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Los vinos blancos afrutados y aromáticos, que no han pasado por un proceso de crianza en barrica, tienen una vida corta, más efímera que la mayoría de los vinos. Los caracteres juveniles, aromáticos y penetrantes que les dan la gloria tienden a esfumarse al cabo de los dos años. Por lo general, les cuesta mucho mantener esa frutosidad y frescura en el tiempo. Y aunque el vino es perfectamente válido para el consumo, transcurrido ese periodo -incluso a veces caen antes en lo anodino- se pierden todas esas virtudes que los encumbraron. Por eso conviene mirar la fecha de cosecha que figura en la etiqueta y hacer los cálculos pertinentes. En esta precaria longevidad y entereza también influye la nobleza de la cepa, esos atributos naturales propios de cada variedad que la harán capaz de retener un poco más esas virtudes de juventud. Según los entendidos, resisten mejor al declive, dentro de su corto periodo de vida, los blancos jóvenes elaborados con las variedades Chardonnay, Riesling, Gewürztraminer, Sauvignon Blanc, Albariño... y algo menos las variedades empleadas en los vinos manchegos, riojanos o valencianos. También hay que contar con el personal sistema de elaboración de cada enólogo y su capacidad para desentrañar el secreto, si no de la eterna juventud, sí al menos de la longevidad.