- Redacción
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- 1999-10-01 00:00:00
Ningún producto agrícola ha sido estilizado tanto en los últimos años hasta elevarlo a objeto de culto como el vino. Se le honra con etiquetas de artistas y edificios emblemáticos. En las regiones más prósperas de España, por ejemplo, brotan del suelo auténticas catedrales del vino, algunas de ellas salidas de la imaginación de los arquitectos de mayor prestigio internacional. Vinum le ha seguido el rastro a esa buena arquitectura del vino, desde Europa hasta California, cuya poesía procede de su funcionalidad.
Las viejas e imponentes bóvedas de las bodegas actúan como un bálsamo. Cada paso que se desciende hacia sus profundidades se convierte en un acto contemplativo, en una terapia. Van cayendo las cosas que a uno aun le rondaban por la cabeza, en el coche, por el camino. Incluso una vaga opresión en el pecho, síntoma inequívoco de estrés malsano, puede deshacerse en nada. De repente, lo único que hay es un olor particular, un perfume incomparable a moho oloroso. Se siente la tierra bajo los pies, de alguna manera mullida, y sin embargo pisada constantemente durante cientos de años. El vino que descansa en las barricas es ubicuo. Es una presencia discreta y callada, pero tan palpablemente fuerte que allí abajo las personas empiezan a susurrar, como para no estorbar su madurar. El ambiente ensimismado tiene algo de religioso. Uno se pregunta si ahí abajo, en esas amplias bóvedas, siguen rigiendo las mismas leyes que arriba, en la Tierra; que no fuera así, a nadie extrañaría. En botellas cubiertas de hongos maduran vinos como retratos fieles de lejanos años pasados. Y el tiempo, que al fin y al cabo solo es movimiento en el espacio ¿qué hace allí abajo, donde todo parece en reposo? Es indiscutible que ninguna construcción nueva puede competir con el aura de las viejas bodegas. Si bien es cierto que muchas de estas viejas mazmorras de vinos, con sus telarañas y cultivos de hongos, ya solo son folclore para enseñar a los visitantes, pues el vino hace mucho que se elabora en otro lugar; y sin embargo, cuando pensamos en el vino, evocamos siempre mentalmente esas viejas bodegas abovedadas.
El arte tiene salas nuevas. Y el vino tiene salas nuevas. Aunque ningún vinicultor se definiría como artista ni atribuiría a su vino el valor de una obra de arte, sin embargo precisamente las barricas -aunque sea por razones de técnica del trabajo- se suelen disponer e iluminar con tanta conciencia estética en las salas construidas especialmente para ellas, que no resultan lejanas las asociaciones con determinadas formas del arte. ¿Acaso no hay artistas, por ejemplo en el campo del arte “minimal”, que construyen formas geométricas simples con esencias naturales preciosas, como pirámides de polen de flores o conos de azafrán? ¿Acaso el vino es otra cosa que esencia pura de la naturaleza, a la que se le ha dado forma estética en barricas de madera de 225 litros de capacidad? Y aunque no fuera considerado el vino como tal, como materia artística, seguiría siendo superior a todos los demás elementos naturales, primeramente porque encarna la individualidad de un año determinado (en su viñedo) y, en segundo lugar, porque experimenta un proceso de transformación en la barrica de madera que lo hace más valioso y noble. Este proceso, por su parte, tiene similitudes con las intenciones del arte procesual, cuyos objetos están expuestos a modificaciones bioquímicas, entre otras cosas.
De cualquier manera, el vino ha ido adquiriendo paulatinamente una importancia superior a un simple objeto de consumo. Algunos arquitectos parecen haber tenido serias dificultades por ello. Resulta evidente siempre que construyen edificios que pretenden algo más que cumplir una función concreta. Muchos ostentosos palacios del vino construidos durante los últimos años parecen, pues, tan hueros como los excesos del culto al vino en general.
La buena arquitectura del vino no trata de hacer ostentación gratuitamente con columnas y arcos de una producción de Hollywood, más bien transmite una nueva visión de ese elixir que es el vino desde otro ángulo, partiendo de consideraciones funcionales. Cuando vi por primera vez la pequeña foto reproducida en esta página, me sugirió una película de ciencia ficción, en la que acaban de aterrizar unos marcianitos verdes que se disponen a explorar los alrededores en un bus robado. Tiempo después, cuando visité personalmente la finca Disznókö, en Tokai, Hungría, me explicaron que había demostrado ser extraordinariamente práctica esta construcción, en la que se almacenan todas las máquinas y material necesarios para el cuidado de las vides. Pero eso no es todo, pues el arquitecto Dezsö Ekler, perteneciente a aquella “Escuela Húngara”, que sigue un estilo orgánico-arcaico, cita con este edificio las raíces paganas húngaras de los tiempos anteriores al primer cambio de milenio, cuando los campesinos de la llanura vivían en las llamadas jurtas. Las jurtas son hemisferios huecos, que simbolizan por fuera el cosmos y por dentro el severo orden social de aquellos tiempos…