- Redacción
- •
- 2001-03-01 00:00:00
Hay en el centro de Mallorca una sierra cuyo sólo nombre produce escalofrío y recuerda el pinto de locura isleña: Tramontana. Sin embargo, vista desde este lado y junto con la sierra de Alfabia, es la bendición que protege de los vientos del norte, la muralla benéfica que envuelve un microclima acogedor, incluso más suave, más allá del clima puramente mediterráneo, de los cortos inviernos y los secos veranos.
En ese centro de suaves oteros, de terreno calizo con manchas pardas, en los municipios de Binissalem, Santa María del Camí, Sencelles, Consell y Santa Eugenia, se circunscribe casi todo el viñedo mallorquín, bajo la Denominación de Origen Binissalem. El campo alterna huertos de hortalizas, olivares, almendros floridos desde principio de año, oscuras higueras, rosados albaricoques y allí, en terrenos que van desde los 75 a los 200 metros sobre el nivel del mar, poco más de cien payeses conservan la tradición de uvas autóctonas o se incorporan a la modernidad con nuevas plantaciones foráneas y garantizadas, como el Tempranillo o la Cabernet Sauvignon.
Son herederos de una vieja historia de amor al vino, una historia que se remonta documentada por Plinio el Viejo a los tiempos de dominación romana, y que ni siquiera se difumina a la llegada de los abstemios árabes que fueron quienes -es evidente- bautizaron la localidad. Cuando Jaime I los expulsó de allí, se esforzó también en hacer crecer un viñedo que él mismo disfrutaba en la corte de Cataluña, y el comercio creció hasta exigir un puerto especial que se construyó en Alcudia. Desde allí salían en el siglo XIX tanto los “vinos de superior calidad” de Binissalem como los malvasías de la costa oeste con que brindaba Chopin.
De allí salieron, mucho antes, en la faltriquera de Junípero Serra y sus frailecillos, los esquejes que arraigarían en la costa californiana, en los huertos de las misiones que iban fundando, con la feliz excusa de elaborar vino para consagrar. Así aquellos plantones se libraron de la filoxera que no perdonó a la isla, un castigo que no consiguió remontar y que destruyó más de 30.000 ha. de vid.
Hoy en toda la isla crecen poco más de 2.500, y la D.O. acoge apenas 400. Pero el esfuerzo por conservar variedades propias como la Callet, la Pensat Blanc y sobre todo la Manto Negro permite una oferta de vinos originales, con una marcada personalidad. Por encima del criterio de los bodegueros, el Consejo impone que los tintos con su contraetiqueta han de llevar al menos 50% de Manto Negro y los blancos y espumosos, 70% de Moll o Prensal Blanc.
El resultado, después de modernizar y tecnificar las bodegas, son tintos de marcado carácter mediterráneo, ligeros pero sabrosos, altos de color y plenos de fruta, mientras que la Prensal dota a los blancos de frescura y de notas especiadas muy características. La experiencia de criar tintos está dando buen resultado, la Manto Negro tiene estructura para soportar los años de barrica y mantiene su carácter hasta en los grandes reservas.
El turismo ha colaborado en que esos vinos, que apenas tienen presencia en el mercado español, se exporten más allá de las fronteras y no solo como un trago añorante entre verano y verano o como el sello de un indeleble recuerdo, sino con el reconocimiento desprejuiciado de los conocedores. Y así, sobre todo los tintos, viajan a Japón, a Suiza, al Reino Unido y a toda centroeuropa.
Son una experiencia deliciosa, un acompañamiento idóneo para la suculenta cocina mallorquina y mucho más que un souvenir.