- Redacción
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- 1999-06-01 00:00:00
Advertimos a los lectores sensibles que este informe carece de toda objetividad e imparcialidad. Algunas partes del texto, que tienden al extremismo enofílico, podrían dañar irreversiblemente la sensibilidad de los amantes del rosado. Un libelo difamatorio del detractor del rosado Andreas März
Desde que conozco el vino, llevo preguntándome quién, por Baco, habrá inventado el dichoso rosado, y con qué fin. Rosato, Chiaretto, Lacrima, Cerasuolo, Rosé, sea cual sea el nombre tras el que se esconden, no me gustan esas palideces. Nunca bebo vinos rosados. Y he conseguido eludir, hasta ahora con éxito, sus catas. Sencillamente no me dicen nada esas gotas paliduchas, pues en mi opinión les faltan tanto los atractivos de un vino blanco, como la rotundez de un vino tinto. No puedo imaginarme ningún plato que no deleitara mucho más acompañado de un vino blanco, un tinto, un Metodo Classico, o bien uno de mis vinos de verano favoritos, de los que hablaré más tarde.
¿Acaso un rosado es otra cosa que un tinto incompleto? O bien se elabora con uvas que no son lo bastante buenas para el tinto, o bien se sustrae a una maceración de uvas tintas en la primera noche de fermentación, para dar más cuerpo al tinto que continúa en elaboración. Resumiendo: el rosado es mercancía enológica de segunda, de sabor sin compromiso, un coitus interruptus de la vinificación, demasiado fuerte para la sed, demasiado débil para el placer.
Teniendo en cuenta los innumerables rosados italianos con nombres de fantasía, como por ejemplo los de la Toscana, que ni son tradicionales, ni especialmente buenos, pero que embotella uno de cada dos productores, porque al fin y al cabo hay que mantener orden en la bodega y, aprovechando la ocasión, ganar un poco más de dinero, me pregunto quién beberá todos estos vinos y en qué ocasión. No me puedo imaginar que tantos miles de bebedores de rosado no hayan merecido nada mejor.
Lo que echo de menos en un rosado es, en primera línea, la estructura de taninos. ¿Cómo voy a despedirme debidamente de un bocado masticado con deleite en la boca, si no me limpia el paladar el tanino de un tinto fuerte? Habitualmente, los rosados se incluyen en la categoría de vinos de verano, pero precisamente en verano, cuando a menudo improvisamos la comida e incluso comemos al aire libre, donde el ambiente de inicio o final de las vacaciones nos inducen a especiar y combinar con audacia, precisamente entonces el rosado está culinariamente muy fuera de lugar. Imagínense una pastasciutta con salsa de tomate casera y albahaca fresca, o bien una carne jugosa con verduras de la huerta hechas a la brasa de carbón vegetal, o una olorosa pizza con mozzarella de leche de búfalo, tomates, ajo, orégano y guindillas verdes, o incluso sencillamente lo más normal, un par de sal chichas de cerdo a la parrilla o bien, sin más, pan con mortadela o con queso Pecorino curado.
Seamos sinceros: ¿en qué medida podemos todavía percibir un rosado, cuando la intensidad de sabor de un plato es superior a la de las galletitas saladas o a la de un cansado paté de pavo? En realidad, ¿qué función culinaria tiene este vino de escasas características, a la hora de la verdad?
¿Que están de moda los vinos de verano? Para eso yo conozco cosas mejores, de verdad. En cuanto las temperaturas en Junio sobrepasan por primera vez los 30 grados, ha llegado el momento de bajar a la bodega, pasar de largo ante el Barolo y el Chianti Classico hasta donde está el Lambrusco, para mirar cuánto queda del año pasado. En mi larga carrera –llevo años siendo el ogro del vino– he llegado a indignar a mucha gente con el Lambrusco, pero a casi otros tantos he convertido a él. Es que un buen Lambrusco de Emilia (con énfasis en “bueno”), espumoso, rojo oscuro, frutal, seco y rico en taninos, en verano, bajo el cielo abierto y con un fuego chisporroteante, no tiene parangón. Como la guinda al pastel le va un Lambrusco Reggiano a una pierna de cordero lardeada con romero y ajo, hecha sobre el fuego abierto. Nadie podría sustraerse al encanto de esta composición, quizá rústica, pero inigualablemente sabrosa.
En el caso del Lambrusco, es mejor apostar por lo seguro y ceñirse a nombres acreditados: Casali (Reggiano Lambrusco Roggio del Pradello), o Medici (Concerto), Rinaldini (Picol Ross), Lini (Ruberrimum), Venturini-Baldini o Caprari.
De acuerdo, no siempre ha de ser Lambrusco, algunos prefieren menos temperamento. Un primoroso vino de verano sin par, excelentemente adecuado a platos finos y suavemente especiados es, tras su resurrección, el Grand Cru St. Magdalener de Bolzano. Su color rojo delicado, su fina estructura de taninos, su intensa frutosidad, su redondez, hacen palidecer a cualquier Rosato. Lo que no hay que hacer es seguir el consejo de los bolzaneses, beber el Magdalener para acompañar panceta al estilo del sur del Tirol y pan “Schüttelbrot”. No sólo porque, en ese caso, se bebería demasiado, una lástima por el vino y por el hígado, sino también porque el comino del “Schüttelbrot” y el sabor a humo de la panceta aplastarían sin piedad los excepcionales matices de un buen Magdalener. Quien se cuente entre aquellos afortunados que aún tienen en la bodega algunas botellas del 95, por ejemplo, de Glögglhof, de Obermoserhof o de Premstallerhof, convendrá conmigo en que el verano es demasiado corto para malgastarlo con un Rosato de medio pelo.