• Redacción
• •
• 1999-04-01 00:00:00

Qué es lo que se trae el turista como recuerdo de su largo viaje a las Antípodas? Un precioso wombat de peluche, un “hand painted traditional Aboriginal Boomerang” (“bumerán tradicional aborigen pintado a mano”) y un abrigo de montar Driza-bone de algodón encerado. Y, además, una caja de tres botellas de Syrah, tan opulento como la compota de ciruela sacada de una caja de puros. Este quinto continente es el que se suele reducir más sistemáticamente a un par de clichés. Y su vino también, como cuando se habla de su Chardonnay, Cabernet o Syrah como garantía de “pura fruta”. Y los comerciantes cultivan esta imagen. “Seleccionamos aquello que hace que Australia sea única. La probabilidad de hacer otros descubrimientos es muy alta, pero ¿para qué íbamos a importar Riesling o Sémillon desde el otro lado del mundo, si se parecen a los vinos europeos?”, me hizo reflexionar un importador.

Por eso aquí muy rara vez se encuentran el tradicional Sémillon del Hunter Valley, inaccesible en su juventud pero que a la edad de diez o más años adquiere súbitamente carácter, con aromas de hierbas, humo y miel y un ácido maduro y jugoso. O bien esos fascinantes Riesling del Eden Valley que pueden compararse con algunos grandes alsacianos, incluso en lo que respecta a su incomparable tono de petróleo. Tampoco los inyectados Muscat y “Tokai” de Victoria ni las especialidades de Barossa, vinos elaborados a la manera del jerez y del oporto, disfrutan entre nosotros de la atención que merecerían por su calidad.

Pero, ¿acaso los grandes vinos de esta tierra no pretenden ser algo más que productos alimenticios? ¿Acaso no son portavoces de un terruño muy concreto? ¿No representan la cultura de un país? Siendo así, deberíamos tomar en consideración todo el amplio espectro de los vinos superiores australianos. (¿Qué pensaríamos de unos aficionados al arte moderno que sólo se interesaran por los trabajos aborígenes, argumentando que en Europa ya hay suficiente arte moderno “blanco”?). Para comprobar que Australia tiene algo más que ofrecer que “perfecta enología” y un pulido estilo “New World” (“Nuevo Mundo”), hay que desplazarse personalmente a las Antípodas, “down under”. Quien se zambulla en esta aventurada multiplicidad pronto se dará cuenta de cómo este continente del vino, que se suele percibir vagamente como un gigantesco todo, adquiere color y perfil. Se va descubriendo el carácter individual de cada región. El country life en Hunter Valley, de inspiración británica. La mentalidad surfista de los vinicultores de Margaret River. Y de repente, aparece el virus del entusiasmo...

El Sur es la locomotora de la vinicultura australiana. Va acelerando cada vez más deprisa. Diariamente se destacan nuevas etiquetas “from Zero to Hero” (“de cero a héroe”). Pero aunque en el crisol de vinos que es Adelaide todos hablan de Big Business y de exportaciones récord, la enología (“Wine-making”) no se ha quedado parada. En la Meca del coupage, la filosofía del terruño va cobrando importancia. Y además, el 98 es un milagro que reposa en la bodega.
Las elevadoras de horquilla circulan raudas por entre acantilados de barricas. En una de las muchas rígidas naves de cemento de la fábrica de vino Penfolds, arriba, en el Barossa Valley, treinta y siete mil barricas reposan bajo luces de neón. No son barricas cualesquiera. En esas treinta y siete mil barricas sólo hay vino tinto. Exclusivamente vino de calidad Premium y Super-premium. Lo cual quiere decir treinta y siete mil veces seductora fruta con abocado aroma de bayas. Treinta y siete mil veces aroma de roble concentrado. Hay que hacer un esfuerzo para imaginar tan inmensa masa de “Nuevo Mundo”. Pero suponiendo que todo ese vino fuera mío y suponiendo que me bebiera una botella diaria, las existencias me durarían 31.859 años. Lo que allí reposa ordenadamente apilado es toda la variedad, todo el potencial del sur de Australia, seleccionado y marcado, barrica a barrica: variedad de uva, viñedo, valoración de su potencial. Listo para el coupage definitivo. ¿Treinta y siete mil elementos para jugar, como los niños con las piezas de los juegos de construcción? Bueno, los enólogos no son totalmente libres, pues los ambiciosos modelos ya están predeterminados y se llaman “Grange”, “Bin 707” o “Bin 389”.
El coupage es la gran habilidad de los enólogos del sur de Australia. Con él han iniciado su marcha triunfal por el mundo. ¿No es increíble hasta qué punto se equipara la vinicultura de todo el continente australiano con ese típico “All-South Australia Blend”, que conocemos sobre todo por Wolf Blass, Lindemans, Elderton o bien el Bin 707 de Penfolds? Este último quizá sea el representante más extremadamente radical del estilo del Nuevo Mundo, que se define así: temprana opulencia por su elegante densidad, fruta dulzona y aromas de roble, perfectamente equilibrado, que se puede beber inmediatamente.
El ordenador resulta útil
Puede decirse que el difícil arte del coupage culmina en éxito cuando la mezcla de las partes de distintas barricas no producen un vino corriente sino algo absolutamente único. Tan singular como el Grange del 92, fascinantemente espeso, a pesar de dar impresión de frescor (Syrah de Barossa Valley, Coonawarra y McLaren Vale). O bien el recién nacido “Yattarna” que, tras un difícil parto, se ha convertido merecidamente en el homólogo blanco del legendario Grange. Sobre una base de 100 muestras distintas de Chardonnay se crearon ocho coupages, entre los que finalmente ganó la carrera el Bin 144 (Chardonnay de Adelaide Hills y McLaren Vale).
Incuestionablemente, este vino justifica el esfuerzo realizado. Sólo cabe preguntarse si el mundo estaba esperando otro Super-Chardonnay más, ahora que los aficionados a esta variedad están empezando a cansarse de ella. En el caso de Orlando-Wyndham, el otro gigante de Barossa Valley, el acto de mezclar se inicia ya en el viñedo. Antes de proceder a nuevas plantaciones, se analiza el suelo, bloque por bloque, exactamente cada 70 metros. Su valoración por ordenador determina qué variedad y qué programa de riego son los más adecuados para cada bloque. Y eso no es todo. Como cada bloque (un viñedo puede constar de docenas de bloques) se “gestiona” por ordenador, las uvas pueden calificarse con notas del 1 al 3 mucho antes de la vendimia, con lo cual su suerte ya está echada antes de llegar a la bodega.
El descubrimiento del terruño
A pesar de todo, el coupage (“blending”) ya no es la única panacea de la vinicultura en el sur de Australia. Como los europeos enamorados del vino están dando una importancia cada vez más primordial al terruño, también en Australia se distingue una tendencia al “Single Vineyard Wine”. Los dos magníficos Syrah de Henschke, el “Mount Edelstone”, de un viñedo de 16 hectáreas con cepas de más de 70 años de edad, y aún más el “Hill of Grace”, de un viñedo de ocho hectáreas con cepas que superan los 130 años, ya son tan legendarios y, por consiguiente, tan raros como el Grange. Yalumba, que en Eden Valley dispone de viñedos tan excelentes como Pewsey Vale, Heggies Vineyard y Hill-Smith Estate, también ha lanzado ya cerca de diez vinos “Single Vineyard”. La famosa finca vinícola Wirra Wirra, en el McLaren Vale, va aún más lejos con sus “Vineyard Series”, para las que se vinifican y embotellan partidas mínimas de vinos con características muy explícitas, en su mayor parte una selección de un rincón particular de un viñedo. Además, empiezan a proliferar las boutique-wineries, que trabajan exclusivamente con uva de su propio viñedo o de su distrito, y cuya intención es definir aún más el concepto de terruño. “El Barossa Valley es un valle con historia y cultura propias. Queremos que los amantes del vino europeos, precisamente, perciban más claramente este origen característico, inconfundible, de nuestros vinos”, dice el vinicultor de Barossa, Peter Schulz, cuyos vinos proceden de las cepas que rodean su finca “Turkey Flat” en Tanunda. A lo que aspira Peter Schulz es a perfilar más las distintas zonas de vinicultura según el modelo europeo. Al igual que Côte Rôtie, por ejemplo, se considera parte independiente del valle del Ródano, así también el Barossa Valley tendría que hacerse valer como parte independiente dentro del sur de Australia.
El vasto McLaren Vale, con sus silenciosos valles adyacentes y sus apartadas playas, o bien el árido y montañoso Eden Valley, también son zonas con un carácter extremadamente individual. Las grandes y poderosas Casas, por el contrario, no tienen interés alguno en que se perfilen zonas de vitivinicultura individuales. Precisamente ellas, que mezclan en sus Multi-District-Blends uvas de todas esas regiones, prefieren que todo el inmenso sur de Australia se siga considerando una unidad, como hasta ahora, y que así sea aceptado por los incondicionales del vino.
El precio explosivo de la tierra
Cuando los primeros colonos empezaron a plantar cepas en el sur, hace 130 años, nada en absoluto hacía sospechar que estaban colocando la primera piedra de un “boom” que ya empieza a adquirir las dimensiones de una fiebre del oro. Los rigores que vivieron los primeros colonos en el Barossa Valley están plasmados en las lápidas de los cementerios. Sirva la de Karl Albert Hermann Grosser, en el viejo cementerio de la colonia alemana Bethany, como ejemplo del destino de un emigrante en toda su trágica dimensión. En 1841 salió de su patria, Silesia, y con su mujer y sus seis hijos se embarcó en el largo viaje hacia Australia. Por el camino, en pleno Atlántico sur, vino al mundo su hija Salomé, que murió poco después de llegar a Adelaide. El propio Grosser sólo vivió siete años en su nueva patria. En aquella época de pioneros, muchos colonos morían pronto, vencidos por las privaciones. Meshach Burge, por el contrario, procedente del sur de Inglaterra, y que llegó al Barossa Valley en 1855 con sus padres, siendo niño, vivió 99 años y 9 meses. Cuando en el año 1988 su biznieto, Grant Burge, buscaba un nombre para su Syrah superior, pensado enteramente para la longevidad, pronto tuvo claro que sólo había un nombre verdaderamente adecuado: Meshach, naturalmente. La historia del éxito de Grant Burge refleja como ninguna otra los años del “boom” en el Barossa Valley. “Cada vez que iba a comprar tierras”, recuerda, “mis amigos me prevenían del alto precio. Pero los precios siguen subiendo y las tierras que antes parecían caras, pasados apenas algunos meses ya resultaban haber sido una ganga”. Con otras palabras: en 1971, una hectárea de buena tierra de viñedo costaba 500 dólares australianos. En 1990, la misma hectárea ya costaba 5.000 dólares. Actualmente, el precio se sitúa alrededor de los 25.000 dólares. Grant Burge ha ido aumentando sus propiedades en el Barossa Valley hasta las 1.200 hectáreas aproximadamente. Están plantadas de vides 320 hectáreas. Otras 200 a 300 hectáreas son apropiadas para nuevas plantaciones de viñedos. Actualmente, Grant Burge es el mayor propietario de viñedos en el Barossa Valley. Gestiona sus negocios desde el jeep por teléfono móvil y radio, compartiendo la torre de transmisión con la policía local. En su bodega, llena a rebosar, sólo las mejores uvas se vinifican bajo la etiqueta Grant Burge.
Sin olvidar el Riesling
La vinicultura australiana va de récord en récord: entre 1992 y 1996, la superficie de viñedos creció en total un 50 por ciento. La inmensa inversión de más de mil millones de dólares australianos se está amortizando rápidamente. El año 1998 está considerado como el año récord absoluto, tanto cualitativa como cuantitativamente, claro está. Y las cifras de exportación explotan literalmente. El sur, con un 60 por ciento del volumen total, es el marcapasos de esta historia de éxito, que es como un cuento de hadas. Y a pesar de que muchas bodegas producen al límite de su capacidad con régimen de turnos de trabajo, el nivel de calidad no ha descendido. Gracias a las nuevas técnicas aplicadas a los viñedos, la maduración óptima de la uva ya no es necesariamente sinónimo de un tremendo contenido de azúcar ni del consiguientemente alto nivel de alcohol. (Por cierto, el Stonewell del 90 de Peter Lehmann, con un 12,5 por ciento justito de volumen de alcohol, es el ejemplo perfecto de un Syrah concentrado a la par que agradable). Además, ha quedado demostrado que la tan temida disgregación de los vinos (en la que ácido, tanino y fruta parecen desenlazados) se puede evitar prolongando la maduración en barrica.
Por suerte, la continua gran demanda de los opulentos Syrah, Cabernet y Chardonnay, que precisamente sólo crecen en el sur de Australia, no ha llevado al descuido de las especialidades tradicionales (por ejemplo, los Riesling de Orlando, Henschke y Petaluma, o bien los “ajerezados” D.P. 116 Show Amontillado y D.P. 38 Show Oloroso de Seppelt). Se realizan sistemáticamente experimentos con variedades nuevas. La Verdelho (p. ej. de Chapel Hill) y la Viognier (p. ej. de Yalumba) han demostrado su potencial cualitativo tanto como la Garnacha (p. ej. Turkey Flat) o la Sangiovese (p. ej. Coriole). En los viñedos experimentales se encuentran cada vez más Marsanne y Roussanne, Mourvèdre y Nebbiolo.
¿Astros o estrellas fugaces?
Un fenómeno discordante son los tan altamente calificados vinos de culto, que aparecen como las setas en la tierra fértil. Mucho de lo que se eleva en el firmamento de los vinos como nueva estrella en realidad no es más que una estrella fugaz hábilmente puesta en escena. Kim Tolley, tataranieto del fundador de Penfolds, el Dr. Chistopher Rawson Penfolds, demostró hace ya diez años cuánta fama se puede conseguir por adelantado con una representación bien escenificada. Antaño, cuando se trasladó a Coonawarra para fundar su finca Penley, empezó por posar vistiendo un abrigo driza-bone y un pantalón de piel de topo delante de la estación de tren de Coonawarra, muy cinematográficamente desierta. El sombrero sobre una maleta y una barrica en una carretilla redondeaban aquella imagen que dio la vuelta la mundo del vino con el titular “Arrival. The tradition continues” (“Llegada. La tradición continúa”). Prácticamente antes de que produjera sus primeros vinos (que, desde luego, supieron agradar) Coonawarra ya se equiparaba con Penley, a pesar de que la pareja de vinicultores Joy y Doug Bowen hacía ya 15 años que estaba allí, perseverante, extrayéndole a esa estrecha franja de tierra fértil rodeada de la nada en forma de estepa, unos vinos Cabernet y Syrah altamente concentrados, al estilo clásico de los bodegueros autoabastecidos. Hoy más que nunca, Bowen Estate sigue siendo valiosísima información privilegiada en el sur de Australia.
Vinos fantasmas
Mientras tanto, Kim Tolley ya ha estado maquinando una nueva travesura. Junto con el tratante de vinos suizo Tim Abegg, ha lanzado el Ausvetia. Esta pomposa combinación de palabras (“Aus-” de Australia y “-vetia” de Helvetia) sugiere un producto artificial, pulido según los parámetros Parker. Se compra uva seleccionada Syrah del Barossa Valley y McLaren Vale, se sazona con algo de Cabernet, se encarga la vinificación del conjunto a una bodega de alquiler, madurándolo en madera nueva, para distribuir después esos pocos miles de botellas alrededor del mundo entre algunos desgraciados que, creyendo ingerir el espíritu de la época, corren tras cualquier vino que sea lo bastante raro y lo bastante caro.
El más curioso de estos vinos fantasma es el Astralis de Clarendon Hills. Ya el nombre suena a horóscopo de mercadillo callejero. La etiqueta es la expresión del mal gusto concentrado. Con respecto al enólogo, un tal Roman Bratasiuk, sus compañeros de profesión coinciden sobre todo en una cosa: en su arrogancia. “Ese vino es como su etiqueta: una bufonada. No sé de qué viñedo proceden las uvas. No sé quién hace ese vino. Ese vino ni tiene historia, ni tiene cultura. Se puede adquirir, como mucho, en Hong Kong o en Suiza y lo celebro, porque aquí en Australia nadie lo echa de menos.” Esto es lo que dicen vinicultores veteranos de un vino que, en su opinión, se ha elaborado en base a una interpretación demasiado polarizada del concepto de enología. Sólo hay un problema: el vino es excelente. ¿Y no dicen que, en última instancia, la verdad siempre está en la copa?
Es curioso que sean precisamente los mismos enólogos australianos los que relativicen cada vez más la validez del winemaking. Piensan que la enología no debe conducir al producto anónimo. Los vinos deben contar historias, historias de su patria, de la tierra, como la de aquel árido pedregal sobre la cima de una montaña de pizarra, donde Colin Gramp cierto día hizo plantar aquel diminuto y hoy legendario viñedo de Riesling. O bien historias de personalidades como el bodeguero de Penfolds, Max Schubert, quien, a pesar de la oposición interna, finalmente creó el Grange, el rey de todos los coupages. Los vinos de Wirra Wirra, ¿no saben mucho mejor conociendo algunos de los irregulares episodios que rodean a su excéntrico propietario Ken Trott, Trotty para sus amigos? Por suerte, en el sur de Australia, donde la vinicultura se define orgullosa como industria, hay un montón de vinos llenos de carácter y personalidad. Ésas son las auténticas estrellas del sur.

En el salvaje Oeste

Grandes cosas le vaticinaban a la “Cool Area”, en el oeste. Fue hace diez años. Pero hace ya tiempo que los Cabernet, Chardonnay y Sémillon no pueden responder a tan altas expectativas. En las bodegas de Margaret River, la normalidad pragmática ha sustituido a la euforia de los tiempos de los pioneros. Sin embargo, cuando las enormes olas se abalanzan sobre la costa y los vinicultores sacan la tabla de surf del cobertizo, de repente, ahí están las especiales vibraciones del salvaje oeste.

Sopla una brisa de New Age sobre esta franja de costa salvaje. Los surfistas no son tipos playeros, rubios y bronceados como los que se suelen ver en los prospectos y tarjetas postales australianas. Son unos chiflados que, aun con temperaturas superiores a los 20 grados, llevan extraños gorros de lana y van al Cape Mentelle en furgonetas pintadas de colores, para ver qué tal están hoy las olas. Hay tiendas que venden todos esos complementos que los esotéricos necesitan diariamente. El restaurante más original de Margaret River lleva el nombre de “Arc of Iris”. El cocinero tiene aspecto de no saber decir que no a un buen porro. De noche, se puede cenar a la luz de las escasas velas, trayéndose el propio vino, un “pato a la naranja” francamente excelente, mientras las cuerdas del sitar y los ritmos de la tabla amenizan la sobremesa. David Hohnen, fundador y copropietario de Cape Mentelle Vineyards, actualmente el productor local más importante con unas 100 hectáreas y una paleta de vinos siempre impecable (especialmente buenos: coupage Sémillon/Sauvignon, Cabernet y Zinfandel) también parece apreciar las “extrañas vibraciones” de este lugar particular, a pesar de que la intimidad de los primeros tiempos va dando paso lentamente al ajetreo turístico. Hohnen ya sólo va a hacer surf justo después del amanecer, cuando las olas son sólo para él. Parece ser que a los pioneros les cuesta su buen esfuerzo este boom, aunque de hecho hayan participado en su fundación con sus vinos. De cualquier manera: la fuerza y el ímpetu de la naturaleza son inquebrantables y las fincas de los vinicultores desaparecen por completo tras los enormes eucaliptos con sus copas ralas, despeinadas por las rachas de viento, tal y como están representadas en la etiqueta de Cape Mentelle.
El último barniz
Los vinos de Margaret River ciertamente son buenos. Ninguna objeción, todo está en orden. Los Cabernet son carnosos y potentes, los coupages de Sémillon y Sauvignon, jugosos y crujientes. Hay mucho vino honesto por un precio francamente menos exorbitante que abajo, en el sur. Sólo que, de vez en cuando, se tiene la impresión de que, de alguna manera, les falta el último barniz, los matices diminutos que distinguen un buen vino de un vino verdaderamente grande. ¿Dónde está el Grange del oeste? O quizá habría que preguntar: ¿Cuáles son las características realmente específicas, individuales, del terruño de Margaret River? ¿Qué variedades desarrollan ahí un carácter verdaderamente propio? Quizá sea una tontería formular tales preguntas. Porque el boom de todo lo que se llame vino sobresaliente australiano obliga allí también a producir al máximo. Hay que sacar cada vez más botellas, los tratantes esperan impacientes. ¿Para qué tales exigencias elitistas y sutilezas, cuando se está haciendo un buen trabajo? Y sin embargo, no dejaría de ser interesante ver lo que sería posible si se subordinara todo al principio de la calidad. La vinicultura en Margaret River se ha desarrollado, eso es indudable. Pasaron los tiempos en que los vinicultores tenían que disculparse explicando que ciertos aromas verdes y taninos duros formaban parte del carácter del vino de esta zona. También allí han aprendido a embotellar fruta elegante. Estadísticamente hablando, es el lugar de Australia donde se producen más vinos buenos. Pues aunque las cepas de Margaret River sólo suponen un escaso uno por ciento del total de los viñedos australianos, producen el 20 por ciento de todos los vinos sobresalientes del quinto continente. La individualidad de la vinicultura del oeste de Australia también es algo poco frecuente. Si bien en otras regiones vinícolas los vinos se mezclan arbitrariamente (es frecuente “mezclar” un Syrah del Hunter Valley, Sidney, con otro Syrah del Barossa Valley, Adelaide, situado a unos 2.000 kilómetros de distancia), las botellas del oeste australiano en verdad contienen sólo y exclusivamente vino del oeste australiano.
El extremo occidental de Australia es un mundo aparte. Los habitantes de Sidney, por ejemplo, a 4.000 kilómetros, sienten Perth más lejano que Europa. Aquella noche de Febrero del año 1962 en que John Glenn sobrevoló con la primera nave espacial americana el oeste de Australia, desértico con excepción de esta metrópolis de millones de habitantes, a orillas del Swan River, todos encendieron las luces expresamente a su paso: ¿con la esperanza de que el mundo se apercibiese de su existencia? Y eso que el país está lleno de riquezas. Con la euforia de los hallazgos de oro hace cien años y la consiguiente conexión a las líneas del telégrafo y del ferrocarril, empezó a formar parte del mundo civilizado. Más tarde se descubrieron otras riquezas del subsuelo. Actualmente, al bordear la costa hacia el pequeño mundo del vino en Margaret River, al sur de Perth se ven enormes complejos industriales que elaboran mineral de hierro, níquel y bauxita. A cuatro horas de coche al sur de Perth está Margaret River, que antaño fue isla, antes de que se desecaran las aguas bajas que la separaban del continente. Pero este afortunado pedacito de tierra, todo cubierto por las sombras de los enormes eucaliptos y acacias, sigue rodeado de mar por tres lados. Durante los años de postguerra, sus escasos habitantes vivían de esta madera. La pesada y maravillosa madera de eucalipto caoba, con su tono rojizo, se exportó al mundo entero. El agrónomo Jonh Gladstone, a principios de los años 60, fue el primero en comprender que en Margaret River, donde la influencia de la corriente antártica hace que los meses de verano sean mucho más frescos que en Perth, las condiciones eran ideales para la vinicultura. En todo caso, la evolución de las temperaturas durante la época de vegetación se parece sorprendentemente a la de Pomerol.
Los “Medical Winemakers”
Tom Cullity, un médico de Perth, leyó las publicaciones especializadas de Gladstone y partió por primera vez en 1965, montado en su Peugeot 403, en busca de ese terruño que Gladstone describía como especialmente predestinado para la viticultura: esos bosquecillos de eucaliptos claros junto a la costa, con su suelo de lodo rojo entremezclado con grava. “Entonces Margaret River no era más que un montoncito de paupérrimas barracas de colonos que se afanaban en vano por talar los bosques para levantar granjas lecheras. Podrías haber vaciado el cargador de una escopeta en plena Calle Mayor sin problemas, con la certeza de no darle a nadie”, recuerda Cullity.
Pero él se quedó y fundó Vasse Felix, que sigue siendo, aunque con otro propietario, una de las fincas más destacadas. Le siguieron otras tres familias de médicos: los Cullen, que ya poseían tierras, plantaron los primeros viñedos. Los Pannell fundaron Moss Wood. Y el matrimonio de médicos John y Eithne Lagan, que habían venido de Irlanda para salvar del cierre el deteriorado hospital de Margaret River, pusieron la primera piedra de Château Xanadu. “La primera de las cosechas de la nueva era, el Vasse Felix del 71, ni siquiera llegó a la bodega. Las uvas que no estaban podridas, se las habían comido los pájaros”, rememora Tom Cullity. También los otros “Medical Winemakers” tuvieron que pagar el precio del aprendizaje. El primer vino que presentó indicios del potencial latente en esta región fue el Cabernet Sauvignon del 74 de Moss Wood.
Vendimia a mano, levaduras naturales
Los pioneros, ante todo las empresas familiares que se han mantenido pequeñas, Cullen y Moss Wood, siguen siendo los que sondean más sistemáticamente el potencial de calidad de los terruños en Margaret River. Ambos trabajan mayoritariamente con su propia uva. Ambos prescinden de toda irrigación de las cepas, para conseguir el óptimo de la fruta. Ambos vendimian a mano. Keith Mugford lleva su Domaine Moss Wood, de nueve hectáreas, realmente diminuta para las dimensiones australianas, con la exactitud de un vigneron borgoñés, y en su bodega de barricas, hecha de ladrillo, uno podría imaginar que está en algún lugar entre Dijon y Beaune. Insiste en lo importante que es la elección del mejor terruño allí, en el vasto e inabarcable Margaret River. Asegura que la arena rojiza entreverada de piedras es el mejor suelo base de la zona y añade: “Hay que plantar los viñedos sólo en las cimas de las colinas expuestas, orientadas al norte, porque así se garantiza una buena maduración y, por consiguiente, un máximo de aromas.” Preguntado acerca del potencial de cada una de las variedades, Keith Mugford se muestra reservado. Piensa que el Pinot noir probablemente nunca pase de ser algo bastante especial. Que en la parte septentrional de Margaret River, la variedad más prometedora es la Cabernet Sauvignon, opina este hombre que, conscientemente, dice ser “vignerous” y no winemaker, enólogo. Vanya Cullen, que estudió zoología y música antes de hacerse cargo de la empresa de sus padres, fermenta sus mejores partidas de Chardonnay y Sémillon de manera natural, es decir, sin añadir levaduras cultivadas, y después mantiene los vinos durante varios meses sobre la levadura fina. El resultado es notablemente más complejo y de estructura más fina. Pero el vino estrella de Cullen es el Reserve Cabernet/Merlot. El del 93 muestra aromas de baya y pimienta, con tonos animales, elegante en boca, pero sin detrimento de su textura masculina.
Rutilantes estrellas de Margaret River son también los muy llenos Chardonnay de Leeuwin Estate, esa impresionante finca en medio de un parque en el que han tenido lugar conciertos al aire libre de Diana Ross y de Ray Charles, ante una masa tan numerosa de gente que podría creerse imposible en ese apartado rincón de la tierra. En cuanto al Riesling, parece darse mejor algo más al sur, en la región de Mount Baker, tanto el seco (p. ej., el de Howard Park), como el dulce noble (p. ej., el Noble Riesling de Vasse Felix).
La fuerza suiza
Pero el espíritu innovador, el valor de experimentar, la ambición de subir el listón cada vez un poquito más y atreverse a hacer algo nuevo cada año, ése se encuentra actualmente sobre todo en el extravagante Château Xanadu con el incansable enólogo suizo Jürg Muggli, cuyo nombre tan delatoramente suizo, tan suizo como los agujeros en el queso, no le impide ser casi más australiano que los australianos.
En las bodegas, en una galería con vistas sobre tanques de acero y barricas, está el estudio de pintura de Robert Lawson. Suyas son también las etiquetas pintadas a mano -cada etiqueta es un original- de la serie Art Series, para la que Jürg Muggli elige las mejores de entre las mejores barricas que habían sido destinadas al Reserve. Es una selección de la selección. De las cosechas de 1995 y 1996 eligió Cabernet franc en ambos casos, vinos de fantástica densidad licorosa, y del año 1997 seleccionó un Merlot no menos convincente.
Es difícil determinar qué tiene más influencia sobre este pequeño paraíso a orillas del océano Índico: la mentalidad del surf o la mentalidad del vino. O bien, justamente la combinación de ambas cosas. Las dos son ciertamente embriagadoras. Y cada una de ellas también es una forma de “Arte en el Tiempo”, pues cuando se ha apurado el más elegante Cabernet y cuando se ha cabalgado sobre la ola más majestuosa, los dos ya sólo son un trozo del recuerdo. El propietario de la espléndida finca Leeuwin Estate, Denis B. Horgan, que pronto cumplirá los 60 años, se enorgullece de decir que es un GOMS. La abreviatura significa “Grand Old Man of Surf” (“Viejo gran surfista”). Aún sabe cómo agarrar las olas, porque hay que agarrarlas, pues son peligrosas. Al bajar por la carretera de la playa desde la bodega Cullen Winery, la cosa va quedando cada vez más clara: los surfistas las llaman “Guillotine”, a esas masas gigantescas que se estrellan allí contra la tierra.


Aire fresco del Nuevo Mundo

En su juventud pueden parecer tan rudos como las cercanas montañas: los vinos del Hunter Valley no manifiestan su verdadera elegancia hasta pasados algunos años de maduración. Medido a escala australiana, el pequeño mundo del vino junto al Hunter River, donde caballos y vacas pastan junto a las vides, ya casi parece europeo.
El primer contacto con la familia Tyrrell se produjo de manera indirecta. Cierta velada en el restaurante Cacciatore, en Pokolbin, el corazón del Lower Hunter Valley, Pauline Tyrrell cenaba casualmente con algunas amigas en la mesa contigua. Sobre la mesa había más botellas que personas y, así, no era extraño que algunas de las botellas de Tyrrell aún estuvieran medio llenas cuando las mujeres abandonaron el local. Uno de los vinos sobrantes era un VAT 9 Dry Red de 1985. Nunca se debe desaprovechar la ocasión de catar un vino maduro, sobre todo en el “Nuevo Mundo del Vino”, y por eso nos hicimos discretamente con dicha botella. El Syrah mostraba hermosos aromas maduros, era elegante en boca, parecía casi ligero y aún conservaba un ácido fresco. El hecho de que la familia Tyrrell prefiera beber sus propios vinos cuando han madurado algunos años es típico de la cultura gastronómica de Nueva Gales del Sur, cuyas casas tradicionales se orientan más en Francia, en lo que respecta al sabor del vino, que en este Nuevo Mundo. Murray Tyrrell, de 76 años de edad, es el Grand Old Man, el Patriarca del Hunter Valley. Fue el primero en plantar Chardonnay allí, en 1967. La que hoy es la variedad principal del valle produce vinos complejos y concentrados.
Acceder al Patriarca, a veces algo gruñón, no supone ningún problema. Todos los días, poco antes del mediodía, se sienta en su Jaguar y, desde su bien cuidada casa de campo se dirige a la bodega, al alcance de la vista sobre la colina de enfrente. Allí, en la rústica y confortable cabaña de madera que alberga el comedor, almuerza con trabajadores y gerentes y, en realidad, está de bastante buen humor, a no ser que alguien le haga una pregunta tonta. Mientras estábamos tomándonos la sopa de calabaza, un comensal quiso saber si alguno de los cuatro gigantes del vino ya tenía un pie metido en la casa Tyrrell. En ese momento, Murray dejó caer la cuchara en la sopa y murmuró roncamente un poderoso “Noooo! We don’t need any bloody shareholder!” (“¡Noooo! ¡No queremos ningún maldito accionista!”).
En las últimas décadas, tres figuras carismáticas han marcado enormemente la vinicultura en el Hunter Valley. Murray Tyrrell facilitó el triunfo al Chardonnay. Lo mismo hizo por el Cabernet el ya fallecido Max Lake, legendario por sus múltiples facetas de cirujano, músico, cocinero, bodeguero autoabastecido y autor de libros (una de sus obras lleva el adecuado título de “Vine & Scalpel” -“Vid y bisturí”-). Len Evans, por último, en primera línea se facilitó el éxito a sí mismo. Pero desde su posición de fanático amante del vino, catador, jurado de concursos, contertulio televisivo permanente y amigo de todos los australianos famosos, al menos en el ámbito nacional, transmitió parte de su fama a la vinicultura, especialmente a la de Hunter Valley. Además, como fundador del Rothbury Estate, creó una de las fincas más prestigiosas de Hunter Valley, que desgraciadamente y a pesar de su encarnizada oposición, se vendió en 1996 al grupo Mildara-Blass. Los nuevos propietarios ya han puesto en marcha un ambicioso programa de inversiones. Rothbury deberá aumentar tanto en cantidad como en calidad, para convertirse en una auténtica joya del Hunter Valley. La antigua oficina de Len Evans, que tiene las dimensiones de una confortable vivienda de tres habitaciones (con cocina, baño y salón con chimenea), ahora sirve de sala de cata. “Preferimos invertir nuestro dinero en renovar los equipos de la bodega, antes que en la oficina del jefe” - los nuevos señores de Rothbury no pueden evitar la pulla a su ilustre predecesor.
La leyenda del vinomiel
El vino más individualista a la vez que tradicional de Hunter Valley es el Sémillon. Plantado en buenos viñedos, precisamente en los años húmedos, que son frecuentes en Nueva Gales del Sur, desarrolla sus características típicas. La uva se vendimia muy pronto y se vinifica en tanques de acero, frecuentemente manteniendo el vino sobre la levadura algún tiempo después de la fermentación. Un Sémillon típico de Hunter (Tyrrell, Rothbury y McWilliam son excelentes) tiene menos de un 11 % de volumen de alcohol y un ácido vigoroso de más de siete gramos por litro. Si bien estos vinos en su juventud a menudo se muestran verdosos, herbáceos y unidimensionales, pasados seis o siete años, revelan un abanico de aromas que alcanza desde las hierbas aromáticas y la paja, pasando por el pan tostado y las nueces hasta un tono explícitamente meloso, transportado por un ácido maduro y generoso.
Este vinomiel de Hunter, con un potencial de envejecimiento de 20 largos años, indudablemente es una especialidad para aficionados. Poco o nada tiene que ver con ese estilo del Nuevo Mundo que en Europa se le supone a los vinos de las Antípodas, “down under”. Sin embargo, han logrado fama mundial vinos de estilo similar, precisamente del Loira (p. ej. Savennières). Hay que contemplar el Sémillon de Hunter desde ese punto de vista del Viejo Mundo del Vino para reconocer su grandeza. Lo mismo puede decirse del Syrah de Hunter. Comparado con el Syrah dulzón y especiado de Barossa y McLaren Vale, esta variedad desarrolla allí, junto al clásico perfume de ciruela, aromas de hierbas aromáticas, pimienta y cuero, además de una carga concentrada de tanino – como en el valle del Ródano.
En el Hunter Valley, el centro es la región de Pokolbin, que comienza detrás del pequeño aeropuerto de Cessnock, cosa muy práctica, porque así los abogados, médicos y hombres de negocios de Sidney que desean cultivar el estilo de vida campestre durante el fin de semana no se ven obligados a perder mucho tiempo. En Pokolbin se puede encontrar todo lo que se necesita para este fin. En un área de diez por diez kilómetros hay boutiques del vino, restaurantes y casas de huéspedes, todo en un cuidado estilo rústico, con mucha madera y chimeneas. En el extremo occidental de la región de Pokolbin se eleva la cordillera de Broken Back Range, en cuyas bien ventiladas laderas orientales de suelo volcánico, sobre todo en los meses de verano, crecen cepas de Sémillon, Chardonnay y Syrah de primera categoría. Durante mucho tiempo, los vinos de estas parcelas de Broken Back se consideraron los mejores de este distrito vinicultor, supuestamente el más antiguo de Australia. Sin embargo, a lo largo de los últimos años, el Upper Hunter Valley no ha dejado de ganar en importancia.
Por ejemplo, Rosemount Estate, a dos horas de coche de Pokolbin, ha sentado nuevos parámetros con su voluminoso Chardonnay del Roxburgh Vineyard, que ya está muy expuesto a la influencia de las cercanas montañas. Los Chardonnay verdaderamente delicados de Hunter se pueden beber muy jóvenes, en comparación con otras variedades. Siempre y cuando a uno le gusten los aromas de vainilla y tostados que, en los primeros años, con frecuencia están demasiado presentes. Ahora que el Upper Hunter Valley ya parece explorado en lo que respecta a la viticultura, las Casas más relevantes vuelven la vista hacia Mudgee y Cowra. Allí las cepas Syrah, Cabernet sauvignon y Merlot desarrollan una elegancia y frutalidad tan sorprendentes que en los coupages son capaces de revalorizar a posteriori los vinos de Hunter, que en años muy lluviosos con frecuencia resultan verdosos y animales. Sin embargo, es muy dudosa la práctica de las bodegas de Hunter Valley de mejorar su Syrah verdoso mezclándolo con vinos transportados en camiones desde McLaren Vale, situado a 1.200 kilómetros.
El hombre de las montañas
Cuando Philip Shaw, el introvertido bodeguero de Rosemount Estate, empieza a hablar de la serranía de Orange, entre Mudgee y Cowra, su rostro cobra vida, y pronto desaparece en la bodega para sacar algunas rápidas pruebas de barrica. Shaw, que tiene su residencia principal allí donde se producen los mejores vinos de Rosemount (su casa está en medio del legendario viñedo de Roxburgh), se ha hecho una casa en Orange para los fines de semana. Muy seguro debe estar del potencial latente en este distrito de viticultura, aún joven y diminuto. Las vides crecen hasta una altura de 1.000 metros, en su mayor parte a lo largo del suelo volcánico de las vastas cordilleras del Mount Canobolas.
En la copa, los elixires de Orange muestran un color opaco, verdaderamente negro. Y aunque se trata de muestras de la cosecha del 98, estos vinos, a pesar del breve tiempo en barrica, dan una sorprendente impresión de equilibrio. Tan asombrosos son los aromas concentrados de bayas oscuras en el varietal Cabernet franc, como el terroso Cabernet Sauvignon con su tanino severo, pero maduro. Shaw sabe que los viñedos de Orange se plantaron sobre todo para seguir perfeccionando los coupages Rosemount, aunqie confiesa que estos vinos le gustan tanto que, “en realidad, habría que lanzarlos como «Single Vineyards», de un solo viñedo.”
Las bodegas del Hunter Valley, con los recién plantados viñedos de Mudgee, Cowra y Orange, indudablemente disponen de un instrumental enormemente mejorado para la elaboración del tinto. Las Cuvées de los diferentes terruños de Nueva Gales del Sur han logrado ser convincentes. Son vinos con identidad. No es de extrañar, viendo la fuerza del nuevo empuje y la autoconcienciación de las bodegas. En los próximos años, habrá que contar con sorpresas de alto quilate procedentes de Mudgee, Cowra y Orange.

Durante los últimos años, las catas comparativas de vinos superiores Pinot noir de todo el mundo han arrojado sorprendentes vencedores. Más de una vez se situaron en la cúspide no precisamente las empresas de primer orden Côte de Nuits, ni tampoco los voluminosos vinos de Reserva de California y Oregón, sino los Pinot con intenso tono de bayas, que por su estructura aromática recuerdan a fresas maduras y oscuras picotas, procedentes de la zona vitícola australiana de Yarra Valley, que comienza en el extrarradio de la gran metrópoli Melbourne y se extiende unos 30 kilómetros hacia el noreste, a lo largo del río Yarra y sus numerosos afluentes. Los mejores Pinot de Yarra Valley seducen no sólo por su marcada fruta, sino también por una opulencia sedosa y ampulosa, taninos maduros y un final abocadamente tostado, consecuencia de mucho extracto y elaboración mayoritariamente en barricas nuevas francesas. Los partidarios del clásico estilo masculino del Pinot a veces critican este toque dulzón, tildándolo de “típico del Nuevo Mundo”. No obstante, los vinos estrella de las principales casas de la Borgoña, como Domaine Méo-Camuzet en Vosne-Romanée, o bien Domaine Dujac en Morey-St-Denis, también muestran características similares. Además, se ha comprobado que los Pinot australianos, tras algunos años de guarda en botella, pierden ese tono dulzón, dominando más el ácido maduro.
En el siglo pasado, fueron suizos emigrantes los que empezaron a producir en Yarra Valley vinos de mesa que durante algunas décadas fueron considerados los mejores de Australia. Pero a partir de 1920, cuando empezaron a ponerse cada vez más de moda los vinos pesados y dulces, dejó de ser negocio la vinicultura en el Yarra Valley. Los pastos pronto sustituyeron a las vides. El renacimiento no llegó hasta los años 60. En aquella época, por toda Australia empezaron a fundarse pequeñas fincas y, también en esta región, fueron médicos visionarios con calderilla los que retomaron el impulso de la vinicultura. Se basaron en el supuesto de que las colinas situadas entre 200 y 400 metros sobre el nivel del mar, con sus vertientes -algunas incluso escarpadas- hacia el río Yarra o sus afluentes eran las que mejor reproducían en toda Australia el microclima marítimo, francamente fresco, característico de los viñedos superiores de Europa. También la tierra, predominantemente pobre, en su mayoría compuesta de arena, lodo o tierra volcánica roja, parecía ideal.
El doctor Bailey Carrodus fue uno de los primeros pioneros. Este hombre introvertido llegó de Nueva Zelanda en 1969 y fundó Yarra Yering, cuyo corazón actualmente es un viñedo de 16 hectáreas, de secano, sobre una ladera magníficamente situada. Algunos años antes, el doctor John Milton, tan excéntrico como el anterior en el mejor sentido de la palabra, había fundado con su mujer Marli la finca Mount Mary. Las dos empresas apostaban tanto por las variedades clásicas de Burdeos como por la gran variedad de Borgoña, el Pinot noir, que se consideraba difícil. A principios de los 80, apenas algún Pinot en Australia podía competir con los legendarios Borgoñas de Côte de Nuits. Las excepciones como los Pinot de Tyrrell (Hunter Valley) o Moss Wood (Margaret River) sólo parecían confirmar la regla, pero el Yarra Valley sí se iba perfilando más claramente año tras año; estaba predestinado para el cultivo de unos Pinot concentrados y llenos de carácter.
La segunda oleada de recién llegados de renombre, desde el principio, tuvo más en consideración esta circunstancia. Modezar Marc Besen, de Melbourne, orientó su finca Tarra Warra enteramente al Chardonnay y al Pinot noir. James Halliday, el autor especializado en vinos más famoso de Australia, que confirió a esta región un gran prestigio con su decisión de fundar su propia finca, Coldstream Hills, en el Yarra Valley, también apostó por las variedades prestigiosas de Borgoña hasta un 80 por ciento. El Pinot noir de Coldstream Hills (la finca fue vendida recientemente al gigante del vino Southcorp, al que también pertenece Penfolds), al igual que el de Yarra Yering, es uno de los vinos de exposición del Yarra Valley, región que ya hace mucho se ha convertido en sinónimo de Pinot superior, en la misma medida en que se asocia el nombre de Hunter Valley con el Sémillon, el de Coonawarra con el Cabernet Sauvignon y el de Barossa Valley con el Syrah. En esta pequeña región vinícola al noreste de Melbourne, la tercera gran variedad tinta de Francia ha terminado por hallar, junto a la Cabernet y la Syrah, su terruño. Entre los mejores productores de Pinot noir se cuentan Yarra Yering, Yarra Ridge, Tarra Warra, Mount Mary y Coldstream Hills.