- Redacción
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- 2002-05-01 00:00:00
Cuando el vino se torna ambrosía, cuando su dulzor conquista las papilas y sus infinitos aromas envuelven los sentidos con generosidad, la conversación fluye con armonía y las mentes se vuelven más generosas. Sin embargo, en su vaivén temporal, las modas alejan cada cierto tiempo de las mesas o de los circuitos habituales de consumo a uno de los más grandes tesoros enológicos que produce España: sus vinos dulces.
Como planta nacida al abrigo del Mediterráneo, la vid encuentra en estas tierras su hábitat natural. De la arenas de las playas levantinas a las calizas tierras andaluzas, desde los apacibles valles navarros al duro ambiente de los campos aragoneses o a los sarmientos surgidos como un milagro de entre la lava de Lanzarote. Donde quiera que pisemos, encontraremos sin dificultad vinos dulces con la calidad suficiente como para equipararlos a los mejores del mundo. Para elaborar un vino dulce es obvio que se necesita, sobre todo, una buena carga de azúcar en las uvas, nada difícil en estas tierras de sol generoso y vivificador. Desde la remota antigüedad, estos vinos fueron la debilidad de todas las culturas que habitaron la península. Las crónicas de nuestros más insignes gastrónomos romanos así nos lo cuentan, al igual que los cronistas árabes que visitaron los reinos hispanos. Todos alabaron aquellas ambrosías llamadas “zelibí” (un vino de pasas) o el “xarab-al-maqí”, que disimulados de medicinales bálsamos endulzaban los paladares musulmanes.
Dulces tradiciones
La tradición es un arma de doble filo, conserva lo bueno, pero le ronda siempre el fantasma del encasillamiento. En esa tesitura se encuentran los ancestrales vinos de Málaga. Con el ocaso de los vinos dulces en una época reciente, hizo que se apagaran poco a poco bodegas como la de los Hermanos Schultz, elaboradores de fantásticos vinos dulces. Afortunadamente ahora renace la Denominación Málaga, gracias principalmente a López Hermanos. Su trabajo, serio y sin concesiones, es admirable, tanto en las nuevas líneas de dulces como en la investigación de secos blancos y tintos. Telmo Rodríguez también contribuye a esta renovación con su novedoso y raro Molino Real. Si de dulces clásicos hablamos, no podemos olvidar a los grandes Pedro Ximénez, tanto jerezanos como cordobeses. No pasa el tiempo, lógicamente para hacer honor a su nombre, por Noé, de González Byass, por el Venerable de Domecq o el soberbio y escasísimo P.X. Viejo (¿300 botellas al año?) de Osborne. El Maestro Sierra nos cautiva el paladar con su espléndido dulce. En Montilla-Moriles hay voluntad de modernizarse: Alvear, además de sus clásicos, investiga nuevos productos con éxito. Toro Albalá, Pérez Barquero, Navisa y Conde, siguen la línea de elaborar excelentes vinos. La tradición en el archipiélago canario se llamaba “canary”, elaborado con la mítica Malvasía. En La Palma es Carballo el soberano, con un vino grande de Malvasía. Tenerife recupera lentamente el buen Malvasía, el Testamento de Abona y el de Viñátigo son ejemplos para el futuro. Felipe Blanco, de Viña Norte, prefiere centrarse en el tinto “Humboldt”. Conocidos de todos son los dulces de Lanzarote, un lugar donde la viticultura es milagrosa, y sus resultados, pura ambrosía. Un nuevo vino amplía la nómina de El Grifo, una de las bodegas bicentenarias de España. En El Hierro, se elabora un dulce untuoso y aromático con la rara variedad llamada “Verijariego”.
Nuevas perspectivas
La aparición de Gutiérrez de la Vega en el mundo del vino determinó un nuevo concepto de vinos. Y lo hizo con la fragante Moscatel, la estrella de los vinos dulces tanto aquí como en otros países del área mediterránea. Su Casta Diva reveló las enormes posibilidades de esta uva en España. A continuación vinieron los navarros, como el de Ochoa o el magno “Colección 125”, de Chivite, cuyo único defecto es la escasez. En esta tierra se producen raros ejemplares como el “Capricho de Goya” un vino de difícil elaboración, y el Esencia de Monjardín, un Chardonnay de vendimia tardía realmente original. Valencia, posiblemente poseedora de la mejor Moscatel, no acaba de despegar, y los vinos que allí se producen con calidad son contados.
La última revolución en vinos dulces viene con los tintos. Fueron los priorateños de Costers del Siurana los que descubrieron el filón. Y, tenía que llegar, porque las condiciones de las comarcas levantinas y murcianas son de libro. Paco Selva, el elaborador de “Olivares”, fue el primero en darle un sesgo moderno a la Monastrell. Después vinieron los Castaño, Mendoza, San Isidro y algunos más de los que recibiremos gratas sorpresas. Ahora solo falta un último golpe de fortuna: que se ofrezcan estos vinos para acompañar a los postres, o al café, y sustituyan de paso a esas insufribles pócimas que algunos restauradores desalmados ofrecen al final de la comida para estropearnos la digestión.