro-Cats de Silicon Valley, que inmediatamente lo patentarían si pudieran hacerse con el secreto de su fabricación; allí donde la «sumillera» rubia teñida tintinea con monedas de euro en los ojos en lugar de pestañas, donde sin bogavante, foie de oca y caviar no hay nada que hacer, donde el vino más barato cuesta más que su presupuesto de comida para una semana, y el que le recomiendan y que usted acepta por miedo a hacer algo inconveniente, cuesta el doble: un empolvado Meursault de otro vinicultor de nombre impronunciable, servido en una botella con una recargada etiqueta barroca. Y encima, el sabor es un tanto extraño, tan raro que usted se pregunta secretamente si se tratará de uno de esos malditos defectos del vino de los que había oído hablar vagamente, corcho o barriga de liebre o zorro o alguna de esas alimañas. Porque la verdad es que sabe igual que la chuleta de cerdo que se quedó olvidada en la nevera antes de salir de viaje... pero tales paralelismos sólo se le ocurren a la vuelta, afectándole tanto al estómago como al intestino, haciéndole aborrecer la Borgoña para siempre. ¡No se ría! Esto era lo que mucha gente pensaba y sigue pensando, en realidad, aunque ahora finjan estar por encima de todo eso. La Borgoña, así le decían ellos apenas ayer a su vecino, la Borgoña está out. No sólo no es cierto, sino muy al contrario: la Borgoña, queridos amigos, la Borgoña vuelve a estar in. Lo que pasa es que nadie se ha dado cuenta. Tales son las injusticias de este mundo cruel: los errores se castigan cuando hace tiempo que se han reconocido y ya se está haciendo por corregirlos. Libres de Coca-Cola Por esta razón, hoy cosechan otras regiones lo que antaño sembró la Borgoña. Lo crean o no, la cultura del vino se lo debe casi todo a la Borgoña. El conocimiento de la cepa y su cultivo, las técnicas de bodega y, especialmente, el concepto de terruño, con el que actualmente se les llena la boca sobre todo a los que ya no creen en él. Ya en la oscura Edad Media, algunos frailes de las órdenes mendicantes, dispuestos a renunciar al vil mundo para reflexionar sobre la ingratitud de la Humanidad tras los gruesos muros del convento, pero no a una copa de buen vino, se dieron cuenta de que algunos suelos producen mejores caldos que otros. Con la curiosidad que les caracterizaba, investigaron sobre el motivo de este hecho, buscando afanosamente los mejores terrenos para plantar viñedos. Definieron conceptos como el climat o el Cru, es decir, lo que nosotros llamamos terruño, que designa el lugar en el que el zumo de la uva desarrolla un aroma y un sabor determinados e inconfundibles. Si no hubiera sido por la Orden de los Cistercienses, fundada en el año 1098 por san Bernardo, hoy día todos los vinos tendrían el mismo sabor: algo así como la CocaCola. Estos talentosos monjes, con su instinto para todo lo que sabe mejor, seleccionaron cuidadosamente las variedades de uva, y consideraron dignas de producir grandes vinos a tan sólo dos: la blanca Chardonnay y la tinta Pinot noir. No necesitaban más variación, pues todo el abanico de sabores lo daba el suelo, el microclima, y la situación perfecta del viñedo. Tenían puesta la mira especialmente en aquellos viñedos cuyos vinos resultaban más llenos, especiados y frutales, y que incluso en los años malos producían grandes vinos, vinos de un sabor tan particular que se los reservaban los que tenían la sartén por el mango en el país, los príncipes, duques y prelados. Delimitaban superficies a veces diminutas, creando un sistema de clases del vino sobre el que Marx hubiera escrito algunos airosos párrafos si él mismo no hubiera sido un enamorado del vino superior. A la cabeza de todos ellos estaban los aristocráticos Grands Crus, seguidos del cuadro de los Premiers Crus. En el pelotón se agitaba el ejército de los burgueses Villages, y a la cola se situaba el proletariado del vino, los sencillos Grands Ordinaires. Los mejores eran muy apreciados y caros, cosa que a los monjes no dejaba de parecerles bien, pues al fin y al cabo necesitaban dinero, mucho dinero, para el mantenimiento de iglesias, bodegas y muros. Muchos de los climats creados por los cistercienses -Clos de Bougeot, Montrachet y Meursault, por nombrar sólo unos pocos- siguen estando a la cabeza de la jerarquía del vino de Borgoña. Otros buenos suelos para plantar viñedos no llegaron a llamar su atención o se descubrieron más tarde, con lo cual no se incluyeron en los intentos de clasificación originarios. Vinicultura desmenuzada Pero los monjes del Cister no tuvieron en cuenta qué uso se llegaría a hacer de su trabajo, hasta dónde llegaría el desarrollo de la vinicultura: los campesinos que empezaron a hacer sus propios vinos; los comerciantes, que deseaban beneficiarse de la vinicultura; la paulatina parcelación debida a las herencias; la tentación de confundir adrede al consumidor; la legislación, que pretende evitarlo con reglamentaciones más y más complejas; las crisis de la vinicultura y las del mercado, que destruyeron la estructura que tan lentamente había crecido; el empleo de la química y las técnicas de clonación en el viñedo, y el triunfo de la productividad sobre la calidad. Si se recorta esta última frase, se barajan los trocitos y se colocan sobre la mesa unos junto a otros, se obtiene la imagen aproximada que tienen muchos de la vinicultura en la Borgoña. Un mundo del vino feliz, «como antaño» ¿Cómo echarles en cara a los lugareños que quisieran, hasta hace muy poco, reducirlo todo al mínimo denominador común? Por miedo a agotarse en largas explicaciones, sencillamente siguieron aferrándose a la imagen del alegre mundo feliz, haciendo su papel con la convicción de un figurante en una representación teatral de aficionados. Invitaban con falsa alegría a balancearse por bodegas abovedadas llenas de telarañas y pronunciaban frases adecuadas sobre el suelo y el clima, la tipicidad y el carácter, aunque requiriera mucha fantasía llegar a reconocerlo todo en la copa. Las hordas de turistas que sólo iban a la Borgoña para ver confirmados sus prejuicios se lo agradecían, aunque también intentaban por todos los medios agarrarse a lo que fuera, por ejemplo los pintorescos muros, los vinos de estilo antiguo, las especialidades regionales «como antaño». Con generosidad de espíritu, pasaron por alto que los caracoles, en realidad, eran congelados, que el jamón al perejil era de una gran cadena de charcutería, que el vino superior era un Grand Ordinaire a granel, fomentando así aún más la cimentación de una imagen de región empolvada y nostálgica; pues los otros, los curiosos, los deseosos de conocer la verdad, asqueados, hacía tiempo que le habían dado la espalda a esta región, con excepción de un grupúsculo de imperturbables que en verdad merecerían una medalla por su lealtad al auténtico Borgoña. Todo esto no sólo es una verdadera pena, sino que además, cada vez es menos cierto. Aún se mantienen las fachadas polvorientas. Pero solamente para los visitantes que lo que buscan es eso (y, por ello, no merecen nada mejor). Detrás late la Borgoña auténtica, fresca y nueva. En sus bodegas trabajan jóvenes vinicultores entusiastas, inmejorablemente formados y muy viajados, pero que han conservado un fuerte sentido de las particularidades locales y han fundido la ancestral filosofía del vino de sus abuelos con los conocimientos enológicos más modernos. Trabajan muy en consonancia con la Naturaleza, porque saben que sólo un suelo sano y vivo es capaz de expresar la particularidad de la región, y ésta sólo tiene posibilidades de sobrevivir si se compromete con su singularidad. Porque la vinicultura según el modelo industrial se puede practicar casi en cualquier lugar del mundo, menos allí. Algo parecido sucede con la gastronomía local. Más de un joven cocinero está harto de la afectación rimbombante en muchos locales con estrellas. Se ha independizado para guisar lo que le ordena el paladar y el estómago, para presentar al comensal, noche tras noche, una cocina fresca, alegre, inspirada y, con todo, regional, todo ello en restaurantes generalmente pequeños, refrescantemente informales y pintorescamente decorados. Incluso algunos hoteleros se han dejado contagiar por la nueva filosofía, ofreciendo hospitalidad y confort en el sector medio. Pero volvamos al vino. Los precursores de toda esta evolución no sólo han sido las mejores y mayores casas comerciales que, además de producir las raras y caras Cuvées de los viñedos más famosos, le dan cada vez más oportunidades a las comunidades menos conocidas; precursores han sido también numerosos vinicultores de dichas comunidades. Como no podían contar con un nombre famoso, han tenido que esforzarse el doble para poder beneficiarse de la prosperidad repentina de la Borgoña, que tan rápidamente se ha transformado en crisis. Pero hoy recogen los frutos de su esfuerzo. Y con ellos, los amantes del vino. Querida lectora, querido lector: si es usted uno de esos pocos viejos y bien informados expertos en vinos, los verdaderos fanáticos del Borgoña, que ya lo saben todo y además poseen la calderilla suficiente como para invertir en los grandes nombres, seguro que no habrán llegado hasta este párrafo. Pero si no, le daré un consejo bienintencionado: olvide inmediatamente todo lo que haya oído acerca de la Borgoña y lea con atención las siguientes líneas. No le interesa fanfarronear Usted es como la mayoría de los amantes del vino, a los que les gusta disfrutar de un vino auténtico. No quiere en su copa ningún producto industrial, sino un honesto producto de la tierra. Aprecia especialmente los vinos agradables, frutales, amables. No le interesa ir por la vida fanfarroneando con nombres conocidos. El contenido le importa más que el embalaje. Le gusta emplear su dinero con sensatez y sin despilfarro. Si todo esto es cierto, está usted destinado a ser amigo de la nueva Borgoña. Verdaderamente disfrutará de los vinos de muchas comunidades «más pequeñas». Son un placer, tanto durante una visita a la región como en el restaurante. Lo que le guste especialmente, se lo lleva a casa. Y para ello no necesita una bodega costosa ni un depósito eterno para el vino. Los sencillos vinos Villages no necesitan envejecer, se pueden beber dos o tres años después de la vendimia. Precisamente en eso reside su encanto. Las cepas que crecen sobre suelos mejores producen uvas más ricas. Más taninos, más acidez, más azúcar, lo que significa vinos más consistentes que necesitan más tiempo para llegar a su equilibrio. Por eso le conviene guardar un puñado de Premiers Crus bajo llave, para una ocasión especial dentro de unos años. Céntrese en definir su propio gusto y compre en consecuencia. Supongamos que le gustan los vinos tintos secos y vigorosos. En este caso, visite primero Côtes de Nuits, es decir, la región situada entre Dijon y Nuits. Allí se producen vino secos, poderosos, frutales, de color rojo en su mayoría. Los más conocidos y más caros proceden de viñedos míticos como Chambertin, Musigny, Romanée-Conti o Clos de Vougeot. Dé un rodeo evitando todas estas exquisiteces, que ya se podrá permitir más tarde. Mejor vaya a visitar a algún buen bodeguero de Fixin. Esta localidad es la auténtica revelación de la región. Allí los vinos son casi tan frutales y crujientes como en Gevrey Chambertin, pero mucho más asequibles. Pero quizá usted prefiera los tintos llenos y aterciopelados. En ese caso, dése una vuelta por Côte de Beaune. Los viñedos más conocidos de la región que rodea a Beaune se llaman Corton, Beaune, Volnay y Pommard. Pero el principiante haría bien en recabar en otras tres comunidades: los vinos de Monthélie (elegante, amable, emparentado con un Volnay), Santenay (jugoso y lleno como un Pommard), Auxey Duresses y Saint-Aubin (honradez y frutalidad como un Beaune) son valores seguros. Puede que usted sea más amigo de los vinos de Borgoña blancos y jugosos, y que sueñe con el legendario Montrachet. Muy cerca de esa colina del Grand Cru están los viñedos de Saint-Aubin. Allí se dan muy bien los blancos: florales, frescos y frutales en los viñedos más sencillos, fuertes y llenos en los mejores climats. Saint-Aubin es un paraíso para los enamorados del vino blanco. Un último consejo. Si en su bodega hubiera alguna de las botellas citadas, olvide todo lo que acaba de leer para dedicarse sólo a una cosa: ¡disfrutar sin trabas! ¡A su salud!