- Redacción
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- 2011-03-01 00:00:00
Hoy vamos a ser osados y afirmar: la supernariz no existe. Ni entre los catadores ni entre los perfumistas. Veremos por qué incluso los enólogos hechos y derechos a veces no pueden distinguir entre tinto y blanco, cómo el cerebro engaña a la nariz y qué tiene que ver con todo esto el jabón de rosas de la abuela. Con Britta Wiegelmann tras la huella de los aromas. Para hacer verdaderamente el ridículo en cuanto al tema de la cata no hay como acercarse por la Facultad de Enología de la Universidad de Burdeos. El primer día colocan ante los estudiantes –independientemente de que se trate de novatos o de enólogos experimentados asistiendo a un cursillo de formación continuada– cinco botellas llenas de un líquido transparente. La tarea: anotar lo que perciban con el olfato y el gusto. Parece sencillo, pero el angustiado silencio en la fría y blanca sala de cata habla por sí solo. Pasados diez minutos en los que intentan escribir, con creciente desesperación, lo más acertado, el profesor les pide los resultados. En voz alta, delante de los demás estudiantes. “Dulce”, “limón”, “amargo”, “rosas”, “salado”, “sabor a corcho”… Las respuestas son tan incongruentes que, por una parte, resulta tranquilizador (obviamente los demás tampoco lo han tenido fácil), pero al mismo tiempo uno empieza a albergar serias dudas sobre la operatividad de los propios sentidos. Y entonces, el profesor dice (se trata, sin duda, del mejor momento del año para él): “Damas y caballeros, catar es un ejercicio de humildad. En las cinco botellas hay agua del grifo.” Así de simple. Basta un poquito de presión expectativa y una calculada situación de competencia, y hasta los más viejos zorros quedan desconcertados. Aun así, existe una leyenda que se mantiene contra viento y marea: el mito de la supernariz. El olfato absoluto, como el personaje de Grenouille en El perfume de Süskind, que es capaz de percibir cualquier olor y reconocerlo. Con un margen de error cero y enteramente ajeno a cualquier influencia externa. Pero, como muy tarde después de la debacle del agua del grifo, se impone la pregunta: ¿existe el catador perfecto? ¿Nariz zurda o diestra? La nariz es un órgano curioso. Está siempre operativo, tanto si su dueño lo desea como si no. Los ojos se pueden cerrar y taponarse los oídos, pero prácticamente nadie es capaz de aguantar la respiración más de dos minutos. Diariamente absorbemos diez mil litros de aire respirando por la nariz, de los cuales un diez por ciento se deriva, a modo de muestra, hacia el canal olfativo, situado en el techo de la cavidad nasal. Antes de que hubiera supermercados, detectores de humo y otras comodidades similares, el hombre encontraba así su alimento y advertía peligros, como por ejemplo el fuego. Por cierto, hagan la prueba: la mayoría del tiempo se respira solo por una de las dos fosas nasales. La otra queda bloqueada transitoriamente por una ligera hinchazón del tejido eréctil, para que las células olfativas puedan descansar. El lado empleado cambia varias veces al día, siendo distinta en cada persona la fosa nasal más activa. Es decir, efectivamente hay narices zurdas y narices diestras. ¿Y cómo funciona exactamente la percepción y el reconocimiento de los olores? En el canal olfativo se halla la mucosa olfativa, que en ambos lados tiene aproximadamente el tamaño de una moneda de un euro. Consta de veinte millones de células, repartidas en 350 receptores distintos. Los millones de odorantes (moléculas del olor) que flotan en el aire encajan en estos receptores como una llave en su cerradura, aunque habría que precisar que algunos tipos son capaces de captar toda una serie de odorantes diferentes, mientas que otros se comportan de manera, digamos, monógama. Un aroma a menudo consta de muchos cientos de componentes (la vainilla aproximadamente 100, el café más de 300, el vino unas 500 moléculas diferentes). Los receptores activados por la mezcla de aromas envían señales al cerebro donde, metafóricamente hablando, se ilumina una estructura pluridimensional. Basándose en la imagen generada, el cerebro identifica el aroma. ¿Le gustan los lirios de los valles? Al menos en teoría. Porque genéticamente, las células olfativas están constituidas de manera ligeramente diferente en cada persona. Así, para cada individuo existen ciertas moléculas que sólo son perceptibles en gran concentración –hay que traquetear un poco más con la llave hasta abrir la cerradura-. Incluso hay sustancias que no son perceptibles hasta para un 25% de la población: un ejemplo prominente es el bourgeonal, componente característico del perfume de los lirios de los valles. Otros, como la vanilina, son perceptibles para prácticamente todo el mundo. Y sí, también hay narices aventajadas. En la Universidad de Burdeos, un equipo liderado por el investigador de aromas Gilles de Revel ha confrontado en los últimos cuatro años a 300 catadores profesionales con moléculas olorosas del vino. El resultado es evidente: nadie es capaz de olerlo todo. Pero “sí que hemos hallado personas con una sensibilidad muy superior a la media”, comenta De Revel, que narra el ejemplo de una doctoranda cuyo umbral de percepción olfativa era tan bajo en todos los sentidos que valoraba muchos vinos como defectuosos y a veces tenía serias dificultades para soportar la avalancha de olores cotidianos. Pero incluso ella tenía un punto ciego, una sustancia aromática que sólo era capaz de percibir en concentraciones extremadamente altas: el tricloranisol. O dicho de modo más profano (y muy poco práctico para un catador): el olor a corcho. Por otra parte, percibir el aroma no es más que la mitad del pastel para un catador: también tiene que poder darle nombre. Seguro que conocen esa sensación de “esto huele como… huele a… lo tengo en la punta de la lengua…” El cerebro tiene que etiquetar lo que la nariz huele. La buena noticia es que “esta comunicación entre la nariz y el cerebro, cualquiera puede entrenarla”, asegura Gilles de Revel, y desde luego ha de saberlo, pues hace ya muchos años que se dedica a formar enólogos y, regularmente, les hace oler (además de agua del grifo) las moléculas más importantes del vino. “Si uno memoriza activamente un odorante, muy pronto será capaz de reconocerlo de manera fiable. Además, le resultará más fácil la memorización de aromas nuevos. La sensibilidad a las sustancias aromáticas aumenta en conjunto.” Como si dentro de la cabeza se accionara un interruptor. Riesling en la leche materna Evidentemente, si una persona que ha sido dotada por la naturaleza de un olfato excelente lo entrena profesionalmente, podrá lograr una especie de supernariz. Ya saben, los perfumistas que son capaces de distinguir cientos de aromas, o bien los catadores que tienen catalogados miles de vinos en la memoria y son capaces de recuperar conscientemente cada uno de ellos a voluntad. ¿Pero no recuerda esto a los experimentos de Pávlov, o incluso a algún número circense? Y sobre todo, ¿para qué sirve? Porque la mala noticia es que “reconocer aromas individuales ya es algo. Pero nadie en el mundo es capaz de identificar más de cinco o seis componentes en una mezcla compleja”, afirma el tres veces doctor Hanns Hatt, un hombre campechano con una complicada y larguísima serie de títulos académicos y corifeo en el campo de las investigaciones sobre el olfato. Con su equipo de la Universidad del Ruhr Bochum, fue el primer científico en identificar, en 1998, un receptor olfativo humano (que reaccionó ante el helional, el agradable olor de la fresca brisa marina). Hatt es capaz de cosas tan asombrosas como construir artificialmente células olfativas o fabricar un antiolor para un olor determinado, pero en lo que respecta al vino, ni siquiera es capaz de distinguir el tinto del blanco. “Es algo que la gran mayoría de las personas tampoco puede distinguir”, asegura, y está convencido de ello (al igual que la mayoría de los probandos sin preparación, que no eran capaces de distinguir de improviso ni siquiera la vainilla, la canela o el romero –¡hagan la prueba!-). Hatt describe los 350 receptores humanos como el alfabeto del olor. “Una palabra del vino tiene al menos cien letras. Para el cerebro es prácticamente imposible filtrar la información correcta si no dispone de otros puntos de referencia.” También en la Universidad de Burdeos se realiza esta demostración cada año. En la sala de cata hay una lámpara que convierte todos los colores en tonos de gris. Además, suelen divertirse tiñendo vinos blancos de rojo. El resto ya se lo pueden imaginar… Las desbordantes descripciones de los aromas del vino, especialmente aquellas de las que se desprende una valoración cualitativa, Hans Hatt las considera “magia”. Una magia que le resulta francamente simpática. “Quien haya nacido en el Mosela y haya tomado Riesling con la leche materna, lo amará toda su vida. Las preferencias en cuanto a gustos y aromas son aprendidas y están estrechamente relacionadas con los recuerdos”, dice este francón, que también es aficionado al Müller-Thurgau. La nariz es el único órgano sensorial que envía sus impulsos directamente y sin filtrar a lo más profundo del cerebro, y en él a la amígdala cerebral, responsable de las emociones. “Si uno tiene mala suerte, debido a la acuñación de su memoria le gustarán precisamente los vinos más caros. Lo cual no quiere decir que tenga mejor sentido del gusto”, dice riéndose. Bueno, pues entonces, ¿dónde está la objetividad? Lo cierto es que la percepción y la valoración del vino es algo enteramente subjetivo. Por mucho que los enólogos se hayan puesto de acuerdo en estandarizar el lenguaje del vino para asegurarse de que, a ser posible la mayoría de ellos, están hablando de lo mismo. No obstante, incluso numerosos profesionales del vino no saben –o bien, seamos sinceros, no quieren reconocer– el inmenso papel que desempeñan la biología y la psicología a la hora de catar. Tomemos un Sauvignon Blanc con crianza en barrica. Una molécula es responsable del característico aroma del Sauvignon, la llamada 4-mercapto-4-metilpentano-2-ona (abreviatura: 4MMP). Esta sustancia tiene la propiedad de cambiar de olor con la cantidad. Es decir, en baja concentración el perfume es floral-cítrico, conforme aumenta la concentración huele a flor de casis y mata de tomate y, finalmente, con perdón, a pis de gato. Ahora imagínense dos personas con un umbral de percepción de la molécula 4MMP muy diferente: uno de ellos se entusiasmará con el delicado perfume floral, mientras que el otro buscará bajo la mesa al gatito de la bodega. A todo ello se le suma la vanilina de la crianza en barrica, una molécula que siempre huele igual, independientemente de su concentración. El resultado es, por una parte, flores con vainilla, y por la otra, pis de gato con vainilla. Y esto ahora lo elevamos a la enésima potencia, pues ese es más o menos el número de moléculas distintas que contiene el vino. Los aromas no se parecerán en nada, ¿verdad? Otro ejemplo bien claro: supongamos un Syrah que ha sufrido una contaminación de levaduras de brettanomyces y presenta un ligero aroma a cuadra. Para la principal molécula culpable, 4-etilfenol, la mayoría de las personas tienen un umbral de percepción similar. Pero mientras que a uno el olor a cuadra le recuerda los maravillosos tiempos de juventud con sus gozosas clases de equitación, a otro no le parecerá en absoluto romántico el hedor a caballo. A esto puede sumarse la molécula beta-ionone, la del aroma de violetas, claramente reconocible para un 50 por ciento de los humanos (y a los que, estadísticamente hablando, les resulta casi forzosamente agradable), mientras que el otro 50 por ciento apenas lo percibe. Dos posibles resultados de la misma cata: “Un vino con aromas de violeta y casta animal”, o por el contrario: “¡Defectuoso!”. Y ya que estamos destrozando mitos: todos somos bebedores de marcas. En las catas, un cru classé de Burdeos logra fácilmente dos puntos más en una escala de 20 que un cru bourgeois – aunque ambas botellas contengan el mismo vino. Es este un curioso fenómeno que también está presente en la industria de los perfumes. Elvira la Nasa (¡sí, es su nombre auténtico!) es la responsable de adquisición de sustancias aromáticas en el consorcio de cosméticos y productos de limpieza Henkel y trabajó con anterioridad, entre otras cosas, en Nueva York y Grasse con Jean-Claude Ellena, actual nariz de Hermès. “Las preferencias en fragancias son muy distintas de país a país”, comenta por experiencia, “excepto en el caso de los perfumes de las grandes marcas de lujo. Estas se venden igual de bien en China que en Estados Unidos. Pero si hacemos una cata ciega del mismo perfume, vuelve a aparecer el abismo.” De modo que también en el caso de los perfumes hay compradores de marcas. Oler es como tocar el piano Eso es precisamente lo que nunca le ocurriría a una supernariz, asegura Phillip Schwander, Master of Wine y comerciante de vinos en Zúrich. Nunca ha permitido poner a prueba sus puntos fuertes y débiles a la hora de catar y, conversando con él, a duras penas recuerda el nombre de la molécula responsable del sabor a corcho. Pero tiene una opinión muy concreta sobre el tema de la supernariz: “Un buen sentido del olfato no es suficiente por sí solo, porque, entonces, el mejor catador sería un perro de caza. Consiste en reunir y almacenar un máximo de impresiones. Es como tocar el piano, un 20% de talento y un 80% de trabajo. Pero además, se necesita sensibilidad para la calidad. En última instancia, tiene que ver con la estética, igual que un galerista inmediatamente reconoce si un artista tiene talento o no. Yo mismo he probado vinos por menos de tres euros que tenían verdadera clase. Pero hay que saber verlo.” Su éxito le da la razón, pues su surtido se vende como rosquillas. Aunque, esperen un momento: ¿es posible excluir por completo el efecto de marca en este caso? Al fin y al cabo, quien responde con su nombre es el único Master of Wine de toda Suiza. Al final, el fenómeno de la supernariz es tan efímero como el propio vino. Claro que habría una definición perfecta. Y absolutamente aséptica: “Una supernariz posee, en términos estadísticos, un umbral de percepción extremadamente bajo para todas las moléculas olorosas conocidas. Es capaz de nombrarlas y de distinguir más de seis de ellas en una mezcla compleja. No es influenciable por nombres, etiquetas ni marcas. Y los recuerdos la dejan fría”. De entre todas las personas con las que hemos hablado para este artículo, no había ni una sola que respondiera a esta definición. ¡Por suerte! Arroz y palomitas La percepción de los olores está determinada por cada cultura. Por ejemplo, la molécula acetil tiazol, para algunos huele a palomitas de maíz, para otros a arroz. ¡Cierren los ojos y hagan la prueba! Limón y café Una de las disfunciones del sentido del olfato es la parosmia. El afectado por esta anomalía clasifica inadecuadamente los olores. Así, por ejemplo, puede ocurrir que confunda café y limón. “Si uno memoriza activamente un odorante, muy pronto será capaz de recordarlo de manera fiable.”Gilles de Revel Investigador de aromas, Universidad de Burdeos Plátano ¿Plátano verde, plátano maduro, plátano macho? Para asegurarse de que todos hablan de lo mismo, los enólogos han convenido aceptar ciertas convenciones del lenguaje. Así, en el lenguaje del vino, plátano designa a la molécula isoamil acetato, presente por ejemplo en el Beaujolais. Tomatera y pis de gato Al aumentar su concentración, algunas moléculas cambian de olor. 4MMP, responsable entre otras del aroma del Sauvignon Blanc, en poca concentración huele a mata de tomate, pero en alta concentración hiede a pis de gato. “Reconocer aromas individuales ya es algo, pero nadie es capaz de identificar más de cinco o seis componentes en una mezcla compleja.” Hanns Hatt Investigador de aromas, Universidad de Bochum Lirios de los valles Casi todas las personas tienen alguna forma de anosmia, es decir, no son capaces de percibir alguna molécula olorosa concreta. En el caso del bourgeonal, el componente principal del perfume de los lirios, ampliamente apreciado, el porcentaje de anosmia es muy alto, aproximadamente un 25 por ciento de la población. Hay sustancias que no son perceptibles hasta para un 25% de la población. Otros, sin embargo, lo son para casi todo el mundo. Violetas Beta ionone se llama la molécula del perfume de violetas, que se encuentra, por ejemplo, en el Syrah. El 50 por ciento de la humanidad es altamente sensible a ella y el aroma les resulta agradable. El resto apenas puede percibirlo y, si lo hace, no les gusta. Vainilla En la naturaleza, los olores son altamente complejos. Por ejemplo la vainilla contiene alrededor de cien moléculas distintas. En el vino está presente sobre todo una de ellas: la vanilina. No tiene la complejidad de la verdadera vainilla, pero es suficiente para reconocer el olor. Rosa El cerebro a veces nos juega malas pasadas: muchas personas confrontadas por primera vez con el olor a rosas dicen jabón porque les recuerda al olor del jabón de la abuela. El sentido del olfato está directamente relacionado con la amígdala, la parte del cerebro donde residen las emociones. “Un buen sentido del olfato no es suficiente porque, entonces, el mejor catador sería un perro de caza,” Philipp Schwander Master of Wine, Zúrich