- Redacción
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- 2002-11-01 00:00:00
A caballo entre Lleida y Tarragona, entre Aragón y el Mediterráneo, esta D.O. catalana es la ejemplar reforma de un desierto, gracias a la generosidad de las aguas del Ebro y del Segre, pero gracias, sobre todo, al tesón visionario de personas y marcas como Manuel Raventós, como Raimat, como Castell del Remei. Nombres casi con tanta historia como la tierra que los sustenta. Porque el vino y la viña, tienen aquí un largo pasado. En algún yacimiento de la Edad de Bronce en la región se encontraron restos de vitis vinífera silvestre, y en excavaciones romanas, ánforas llegadas de la península italiana y de la provincia de Tarraco. Pero el auge del cultivo de la vid se data a fin del S XIX cuando ocupaba más de la tercera parte del territorio cultivado en Lleida. Los estragos de la filoxera acabaron con un viñedo de casi 120.000 hectáreas, y a principio del siglo XX apenas se restauraron 15.000. Con altibajos, con más bajos que altos, cuando se gestó la D.O., en el 86, apenas quedaban unas cinco mil hectáreas. De entre ellas, Castell del Remei se sustentaba en un prestigioso pasado, cuando la familia Cusiné triunfó en la Exposición Internacional de Barcelona. Por su parte, Manuel Raventós se asentó en la zona en 1914 al comprar la finca Raimat, y consiguió colonizar, unificar y hacer productivas, a base de regadíos y caminos, tierras abandonadas mucho tiempo atrás.
Esa racionalización revolucionaria, esa planificación, es la base de una muestra ejemplar de variedades, cepas y viñedos adecuados a cada terreno y abocados a la elaboración de vinos diversos, desde el cava a los tintos, y aún tradicionales blancos de crianza. Algo que se ha incrementado en los últimos tiempos con la incorporación de variedades foráneas nobles autorizada por el Consejo Regulador. El viñedo compone así hoy un vergel variado y caprichoso en una tierra dura, pobre, agreste, extremada, donde convive con los otros dos puntales de la imagen mediterránea, el olivo y el trigo.
Aquellas históricas bodegas, verdaderas obras de arte de la agricultura, de la enología y de la arquitectura, más algún interesante y pujante desembarco, además de la labor callada de las cooperativas, están poniendo en el mercado vinos sorprendentes, rigurosamente controlados por el Consejo que centra su misión en conservar la tipicidad de la zona, sus rendimientos comedidos y largas crianzas, a la vez que hace gala de una zona tan innovadora como lo fue en el pasado.
Defiende las prácticas de cultivo tradicionales, limita la producción por hectárea a 70 hl. en plantaciones en vaso y 120 en espaldera, y la conversión en mosto nunca superior a 65 litros por cada 100 kg. de vendimia, y cifra la crianza en un año para blancos y rosados y dos para tintos, de los que al menos seis meses han de reposar en barrica de roble.
Resultan así vinos maduros que extraen la distintiva personalidad de ese suelo, de variedades bien adaptadas, y también de juegos caprichosos, como la refrescante aguja que caracteriza muchas de sus elaboraciones.