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PAÍS VASCO. Días de Vino y Sidra

  • Redacción
  • 2006-09-01 00:00:00

Euskadi es una miniatura de país, pero un grande y hermoso país. Un territorio que encierra tanta cultura y belleza como encanto sus vinos blancos (la Rioja alavesa es otra cosa), y chispeante alegría su sidra, ambos compañeros ideales para su excelente gastronomía. Texto: Carlos Delgado Fotos: Heinz Hebeisen Aquí están villas vitivinícolas como Laguardia, toda minada de bodegas subterráneas, simbólicamente defendidas por murallas jubiladas; o Samaniego, enclave fortificado que cuenta con palacio e iglesia parroquial como restos de su pasada nobleza, y donde tiene su asiento la nueva bodega Baigorri, diseñada por Iñaki Aspiazu; o Elciego, donde el arte arquitectónico de Frank O. Gehry se funde con la elaboración de vino. Pero esta vez no vamos a viajar por las riojanas tierras alavesas, sino volar, ayudados por la ácida frescura del txakoli, o la chispeante sidra que mira de reojo a las tierras asturianas, por la Euskadi profunda, esa tierra a uno y otro lado de la muga pirenaica donde conviven belleza y placer, religiosidad y hedonismo, austeridad medieval y progresismo industrial. Y comida, mucha y buena comida. Euskadi, qué gran pequeño país con este verdor de tapiz, este olor a tierra mojada, estas brumas suaves, estos cendales de agua deslizándose por las laderas, este mar difícil y tacaño, que obliga a navegar aguas a fuera. Y con su hermoso viñedo, aferrado en bancales, almohadillando las laderas de sus colinas, donde vegetan las hondarribi zuri y beltza, uvas autóctonas que dan lugar, cada vez mejor elaboradas, a los distintos txakolíes. Tan igual y tan distinto, tan singular y tan plural. Empecemos el viaje desde Álava para, remontando hacia el mar, recorrer la cornisa vizcaína y arribar, antes de pasar al “otro lado”, a las playas y ciudades guipuzcoanas. Y olvidemos por un momento el viñedo alavés, cuya raíces se refrescan en las aguas del Ebro y recrean una porción de la Rioja (la Rioja Alavesa) con sus bien peinados líneos de viñedo. Porque aquí empezó la cosa. Sin mucho rebuscar, por Álava aún se encuentran aspectos rozagantes de su naturaleza virginal, y un cierto modo de vivir en armonía con esa naturaleza. Y junto al frutoso vino alavés, hay unas pocas y felices hectáreas de hondarribi zuri. No es gran cosa este txakoli alavés, aunque hay sus excepciones, pero permite echar unos tragos en Vitoria, La niña de las tres gracias Como Álava es tierra de paso y enlace entre la meseta castellana y la montaña de los vascones, no es de extrañar que fuera habitada desde hace milenios, y por lo mismo, tampoco hay que echarse las manos a la cabeza si nos encontramos acá y acullá recuerdos dejados por los ancestros alaveses. Son los dólmenes megalíticos, grandes monumentos funerarios de ingentes piedras. Dólmenes de Sorginetxe, de Eguilaz, de La Hechicera... Alguno es una inmensa seta de piedra; o sea, que al gastrónomo le recuerda sin querer a los perrechicos y las galampernas, setas tan propias de la cocina alavesa, sólo que a lo grande. A lo bilbaíno, diría un gracioso. En tierras alavesas hay mucha historia. Esclavos de los romanos colocaron las losas de las calzadas y levantaron ciudades en la Llanada alavesa. De aquella colonización quedan huellas, ruinosas unas, aguantando otras como pueden el paso de los milenios. Así, la ciudad de Iruña y los puentes romanos de Trespuentes, de Llodio o de Villodas. De tiempos romanos datan asimismo las salinas que dan nombre a un pueblo alavés: Salinas de Añana. Ahí están, desecando desde hace dos mil años las aguas salobres del río Muera en parcelitas deslumbrantes, las eras de la sal. Manto blanco de sal tendido a los pies de un convento, que es el de las Comendadoras de San Juan de Arce. También estas tierras alavesas fueron cañada de peregrinos a Santiago y tienen tanto la fe como los prejuicios religiosos metidos muy adentro de sus entrañas culturales. De un modo u otro, las guerras de los vascos, que han sido muchas, fueron guerras de religión. Y claro, estas son tierras de mucho santuario y mucho castillo. Si el viajero tiene tiempo y no aprieta el hambre y la sed, puede solazarse con una visita rápida a Estíbaliz y al santuario alavés por excelencia, Santa María de Estíbaliz, patrona de Álava, coleccionista de exvotos en su templo antiquísimo, con sus tres ábsides y su portada románicos. Y llegamos a Vitoria-Gasteiz, que es ciudad con nombre y apellido, cosa de la que pocas ciudades pueden presumir. El apellido Gasteiz le viene, como es lógico, de sus antepasados. Gasteiz, se llamaba el cerro donde se ubicaba una aldehuela que ascendió a villa el rey Sancho el Sabio de Navarra pensando, con buen criterio, que allí, en el centro de la llanada, estaría muy bien un lugar fortificado que controlara la planicie. Dicho y hecho: Vitoria tuvo dos fortificaciones y un caserío organizado en calles que formaban como un ovillo. Subsiste el trazado medieval en lo que es el pináculo fundacional de Vitoria, sólo que ya no están los torreones y sí la vieja catedral, la catedral de Santa María, que es un poco templo y un poco fortaleza, como resumiendo el espíritu de la época, gótica y beligerante. Merece la visita aunque sólo sea por echar un vistazo a sus excavaciones que ponen al descubierto los cimientos fundacionales. Y pasear, camino del “Portalón” para una comida en un entornos de anticuario, por las calles de Vitoria, apretujadas en torno a la catedral, con sus remotísimos nombres artesanales: Herrería, Cuchillería, Zapatería... Un alto para tomar café en la Plaza Mayor y su gótico de San Pedro y San Miguel. Antes de partir, una visita obligada a la vinacoteca “Vinum”, cuyo nombre no resulta una coincidencia, sino que refleja la pasión de su propietario, Iñaki Ramírez de la Peciña, por nuestra revista. Lo demuestra desde la entrada al local, con una llamativa decoración a base de portadas de los últimos números de “Vinum”. Se agradece el detalle, pero todavía más su excelente cocina y la extraordinaria oferta de vinos. Y nos vamos hacia Vizcaya con un alto en Llodio y Amurrio, que son tierras del txakoli alavés, que le dan a la provincia alavesa el toque fabril, la prosa industrial y productiva. El paisaje cambia anunciando nuevos horizontes. Una paleta verde y azul sustituye a los amarillos y ocres. Así es Álava, cortejada por montes y seducida por ríos. Un islote entre accidentes orográficos, una placidez entre caminos. Me viene a la memoria, en un salto fugaz hacia la juventud perdida, una vieja canción alavesa: “Tiene la niña tres gracias; ¿cuál elijo de las tres? Son las gracias de su cara, de su cintura y sus pies”. Nada más exacto. Piedra, hierba, acero Vizcaya es uno de los trozos más pequeños del mapa de España y la segunda provincia en habitantes. Más de quinientos por cada kilómetro cuadrado. Esta población tan apiñada en un palmo de terreno, no por eso deja de ser variada. Hay vizcaínos de múltiples oficios. Los hay mineros, los hay campesinos, los hay pescadores, los hay metalúrgicos y los hay banqueros. También los hay inmigrantes, o hijos de inmigrantes. Pero a nuestro viaje, que tiene por norte la comida y la bebida, nos interesa particularmente la costa, donde el txakoli se asoma al mar, y la gastronomía se convierte en festival. Sin embargo, y puesto que venimos de Álava, hagamos parada y fonda en Bilbao, al que llaman Bilbo, un ejemplo de los hermosos contrastes vascongados. Déjame decir una cosa: Vizcaya es férrea; está subida en un plinto de hierro. El mineral suministró a las viejas ferrerías y hoy a los altos hornos, y construyó Vizcaya, con sus industriales, sus mineros, sus comerciantes y sus marinos. Así Bilbao, fundada en el 1300, creció y creció sobre sus cimientos de hierro mineral y velas marineras. Bilbao es una ciudad doble, en la desembocadura del río Nervión. Una ciudad con dos orillas. Orillas de río viejo, oxidado río de lodo, fuego y hierro. Los puentes, como garfios de abordaje, unen esas orillas que no pueden morir la una sin la otra, agarrándose las dos, tan diferentes, a un mismo clavo ardiendo. En Bilbao puede ocurrirle a uno que salga por la mañana del hotel y se encuentre un barco aparcado a la puerta. Se debe esto a que el hotel es ribereño de la ría, y la ría es la calle mayor de Bilbao, como quien dice. En el Casco Viejo, o las Siete Calles, pululan al atardecer gentes pacíficas e indolentes. Los locales de juventud reivindicativa no resultan bien vistos por las gentes bienpensantes y de orden. A la puerta de Víctor Montes (Plaza Nueva, 8), donde se pueden degustar unas croquetas de bacalao de ensueño, se sientan en las aceras las hijas de aquellas progres que amé tanto. Alguien ha escrito en el tablón de anuncios del local de al lado que vende un caracol de carreras y un tranvía usado. Este es el Bilbao antiguo, apiñado en torno a la iglesia catedral de Santiago. Prolongando el Bilbao del viejo Bocho hasta el mar, las dos orillas del Nervión enfrentan dos modos de vida: chimeneas, humo, detritus, chatarra, polvo y basura industrial frente a los hotelitos burgueses. El arrabio frente al carbón de encina donde se tuestan las sardinas de Santurce. Baracaldo, Sestao, Portugalete, barrios de maquetos emigrados y socialistas históricos, con su palpitante cielo metalúrgico, según dijo Juan Antonio de Zunzunegui, escritor de aquí. Los pocos geranios languidecen entre los humos. Al otro lado de la ría, las elegancias de Algorta, Las Arenas, Guecho, Neguri... Y los puentes. Hay uno que se levanta para que pasen los barcos y otro que no es un puente colgante, como le llaman, sino un trasbordador con una barquilla que carga personas y vehículos. Ahora toca extasiarse con el Museo Guggenheim, mole de titanio que embarca al Bilbo de toda la vida hacia el siglo XXI… y más allá. Y puestos a embarcarnos, qué sitio mejor que Bakio, donde todavía pueden comerse, cuando los hay, los mejores percebes del cantábrico. Luego a Bermeo, donde los señores de Vizcaya, que eran reyes, habían de jurar, tras haberlo hecho en Gernika. ¡Ay de Gernika! es nueva, cosa que salta a la vista. La destrozaron las bombas en la primera experiencia histórica de arrasamiento de una población civil. Pero ha resurgido, como puede verse. Volviendo a los juramentos, Gernika es toda ella juradera: villa juradera, árbol juradero, casa de juntas juradera. Pero volvamos a Bermeo, de nuevo la costa y la alegría llena de color de los cascos y los mástiles. Barcos varados por la marea baja, perros de pescador, tan distintos de los de tierra adentro. Marineros en la faena, o comiendo el marmitako a bordo, junto a los palos donde cuelgan banderas nacionales, ikurriñas, palmas y ramos. Los arrantzales bermeanos ya hace muchos siglos que se lanzaban a mares lejanísimos en busca de la ballena. Los hubo pilotos de altura, negreros y hasta piratas. Y más allá, Ondárroa, marinera de toda la vida. El puente medieval, la vieja iglesia de Santa María y las casitas pulcras de pescadores, coloreadas, con ropa tendida en los balcones de madera. Costa cantábrica vizcaína, costa de duros oleajes. Donde hay piedra, las olas hacen rompientes. Donde hay arena, festones blancos. Espumas violentas o suaves de este mar... esta mar. El discreto encanto guipuchi Esta provincia se podría ver entera a poco que nos eleváramos como los pájaros que la sobrevuelan, porque es muy pequeña, la más pequeña de todas. Y lo que a simple vista de pájaro puede verse es un territorio montañoso con matices suaves, verdes ondulados. El primer alto camino de la capital, la bella Donostia, es en Getaria, que aquí hay mucha historia, tanto de mares como de vinos. De mares la escribió Juan Sebastián Elcano, de vinos, los hermanos Chueca con su txakoli “Txomin Etxaniz". Hablemos de mar, que unas páginas más adelante Bartolomé Sánchez lo hará de vino. Decía que Guetaria es el pueblo de Juan Sebastián de Elcano, primer marino que dio la vuelta al mundo, según es público y notorio. Huele Getaria a brasa de encina por las parrillas callejeras sobre las que crepitan besugos a la espalda, suculentos cabrachos y chipirones, modestas sardinas de la costa y chuletones de buey. El buen comer es un hábito tan vascongado que hasta se cruzan apuestas a ver quién come más. Los grandes comilones, y hasta los menos, se constituyen en sociedades gastronómicas para llenar la andorga a gusto y satisfacción. Son los guipuches tripaxais. Desperdigadas sobre el mar, las lanchas pescadoras de Getaria, a la vista alta del monte de San Antón, parecen juguetes de niño en un estanque. Meca gastronómica Ya está San Sebastián, con su reclamo gastronómico, a la vista. Pero si se quiere comer muy bien y distinto, el viaje debe hacer un pequeño quiebro y desviarse a Hernán. Aquí se encuentra el restaurante revelación “Fagollaga”, que dirige con mano experta, pese a su juventud, Isaac Salaberría, uno de los mejores cocineros de su generación. El local es un precioso caserío a orillas de un viejo puente, donde Gabino Azpeitia y su esposa Joaquina Zabaleta crearon la Casa de Comidas Fagollaga (Caserío-Sidrería). Corría el año 1903. El local era al mismo tiempo tienda de comestibles para suministrar a todos los caseríos de la Zona. Ahora, convenientemente renovado y modernizado, pueden comerse exquisiteces como las “cintas de calamar con caldo de cebolleta y tinta negra”. Sorprende la mesura del concepto, el equilibrio en la realización, el respeto a los sabores, la maestría en las cocciones cortas, la esbeltez y finura de sus salsas, y la elegancia global del plato. Es tan sólo un ejemplo. Sigamos. Pero no sin parar en el museo de Chillida Leku, uno de los entornos más bellos de la zona, donde el arte abstracto del genial escultor otorga una segunda naturaleza al bosque y el prado. San Sebastián, cuánto encanto en dos palabras, una en euskera: Donosti. San Sebastián es una limpia ciudad ordenada a las orillas de un gran meandro del río Urumea, que parece no decidirse a terminar su camino en el mar. No sé muy bien por qué, pero las dos playas de San Sebastián, La Concha y Ondarreta, mantenían entre sí misteriosas diferencias sociales. Pero San Sebastián, y a lo que iba, sigue teniendo su funicular al monte Igueldo, lleno de niños y abueletes, y arriba, su parque de atracciones con barquitas que navegan por el Río Misterioso y entran en la Gruta de la Felicidad. Los dos montes de San Sebastián son tan diferentes aun siendo montes los dos... Uno es el Igueldo y el otro el Urguil. Uno y otro parecen dar escolta al primor de la bahía y a la isla de Santa Clara, pero el Igueldo es distinguido y el Urgull militar. A los pies del Urgull, la vieja San Sebastián de aire marinero, de puerto y tabernas, pulula en torno a la Plaza de la Constitución y a la vieja iglesia de Santa María. No es exacto llamar vieja a una parte de San Sebastián, por lo que corrijo: San Sebastián fue destruida por un incendio durante la llamada Guerra de la Independencia y reconstruida después. Su inconfundible aire juvenil quizá se deba a que no tiene ni siquiera doscientos años. Para un país tan viejo como éste, es apenas una niña. Parece un juego de niña traviesa este asalto blanco de las olas: los rompeolas. Apenas se descarga ya pescado en el muelle de San Sebastián. El mayor movimiento está ahora en Pasajes. Pasajes de San Pedro y Pasajes de San Juan, tan bonitas sus casas de balcones de corredor, de madera pintada de colores vivos, sus arcos bajitos de piedra y esa serenidad pescadora y cantábrica. Irún y Fuenterrabía. La frontera. Valle del Bidasoa, isla de los Faisanes. Lugares donde hace siglos se dirimían los pactos y la política: hasta aquí llegas tú, ahí empiezo yo. Y termino, naturalmente comiendo. Esta vez en Oiartzun, de la mano segura de Hilario Arbelaiz. Una espléndida comida en el restaurante Zuberoa, que tiene dos estrellas Michelin pero que se merecería tres, porque es muy superior a otros restaurantes gabachos con tan alta distinción. Pero si comemos, no discutamos. Allá los inspectores y sus curiosos criterios. Porque el viajero, llegado hasta aquí, sólo tiene que bajar al otro lado del monte y ya está el País Vasco francés. Pero de eso habla nuestra compañera Bárbara Schroeder, de la redacción en Burdeos. Yo, satisfecho y feliz, cedo el testigo. Cintas de Calamar con caldo de cebolleta y tinta negra 1 Kg. de calamar fresco 1 cebolla 1 diente de ajo 1 pimiento verde 200 c.c. de aceite de oliva cebollino picado Limpiar el calamar. Reservar el cuerpo .Trocear los tentáculos y cortar en brunoise. Pochar las verduras durante 40 m. A fuego muy suave. Añadir los tentáculos y guisar el conjunto durante 50 m. Rectificar la sal. Cortar en tiras muy finas el cuerpo del calamar, como si se tratase de tallarines. Colocar en un recipiente el aceite de oliva , a una temperatura estable de 60º.Introducir las cintas en el aceite y confitar durante 50m. Reservar al calor. SOPA DE CEBOLLETA Y TINTA 1 l. de caldo de gallina 4 cebolletas (la parte verde de la cebolleta la guardamos para otras recetas) 30 grs. de pulpo seco tintas de calamar sal Cortar las cebolletas en juliana. Pochar durante 15m. sin que estas cojan color. Escurrir el aceite y añadir el resto de ingredientes. Cocer el conjunto, a fuego muy suave, durante 4 h. Dejar reposar el caldo durante 12 h. Colar el caldo y rectificar la sal. Si fuera necesario añadir un poco de azúcar. EMPLATADO En un plato hondo, colocar un poco de calamar guisado. A continuación, unas cintas de calamar templado, un poco de cebollino picado y una hoja de perifollo. En un vaso serviremos la sopa de cebolleta y tintas. Agenda Dónde comer Zuberoa Jatetxea Iturriotz Auzoa, 8 Oiartzun (Guipúzcoa) Tel. +34-943 491 228 La familia Arbelaiz, comandada por Hilario, ha creado uno de los mejores restaurantes del País Vasco. Cocina creativa con fuerte sabor. Cierra Domingo y Miércoles. Fagollaga Ereñozu Auzoa, 68 Hernani (Guipúzcoa) Tel. +34-943 550 031 Un establecimiento histórico puesto al día por Isaac Salaberría, cuya cocina creativa busca respetar al máximo la materia prima. Cierra Domingo noche y lunes. El Portalón Correría, 151 Vitoria-Gasteiz (Álava) Tel. +34-954 144 201 www.restauranteportalon.com Antigua posada del S. XV, perfectamente restauranda, donde se puede degustar una cocina tradicional modernizada en un ambiente insuperable. Atención y servico excelentes. Cierra Domingo. Más información www.terre-basque.com

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