- Redacción
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- 1999-04-01 00:00:00
Las copas de los imponentes eucaliptos se tambalean con las ráfagas de viento del cercano Pacífico. Puede que sea cierto que son los lugares donde la naturaleza es tan fuerte los que eligen a sus habitantes. A los pioneros que repoblaron esta franja costera hace 50 años no les faltaba fe, valor ni independencia. Aquellos paisajes recuerdan al salvaje Big Sur, al otro lado del Pacífico, que ha descrito Henry Miller en sus libros. Diana Cullen (todos la llaman “Di” y ella llama “Dear” a todos), con su marido Kevin, médico, fue una de las primera que llegaron a Margaret River. En 1956 compraron 50 hectáreas de tierras en esta franja costera, a dos horas de coche al sur de Perth. En realidad, Kevin sólo deseaba tener allí un retiro para pescar. Pero entonces, los vecinos empezaron con la vinicultura y contagiaron con su entusiasmo a los Cullen. Más tarde, la familia con sus seis hijos pasó un año en California. En realidad, Kevin quería centrarse en la vinicultura, pero finalmente, su recuerdo más intenso pertenece a un concierto del pianista de jazz Earl Hines. El propio Kevin Cullen también era un buen pianista de jazz. “Es que siempre apostaba sus fichas repartidas en 20 casillas por lo menos”, así describe Di los múltiples talentos de su marido. En 1971, plantaron ocho hectáreas de cepas. Fue el primer paso para una finca vinícola que muchos consideran hoy la mejor del oeste de Australia. Sobre todo porque, a pesar del boom de los últimos años, no se han apeado de la propia filosofía de hacer vino. Así, los viñedos no se irrigan. La vendimia se realiza exclusivamente a mano. No se añaden automáticamente ácidos artificiales, contrariamente a la mayoría de las demás bodegas.
Desde la muerte de Kevin Cullen, hace cinco años, Diana Cullen y su hija menor Vanya llevan la finca con sus 20 hectáreas de viñedos. Vanya estudió primero zoología y música, y sólo más tarde cambió a enología. Su interés por la música también está presente en la winery: sobre su mesa de oficina hay una estantería con innumerables cintas de cassette, y por la bodega, ante la que empiezan directamente las hileras de cepas, flotan sonidos esféricos. Hoy por hoy, es ella la que imprime su sello a los vinos de Cullen. Sus vinos son complejos casi a la manera europea, sutiles y elegantes. El papel que desempeña la madera siempre es de apoyo y nunca demasiado dominante. Deja fermentar el Chardonnay de manera natural en la barrica y, luego, elabora el vino unos meses sobre la levadura fina. Está convencida de que las levaduras naturales, precisamente en el caso de las variedades blancas de borgoña, producen vinos más complejos y profundos. Cuando habla acerca de su trabajo en la bodega, pronto queda patente que allí no se trata sencillamente de elaborar vinos. Para Vanya Cullen, cada variedad significa un reto, que se renueva cada año. Por ejemplo el Pinot noir, que allí produce un vino sumamente honesto, de peso medio, el año pasado lo extrajo antes y lo dejó terminar de fermentar en la barrica. Confía en que le conferirá algo más de estructura. La auténtica capitana de los Cullen, la Cuvée de Cabernet y Merlot, necesita tiempo en botella. Para acompañar la comida en el restaurante de la bodega, cómodamente rústico, donde un joven equipo consigue hechizar con los platos sorprendentes que prepara en una cocina diminuta, Vanya descorcha un reserva del 93, de Cabernet y Merlot. Con su fruta, que ya poco a poco se va abriendo, y el tanino aún espeso, este vino se encuentra justo al principio de su madurez.
Hablando con Diana Cullen, que ya lleva 30 años viviendo en esta apartada franja costera, uno se pregunta quién ha marcado más a quién: si la nueva habitante con su vinicultura a la naturaleza, o la naturaleza con su majestuosidad a la nueva habitante. A lo largo de las últimas tres décadas, ha visto crecer de la nada la vinicultura. “Actualmente aquí hay mucho dinero en juego. Ha transformado este lugar y a las personas”, dice, pero sin ese tono sentimental subyacente que connotaría añoranza de tiempos pasados. Por qué iba a detenerse en cosas que no se pueden cambiar, cuando el presente ofrece retos más que suficientes. Diana y Vanya Cullen conducen la vida diaria de su bodega con esa suave firmeza que es expresión de auténtica competencia. Después del trabajo, de vez en cuando, Vanya Cullen coge su tabla de surf y baja a la playa, donde se estrellan contra la tierra esas gigantescas montañas que se han formado por el camino desde la Antártida o desde Sudáfrica. “Prefiero ceñirme a las olas pequeñas”, asegura. Su vecino Keith Mugford, propietario de Moss Wood y también surfista, no puede confirmar dicha afirmación. “Yo he visto a Vanya subida a olas bastante grandes”, recuerda. La “cuidada moderación” de su expresión parece ser un rasgo de carácter generalizado entre los Cullen.