- Redacción
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- 1999-10-01 00:00:00
Ningún producto agrícola ha sido estilizado tanto en los últimos años hasta elevarlo a objeto de culto como el vino. Se le honra con
El Staatlicher Hofkeller (Real Bodega del Estado) debajo de la Residenz en Würzburg, Baviera, es una de las bodegas más imponentes de Europa. En los 900 metros de pasillos resonaron los pasos de Napoleón. Franz Josef Strauss profirió maldiciones por un sabor a corcho y la voz plena de la cantante de jazz Eartha Kitt atravesó la madera de roble. Una bodega relata acontecimientos de sus 275 años de vida, anotados por Volker Riegert.
La que antaño fuera la “Residenz” del príncipe obispo (construida entre 1720 y 1744) es la construcción palaciega más significativa del Barroco alemán.
Hay sótanos en la totalidad de las partes del edificio no sombreadas en el plano.
Allí maduran los vinos de la Real Bodega del Estado.
Hoy beben el vino aquí abajo, en mi interior, aun cuando algunos quizá sigan creyendo que madura aquí. El que fuera entonces príncipe obispo Johann Philipp Franz von Schönborn, quien en 1719 encargó a mi genial arquitecto y constructor Balthasar Neumann la edificación de una Residenz singularmente fastuosa, tenía una idea clara: Neumann debía pensar también y sobre todo en una ¡excelente bodega! En un derroche de todas las artes plásticas en interacción, construyeron sobre mis hombros la más rica y primorosa Residenz barroca y, bajo ella, -permitidme citar a uno de vuestros contemporáneos para describirme a mí misma- “la más bella bodega de muros de Europa”. Mis corredores miden cerca de 900 metros, las imponentes cúpulas se levantan hasta 10 metros, en algunos lugares los muros tienen 5 metros de espesor y aún siguen velando sobre más de 250 barricas de roble. Mis paredes están cubiertas de una capa oscura, una alfombra de hongos, que respira y regula la humedad. Me protege del desmoronamiento.
Acabo de cumplir los 275 años. Vivo de los sonidos: las pláticas de los toneleros y de los bodegueros con el vino, las disposiciones del cubero de la Corte, las maldiciones de los aprendices, las risitas de las criadas que bajaron a sacar provisiones de la nevera. Los cuchicheos de los intrigantes, el filosofar de los que saben vivir, el rodar de barricas, el gorgojeo de los mostos en fermentación. ¿Y las huellas? La Barrica de los Suecos sigue aquí, en una hornacina. Me fue encomendada en la primavera de 1724. En ella reposaba la legendaria añada de 1540. Un vino que permaneció emparedado durante largo tiempo y, así, consiguió eludir el pillaje de los suecos en la guerra de los 30 años. Velé sobre ella durante 156 años. El vino fue embotellado en 1880. La última botella, según me han contado, está en el Museo del Vino de Speyer. También mantienen su antigua ubicación las tres gigantescas “Barricas de los Funcionarios”, que fueron destapadas en la bodega en 1784. Su función era administrar la parte líquida de los sueldos de los funcionarios. Con ello, el príncipe obispo Ludwig von Erthal atajó las eternas disputas entre sus empleados sobre quién había sobornado más efectivamente al bodeguero y conseguido las mejores calidades de la cosecha del año. En aquellos días me hicieron el hoyuelo. Más que por motivos cosméticos, porque no tenían experiencia con barricas tan grandes. Para no perder el vino en caso de que estallara la barrica, cavaron un hoyo de recogida en el suelo de la bodega.
Prohibido dar golpecitos
en las barricas
En el transcurso del siglo XVIII, el vino llegó a tener significado político, se había convertido en un “excelente objeto de comercio”. Y en una bebida diaria: los hombre bebían alrededor de 11 litros diarios, las mujeres 4,5 y a los eclesiásticos se les concedían ente 14 y 15 litros, de los cuales “2,5 litros de tinto potente como somnífero”. No fue, pues, casualidad que precisamente entonces se estableciera la legislación de las bodegas. Se declaró sancionable dar golpecitos en las barricas. Y la pena conminatoria no consistía en la imposición de multas, sino en castigos físicos que se ejecutaban inmediatamente in situ. El infractor, independientemente de su posición, edad y sexo, era colocado sobre una barrica o taburete que estuviera a mano, para luego darle un número determinado de azotes en el trasero. A juzgar por los sonidos, en mi país la costumbre debían de ser tres azotes. Servía de justificación la leyenda de que los golpes estorbaban el descanso del vino. Pero la realidad era que los comerciantes, dando golpecitos en las barricas, averiguaban por el sonido el nivel de llenado y, con ello, el contingente de vino, y podían definir mejor su táctica de negociación. El 2 de Agosto, Napoleón I, camino de Rusia, vino a hacerme una corta visita. Para un francés acostumbrado al tinto, bebía no poco blanco, y lo oí cavilar: “Ésta es la parroquia más bella de Europa”. Me hubiera gustado aún más conocer al señor Goethe. Éste se deleitó durante largo tiempo bebiendo mi Steinwein (vino mineral); mandó que le enviaran algunas botellas en numerosas ocasiones. Y era pagador tardío. Tarde por la noche del 8 de Octubre de 1815, hizo una parada en Würzburg. Había llegado de Heidelberg algo enfermo. Antes de retirarse a la cama, pasó unos minutos junto al río, y a la mañana siguiente reanudó su camino temprano. ¡Lástima que no entrara a tomarse una copita!
Salvas de fusiles
Un frío día de Noviembre del año 1835. Fuera, la vendimia seguía a toda marcha. Debió caer una fuerte helada, pues se bajaron uvas heladas y se vinificaron con sumo cuidado. Esto se hizo aquí por primera vez y, según averigüé más tarde, por primera vez en toda Alemania también. Seis años después mi bodeguero real, Ludwig Oppmann, informaba en un congreso de vinicultura sobre la elaboración de este vino especial.
En las revueltas políticas del siglo XIX cambiaron mis propietarios. Con la secularización, pasé a depender del Gran Duque Ferdinand von Toskana. Sólo nueve años después me adquirió el rey Ludwig I para la corona de Baviera, y en 1919 me convertí en viñedo estatal. Es mi naturaleza enfrentarme con serenidad a los acontecimientos de la existencia. Sólo una vez tuve miedo: ecos de salvas de fusiles resonaron por mis bóvedas. Los disparos alcanzaron a las barricas, estallaron las botellas, el vino inundó los corredores. Fue al final de la guerra, en marzo de 1945, cuando llegaron los aliados. Durante los años de guerra, aquí abajo se hizo vino. En un sótano lateral me habían confiado muebles valiosos de la Residenz, y en muchas ocasiones mis fuertes muros protegieron a las personas de las bombas. Por suerte, fui eximida de mi utilización para otros fines.
Las maldiciones de Franz Josef
En las décadas que siguieron conocí a muchos de vuestros políticos. Cada uno tuvo su propio encuentro con mi vino y mi historia a su manera. Por ejemplo, el extrañamente callado Heinrich Lübke, que durante toda la escena no pronunció otra frase que el latiguillo puritano “interesante”. O bien, el efervescente Franz Josef Strauss, cuyas más que estridentes maldiciones por un sabor a corcho hicieron temblar las llamas de las velas (aunque todo el mundo sabía que ensalzaba mucho menos el vino que la cerveza). En esos años también vinieron muchos artistas. De entre ellos, prefiero a los cantantes y actores, pues siempre llevan su instrumento consigo. El jazz de la ahumada voz de Eartha Kitt me atravesó por todas mis grietas, y cuando el canto gregoriano de 18 jóvenes voces masculinas de la Academia de Coros de Moscú llenó las salas, se percibió un vestigio de eternidad.
Todos los que estuvieron aquí a lo largo de estos 275 años han tenido una existencia, un presente, un destino que yo, naturalmente, no he conocido. Y sin embargo, estuvo ahí, aunque en forma de misterio. Tenía una presencia que llenaba este gran espacio… para todos ellos, Will Quadflieg, a la edad de 81 años, recitó a Goethe con poderosa voz, aquí, bajo mi bóveda:
¿Qué diferencia a los dioses
de los hombres
Que ante ellos pasan muchas olas,
un flujo eterno;
a nosotros nos levanta la ola,
nos engulle la ola,
y nos hundimos.
Un pequeño círculo
limita nuestra vida,
y muchas razas
se suceden constantemente
en la infinita cadena
de su existencia.