- Redacción
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- 1997-12-01 00:00:00
¿Se puede vivir como Dios en Francia, allí, en esa llanura sacudida por los vientos, donde la lluvia huele a mar y las negras nubes amenazadoras pasan a la velocidad de un tren expreso? No, allí, cerca del Atlántico, los colores están difuminados y la naturaleza, los hombres y el vino son caprichosos, de genio áspero y curtidos por el clima. Allí, la hospitalidad hay que ganársela.
Puede que a usted le pase lo mismo que a mí. Tendrá que probar suerte varias veces, procurará quedarse atrapado en cualquier otro lugar, en una red de tentaciones que son demasiado numerosas en Francia, paraíso del viajero, y dejará de lado este País de Nunca Jamás y, con él, sus vinos ásperos y ácidos.
Pero un día se dejará llevar por el perezoso Loira. Arrastrado por la corriente hasta que, depositado en la orilla como un despojo, aterrizará en esos viñedos ajardinados, en algún lugar entre Sèvre Nantaise y Maine. “Grollot”, “Gros Plant” y “Melon de Bourgogne” se llaman las variedades plantadas en esas hileras de vides; pero sólo las últimas tienen derecho a denominación de origen, pues también ellas son despojos, acarreados desde la lejana Borgoña, donde los viticultores, antaño, las desdeñaron por su aspereza. Pero los oriundos de Nantes le son fieles, por encima de cualquier confusión y crisis.
Y la Melon se lo agradece. Sólo la Melon resistió a la helada que, según dice la leyenda, en el terrible invierno de 1709 hizo estallar los barriles por las juntas, porque su contenido se había helado hasta petrificarse, el invierno en el que incluso el océano se ahogaba bajo una capa de hielo negro azulado y que hizo descender el termómetro a 20 grados bajo cero. ¿Cómo reprocharle, entonces, que a sus vinos les falte encanto y maquillaje?
Esta cepa es empedernida como un viejo lobo de mar, salvaje y rebelde, y sus vinos salen tan vivaces y refrescantes como la brisa del océano. Déjese guiar por uno de los dioses del vino de la región, descienda a las frías bodegas, cate los tesoros líquidos. Le familiarizarán con perfumes y sabores que no ha conocido en su vida: la sal del océano embravecido, la frescura de una manzana crujiente, la aspereza del granito, el aroma del pan fermentado... Ese vino áspero y fresco le gustará, le hechizará y le transformará. Y, en lo sucesivo, también le gustará la caballa grasienta y la sardina fuerte que le servirán a la parrilla de sarmientos, la frívola ostra les pasará sedosa por la garganta, y por la noche soñará con anguila y angula y atún y bacalao y jarras llenas de vino de aguja.
Los tratantes de vino de Nantes lo han bautizado Muscadet. Probablemente pretendieron hacer una paráfrasis onomatopéyica sobre la manera de interpretar su vino: la frescura del moscatel y la fogosidad de un cadete despabilado, con aguja, estimulante y agradable. Por eso, el Muscadet se convirtió en el favorito de los cabarés de París, de los bares y brasseries, y fue pasando vaso a vaso por encima de la barra para alegrar a carreteros y cortesanas.
Jean-Ernest Sauvion es “negociant” de Nantes y no es precisamente de los peores. El Loira y sus vinos son su pasión. Pero la sangre de sus venas la daría por el Muscadet. Recibe a sus visitantes en el Château du Cléray, los inicia en los misterios del vino de Nantes y del “élevage sur lie”, fermentado con sus lías. ¡Ah, el Muscadet vinificado en tinto! Una tradición que se ha salvado, cuyo origen se remonta a la oscuridad de los tiempos, cuando aún se vinificaba para beber y no para fanfarronear. “Las levaduras fermentan el azúcar para transformarlo en alcohol, produciéndose en el proceso ácido carbónico”, le explicará, alegre, Jean-Ernest. “No queremos perder ese gas generado de manera natural, porque preserva los aromas florales y frutales. No queremos que el trasiego, ni el trasvase, ni la agitación interfieran en la maduración de nuestro vino. Una vez realizado su trabajo, las levaduras se hunden hasta el fondo de la barrica y forman la madre del vino o lía. En la primavera, después de la vendimia, el Muscadet “sur lie” se pasa directamente de la barrica o tanque a la botella, naturalmente tal y como está, sin filtrar ni clarificar, como fruto puro y honrado de la vid. Un buen Muscadet “sur lie” olerá delicadamente a flores y levadura. Burbujea suavemente en la copa, y en boca es fresco y con aguja”.
Los aromas, la fruta, el frescor con aguja. Fortificados por tales argumentos, los nanteses emprenden la conquista del mundo del vino. Mejor tendríamos que decir la reconquista. Porque en el reino del Muscadet hasta hace poco aún reinaba la crisis. Una crisis del clima: a los jubilosos años 1989 y 1990 siguieron las malas cosechas de 1991 y 1992, los precios cayeron en picado, la exportación se derrumbó y su imagen empezaba a criar el “michelín” de la frustración. Sufrieron una crisis de identidad. Un nuevo Muscadet solicitaba el favor del cliente; pero era banal, soso, sin nervio ni raza, obsequioso y ordinario. Pero un puñado de rebeldes seguía fiel al estilo tradicional. “Sur lie” ahora es uno de los certificados de nobleza que habrá de apartar el grano de la paja, el vino adocenado de la calidad superior. Otros lo llaman “sub-apelaciones regionales”.
Luc Choblet es una especie de Lancelot del Lago. Cabalga en defensa del terruño de Lac de Grand Lieu, un lago de 400 hectáreas en el centro de una zona de protección natural de 7.000 hectáreas. “Gracias a esta superficie de agua poseemos aquí un microclima muy especial”, es su mensaje al visitante. Los suelos de gneis, pizarra y granito hacen lo demás para conferir un bouquet especial al vino de Melon, por lo general más bien neutral. Hace vinos de terruño que se llaman Clos de la Sénaigerie, Clos de la Fine y el disputado Cholet. Son vinos cuya función ya no es sólo refrescar las gargantas de marineros sedientos, ahora también honran la mesa elegante. Con lo cual, el Muscadet parece definitivamente preparado para salir rumbo al siglo XXI.
Angers, un nombre que se derrite en la boca, suave y redondo como un caramelo de frambuesa. Es una capital ruidosa, eso es cierto, un paraíso para ir de compras, con zonas peatonales y generosas zonas ajardinadas. Pero también refrescantemente provinciana. Rodeando a Angers están algunos de los viveros franceses más importantes (“pépinières” se llaman en francés, aunque no crezcan pepinos) que aprovechan el clima suave y equilibrado de la región, templado y dulce como un día del veranillo de San Martín. Los influjos continentales y oceánicos se complementan perfectamente y evitan cualquier exceso, tanto en lo que respecta a la temperatura como a las precipitaciones. Suave y dulce como la frambuesa es también el artículo de exportación más conocido de la región de Anjou: el Rosé d’Anjou dulce, una bebida realmente repulsiva, vinificada con Gamay, Grollot y Cabernet franc. Los expertos miran por encima del hombro este indigno vino, pero los jubilados de toda Francia lo adoran y, a pesar de la demanda decreciente (los consumidores lo dejan morir lentamente), se sigue produciendo en cantidades respetables: el Rosé d’Anjou y su pariente algo más aristocrático, el Cabernet d’Anjou (Cabernet franc varietal puro), juntos siguen llegando a los 300.000 litros anuales, casi la mitad de la producción total de la región de Anjou/Saumur.
El que no haya conseguido venderle a nadie su rosado, habrá reorientado su producción al tinto ligero. Muchos de los tintos de Anjou están entrenados para ser jóvenes y frescos, con aromas que recuerdan al saúco, la grosella negra y la frambuesa, y se adecuan perfectamente a cualquier mesa de casa de comidas de este mundo. Pretenden emular el éxito de su vecino Saumur-Champigny, que conquistó en los años setenta los buenos restaurantes de París. Acordémonos: en aquella época, la Nouvelle Cuisine paseaba su espectro por todas las cocinas francesas y espoleaba a los Chefs a creaciones más y más demenciales. Un vino fresco con mucha acidez y poco alcohol, una especie de híbrido de Beaujolais nouveau y Burdeos sencillo, venía a pedir de boca, ya que pocas veces le hacía la competencia a las muy artísticas construcciones sobre el plato, y su perfume a pimientos verdes era algo así como una tarjeta de visita del vino, fácilmente reconocible, incluso a través de la nariz resfriada de un yuppi.
Ese fue el motivo de su repentina prosperidad. La demanda aumentó y, con ella, la producción. “¡Esto es una locura! ¡Allá por 1992, algunos vinos de esta Denominación no pasaban del color rosa, con cosechas de 150 hectolitros por hectárea!”, se indigna Bernard Foucault, uno de los raros productores de Saumur-Champigny que se han hipotecado totalmente a la calidad.
Bernard Foucault, Nadi para sus amigos, corresponde con bastante exactitud a la imagen que habitualmente se tiene del dios germánico del trueno Thor: un gigante, un sansón, inmenso en su Walhalla, que es su bodega de barricas excavada en la piedra toba, de caliza porosa, mesándose el gigantesco bigote y deshaciéndose en improperios contra la laxitud de sus compañeros vinicultores, e instintivamente uno busca en sus manos enormes el rayo y el martillo. Desde 1968 se ocupa de su empresa familiar en Chacé, situada a pocos kilómetros de Saumur, junto con su hermano Jean-Louis, tan bigotudo y de tan imponente estatura como él.
Cultivan apenas ocho hectáreas, plantadas exclusivamente con Cabernet franc, y parte de sus cepas son de edad respetable. Esta superficie de viñedos aún da tres Cuvées diferentes: Clos Rougeard, una mezcla de distintas parcelas, y los dos Crus Les Poyeux y Clos le Bourg.
Los medios con los que los hermanos Foucault elaboran sus vinos intensos y, sin embargo, aromáticos y llenos de matices, son la cercanía a la naturaleza, el cultivo tradicional de las vides, respeto al suelo, cosechas modestas y una fermentación lenta y extremadamente tradicional en tanques abiertos con “pigeage” (golpear con unas gruesas barras la superficie del vino o “pinchar el lago”, que se dice en España). La única concesión a la modernidad es la elaboración en barricas de roble, procedentes de Château Margaux. Desgraciadamente, la brillante medalla que a uno le gustaría prender al pecho de estos hermanos, para honrar sus méritos alrededor del Saumur-Champigny, tiene un lado oscuro: la disponibilidad. Ocho hectáreas de modesta vendimia jamás podrán ser suficientes para satisfacer la demanda de sus vinos. La mayoría de las veces, los Foucault contestan lacónicos: “Ya no hay existencias.”
A quien le resulte demasiado fatigosa la búsqueda de la aguja de la calidad en el pajar de los tintos adocenados, quien no consiga un raro tinto realmente interesante, como los que producen, además de los Foucault, Thierry Germain (Domaine des Roches Neuves) o Philippe Vatan (Château du Hureau), decídase resueltamente en favor de los blancos, elaborados casi exclusivamente a partir de la variedad Chenin.
En cuanto a los vinos blancos, esta región ofrece cosas únicas. Bonnezeaux, Coteau du Layon y Quarts-de-Chaume se elaboran en dulce noble y, en el mejor de los casos, son de raza incomparable y opulenta plenitud. Sin embargo, Savennières y La Coulée de Serrant pertenecen a los mejores blancos secos del mundo, y entre los vinos blancos de Anjou y Saumur se encuentra más de uno digno de ser descubierto, a precio razonable. Hablando de precio razonable: una de las direcciones más fiables de la región es la cooperativa vinícola de Saumur. Allí, en la misma bodega se puede adquirir todo el abanico de vinos de la región, tanto tintos, como blancos o Saumur brut.
Pero los sumos pontífices de los blancos se llaman Jean-Claude Papin y Nicolas Joly. El primero es un místico del terruño, el segundo un mago de la biodinámica. Papin administra el Château Pierre Bise en Beaulieu-sur-Layon. Allí dialoga con su suelo, intenta comprender el ciclo de la naturaleza, la mejor maduración, la riqueza de sus uvas. El resultado son unos vinos introvertidos y complejos -Anjou sec, Coteaux du Layon Beaulieu, Coteaux du Layon Chaume, Quarts-de-Chaume y Savennières-, que tienen pocas de las características ruidosas, profundamente concentradas y llenas con las que compiten por el favor de los consumidores las nuevas estrellas del dulce noble Layon (Jo Pithon, Philippe Delesvaux o Vincent Ogereau).
Nicolas Joly vive justo enfrente de Jean-Claude Papin. En días claros deberían poder darse los buenos días. Aunque los separan el Loira y algunos kilómetros en línea recta. La Coulée de Serrant es un viñedo realmente impresionante, situado en una ladera que desciende hacia el Loira, cuya cima domina el castillo del señor; es un terruño, un clima, un Clos, una Denominación de solo siete hectáreas que forma una unidad compacta y cerrada, un microclima que raras veces puede encontrarse en el mundo entero. Proteger este terruño, este microcosmos, es la meta declarada de Nicolas Joly. Desde 1985 se dedica a la viticultura biodinámica, ante lo cual la región primero se sonreía, luego lo miraba con asombro y ahora lo admiran todos en muchos kilómetros a la redonda.
Permítale que le inicie en las bases de la biodinámica, ese sistema de cultivo integral fundado por el antropósofo Rudolf Steiner, desacreditado por sus adversarios, que lo acusan de charlatanería. Después de un encuentro con Joly, verán el mundo (y no sólo el del vino) con nuevos ojos. Sus vinos son la copia fiel de la personalidad de su hacedor, incómodos, singulares, vivaces y llenos de carácter, más llenos que los Savennières secos pero, en la mayoría de los casos, terminados sin resto alguno de abocado.
Savennières es, en fin, la denominación de blanco peor conocida de Francia. Allí, la variedad de uva Chenin adquiere aún más refinamiento, más frescura y más elegancia que en cualquier otro lugar. Junto a Nicolas Joly, que también ofrece un buen Savennières y un magnífico Savennières-Roche-aux-Moines, naturalmente criado según el mismo método que La Coulée de Serrant y Florent Baumard, con su excelente Clos du Papillon, también Château d’Epiré es uno de los principales productores de esta Denominación, con sólo 90 hectáreas de extensión.