- Redacción
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- 2007-11-01 00:00:00
Raúl, enólogo de bodegas Castroventosa, en el Bierzo, empezó elaborando en un garaje, allá por el año 2002, con unos buenos racimos de Albariño, un puñado de barricas de 750 litros, buen trabajo sobre lías y mucho ánimo. Parte, unas 600 botellas, salieron a la venta. El resto fueron fruto de la meditación y el susurro que el mar regalaba con cada amanecer. En efecto, es aquí donde germina su idea: sumergir una partida de botellas en el fondo del mar para obtener un vino de guarda sin apenas evolución. O eso es lo que la teoría le dictaba. Cierto es que había oído sobre este curioso experimento en Sudáfrica. Localizó un punto entre Ons y el Puerto do Grove, en una batea. Sumergió unos jaulones -al principio de hierro galvanizado y ahora de acero inoxidable- a una profundidad estipulada. Al principio fueron 30 metros y eso trajo algunas desavenencias con los corchos por el exceso de presión. Este año apostará por 12 metros, nivel en el que los corchos experimentan la misma presión dentro que fuera. Prácticamente están en equilibrio, y algunos animales acuáticos, como el pulpo no dudan en introducir sus tentáculos en el corcho ajeno. No es la primera vez que saca un jaulón y se encuentra el aperitivo encaramado. La teoría reza que la evolución del vino, con la presión y la temperatura en el fondo del agua y el intercambio de oxígeno, debía ser más lenta. Al parecer ocurrió todo lo contrario. La evolución fue más rápida pero con algunas diferencias. La cata mostraba los vinos con aromas más evolucionados, de mayor edad, en el buen sentido. Sin embargo, el color y la estructura seguían igual. Mejor dicho, en el extracto los vinos resultan más robustos. Incluso podían recordar, según nos comenta Raúl, a vinos de Borgoña de entre 10 y 12 años, con esa opulencia salvaje. No se sabe si es debido a pequeñas filtraciones de sal durante su estancia en el fondo de mar, pero el caso es que los vinos se muestran más grasos. En este momento, en un laboratorio, se están examinando los niveles de salinidad. Hasta no hace muy poco la sal era una práctica fraudulenta. Se añadía a vinos que tenían poco extracto seco (poco cuerpo) y cogían otra dimensión en boca. Esta crianza reductiva en botella resultó ser muy positiva e interesante. Lo que empezó como un hobby se está convirtiendo en todo un acontecimiento que provoca un gran peregrinar de curiosos y profesionales. En principio, este singular vino no estará en los escaparates de las tiendas. Pero si llega el caso, no saldrán más de 1.000 botellas. Es muy costoso y no quiere que le salgan escamas. Raúl Pérez estudió enología en Requena, Ingeniería Agrícola en Lugo. Además, asesora a Tilenus, Algueira, Quinta da Muradella y Forja do Salnés.