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Extremadura, entre mesa y dehesa

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  • Redacción
  • 2015-03-31 16:46:04

Abre la ventana, pero cierra los ojos, hay más sentidos. Nada suena como una ciudad de piedra, nada resuena como los pasos sobre la piedra, como la lluvia mansa sobre la piedra, como la historia y las leyendas, la memoria de los siglos, que escapa por las grietas de la piedra.

Texto: Ana Lorente / Fotos: Heinz Hebeisen

 

Esto es Cáceres, un milagro ajeno al tiempo y un espacio donde todo está en su sitio, cada torre que se irá iluminando un poco más allá, cada esquina abrigada que se abre a otra plaza, que se asoma a otro arco, que asciende por una escalinata imposible Las gárgolas gotean rítmicas sobre los adoquines, el granito de los muros huele con esa intensidad evocadora que regalan las copas de los vinos más minerales. ¿Copas?

Abre los ojos, el patio del Parador se ha vestido de tenue luz y por los ventanales del comedor se filtra el delicado tintineo de las copas, los últimos preparativos para la cena.

Hay otros sentidos, y este año Cáceres, Patrimonio de la Humanidad, se ha propuesto despertarlos y primar el gusto, lucir mesa y mantel como Capital Gastronómica.

Pero la gastronomía no empieza en la mesa. Esta noche llueve y casi parece oírse el suspiro de satisfacción de ese campo inmenso que es Extremadura, de los agricultores que ya tenían una mano en la espita del riego y otra como puño suplicando al cielo; de los ganaderos temerosos de que la hierba escasee y los borregos no engorden, y las ovejas den la leche más grasa de lo que requiere el queso o la torta perfecta. De los viticultores y los bodegueros que esperan hacer acopio de reservas antes de que el tórrido verano amenace la vendimia.

Así lo contaba Santos Trinidad mirando al cielo en un día claro y luminoso pero cuando los meteorólogos ya anunciaban el cambio de tiempo, Santos, el encargado de la finca Palacio Quemado, en los alrededores de Almendralejo, es el heredero de esa función que ya ejercieron su padre y su abuelo. Allí nació, allí fue a la escuela, cuando en el cortijo vivían más de 100 personas, y allí, en la capilla, tomó la primera comunión y conoció palmo a palmo a lomos de su bicicleta la finca primitiva de 3.500 hectáreas que poco a poco se ha ido disgregando entre herencias y ventas.

Lo nuevo es precisamente la bodega de Viñas Alange, que se inauguró en el año 2000 de la mano de Bodegas Alvear junto a los propietarios, la familia Losada. Un proyecto innovador y sorprendente en el momento, tanto por el volumen previsto para elaborar un millón de litros, como por el estilo de vinos, todo crianza, reservas y vinos de autor. El edificio se acomoda perfectamente en el entorno y el estilo rural de la zona, el interior está vestido con elegancia y el patio se alegra con el verdor de palmeras, quentias y cipreses.

La viña llega al pie de la casa, la mitad plantada de Tempranillo y el resto de Garnacha, Syrah, Merlot y Cabernet Sauvignon, es decir, las variedades que hoy definen la Tierra de Barros y, en general, la D.O. Ribera del Guadiana. Con tantas variedades la vendimia se alarga casi un par de meses, entre agosto y septiembre, y con tanta extensión han optado por vendimiar a máquina y por las noches para preservar la uva con la mejor temperatura.

El resto es trabajo de bodega, la última selección, la guarda en la sala de barricas con arcos que evocan cierto aire andaluz y barricas americanas y francesas, los monovarietales jóvenes de Tempranillo, Syrah y Garnacha, los tempranillos de crianza y reserva, las selecciones de pagos elegidos como La Zarcita o Los Acilates y los prémium -PQ Primicia, PQ Ensamblaje-, que se crían en barricas de 500 litros.

La sala se contempla en todo su esplendor desde la sala de cata y degustación, eso sí, separada por una cristalera para que los tentadores aromas de la caldereta extremeña o del cocido que a veces disfrutan los grupos visitantes no perturbe el reposo del vino.

 

La ciudad del cava

La bodega más clásica de Almendralejo fue Vía de la Plata, que inauguró la elaboración moderna de cavas dentro de la Denominación, y la de Marcelino Díaz, que consiguió abrir fronteras a la fama local, y en la nueva hornada se sumaron, entre otras, Martínez Payva, siempre abierta al enoturismo, o Sany, antigua pero con reciente vocación turística y festiva. Pero la tradición vinícola de la zona tiene orígenes remotos que justifican su título de Ciudad Internacional del Vino y Ciudad Antigua del vino, recibido en 1992. Así lo luce satisfecha Isabel García, que es el alma oficial del departamento de Turismo de la ciudad y además se encarga de la Ruta del Vino Ribera del Guadiana. Activa y entusiasta, recuerda que Almendralejo es la patria de los románticos Espronceda y Carolina Coronado, pero lo que exhibe orgullosa son las joyas de la corona de la villa, sus joyas, el precioso edificio blanco y albero, de aire neoclásico, que alberga la Estación Enológica y es la sede del Consejo Regulador de la D.O. Ribera del Guadiana, la plaza de toros, con la curiosidad de una bodega en sus entrañas y, justo al lado, el Museo del las Ciencias del Vino, un detallado recorrido por la historia y la etnografía de la zona, donde el vino, sus tradiciones y labores han dejado tantos vestigios. Desde la arqueología y el utillaje de los sucesivos pobladores, tartesos, celtas, romanos, judíos, árabes… hasta la memoria reciente plasmada por una familia, los Castillo, que ya suma seis generaciones de fotógrafos y conserva de sus manos un entrañable archivo de escenas y personajes relacionados con la viña y sus labores y con las bodegas que siempre han formado parte de la vida, la alimentación y la economía familiar.

El recorrido, la moderna restauración y adecuación del edificio en dos pisos y con una preciosa y vanguardista arquitectura, sigue la estructura de la antigua Alcoholera Extremeña, donde los grandes depósitos se han transformado en cubículos expositores de una cronología que combina piezas autenticas con didácticas reproducciones, pero quizá lo más descubridor es la figura de un personaje local cuyo ingenio –ingenieril- dejó huella en el progreso de la tecnología de las bodegas. Se trata de Antonio Sevillano, más conocido como el Maestro Morón, inventor, allá por los años cuarenta del pasado siglo, de la bomba mecánica de trasiego, función penosa que hasta entonces se realizaba a brazo partido, y creador, con patente, de una prensa continua capaz de simultanear las labores de prensado de la uva y el posterior estrujado de los orujos. Aquí se conservan las dos piezas y la memoria de su figura singular que la ciudad mantiene viva y trufada de anécdotas.

Tampoco le faltó ingenio a Alfonso Iglesias Infante, fundador de la propia Alcoholera Extremeña a principio del siglo XX, una empresa enorme en la que los excedentes o los imbebibles vinos se destilaban para surtir a las bodegas de Jerez y de Oporto del alcohol con el que encabezaban sus vinos generosos. La producción era tan abundante que sus instalaciones -lo que ahora es el Museo- se quedaron pequeñas, de modo que buscó un almacén en el vecindario y, sorprendentemente, lo encontró en la puerta de enfrente que era, ni mas ni menos, que la Puerta Grande de la plaza de toros, una regia construcción de gradas de piedra de 1843 que se había coronado en 1912 con una alegre y colorida galería de romántico estilo mudéjar. Pues bien, allí, bajo las gradas, hizo construir 29 conos, en realidad tinajas gigantescas de 25.000 litros, que ampliaron la capacidad de la alcoholera en un millón de litros. Desde la destilería, con mangueras, se llenaban los depósitos y allí, bajo las posaderas del público, reposaba el alcohol hasta el momento de su exportación a otras tierras.

El recorrido de los visitantes por el Museo termina, como no puede ser menos, con una cata. Los vinos que se catarán durante cada año se seleccionan en cata ciega en concurso público de todas las bodegas locales y se etiquetan como Vino del Museo para no favorecer a ninguna en especial. El rosado con una punta de carbónico inesperado resultó un aperitivo refrescante y aromático. Habrá que investigarlo.

Las calles de Almendralejo, contra lo que sugiere su nombre, están pobladas de naranjos, el mejor adorno de tantas villas extremeñas, el acierto de ese verde permanente para refrescar el aire del verano, para aplacar el polvo del camino, y la alegría de esas luces naranjas en invierno que amenizan la piedra de los muros o colorean la cal de las fachadas.

Naranjos que, junto a las palmeras, obligan a revisar esos tópicos de secano y hablan de microclimas inesperados, del Mediterráneo, de los bosques tropicales que fueron reclamo de los osados viajeros al otro lado del Atlántico y acuñaron en aquella orilla la memoria de Extremadura: Trujillo, Mérida, Medellín, Alburquerque…

La otra sorpresa es gastronómica. También aquí los restaurantes tradicionales de caldereta y aperos rurales colgados por las paredes han dado paso a comedores minimalistas, al pulcro blanco apenas punteado por claveles rojos de tallo largo, como en Nandos, que conserva platos y sobre todo productos del mercado típico local: migas, cabrito, carrilleras de ibérico… pero elaborados y presentados con estilo actual.

Y, sobre todo, como en casi todo el país, las calles se han poblado de taperías, de oferta de cocina en pequeño formato, quizá por la crisis, quizá porque los comensales buscan variedad y ligereza, quién sabe. El caso es que las barras o las mesas informales permiten, como en De Barros, conocer vinos locales por copas y armonizarlos con bocados sugerentes. Así pudimos curiosear en la bodega un Gewürztraminer de Peña del Valle, un Cayetana de Viticultores de Barros, un tempranillo ecológico de Bodegas Orán… En fin, armonías caprichosas para acompañar rabo de toro, foie con diamantes de frutos rojos o lagartito ibérico (esa pieza del cerdo que no suele encontrarse separada), acompañado de un mojo picón elaborado, por supuesto, con otra joya extremeña con Denominación de Origen, el Pimentón de la Vera, y seguramente el más irrepetible, el agridulce.

La tapería apenas ha cumplido un trimestre, es obra Valeriano Ortiz, el presidente de los hosteleros de Los Santos de Maimona, al frente de la barra Carmen Perera, y en la cocina Lola Tercero. Suerte al tándem, se la merecen.
Como también la merecen emprendedores visionarios como la familia Carrillo, Diego, el enólogo, y sobre todo Alberto Becerra, un amigo de toda la vida y principal valedor de Pago de las Encomiendas. La bodega está en Villafranca de los Barros -atención a su entrañable Museo Etnográfico- y ocupa una finca de 200 hectáreas de cultivo ecológico. Aquí llega seleccionado solo lo mejor, el 20% de su producción, vendimiado a mano, transportado en pequeñas cajas y conducido por gravedad hasta los depósitos. Con ese mimo y sin estrujar, el rendimiento es del 50%, es decir, 2.500 kilos por hectárea, una nimiedad en esta zona, hasta el punto de que les ha valido hasta coplas en las fiestas del pueblo. Precisamente esa forma de trabajar, tan personal en muchos aspectos, como el viñedo con Petit Verdot o Graciano, hace que elaboren desde su nacimiento, en 2007, como V.T. Extremadura y no dentro de la normativa inevitable que impone la D.O.

El edificio no revela alharacas arquitectónicas, sin embargo el utillaje es preciso y eficaz: depósitos troncocónicos donde maceran en frío y sacan el rosado a 12 grados, donde los tintos se elaboran con precisión por delastage, extrayendo el líquido y, cuando el sobrero de sólidos cae al fondo, regándolo de golpe, en menos de un minuto, para que se impregne completamente. Así tres veces al día al principio y cada vez menos a lo largo de los 25 o 30 días que dura la fermentación. De ahí pasa a barricas de 500 litros colocadas sobre soportes rotatorios, para así poder trabajar las lías con facilidad y con cuidado. El fin es preservar la calidad de la uva. “Somos agricultores, nuestra pasión es el campo, la uva”, afirma Alberto.

Y su pasión por la tierra va más allá. En Ribera del Fresno, a unos 15 kilómetros y en medio del campo, construyeron sobre un antiguo cortijo la bodega grande y las instalaciones dedicadas al enoturismo, el Hotel bodega El Moral, integrada en la Ruta del Vino y muy activa en las Primaveras Enogastronómicas. Se trata de compartir con los visitantes el encanto del entorno y mostrar dónde y cómo nace el vino, con paseos a caballo o en calesa y hasta con vuelos panorámicos en globo. El hotel son 11 confortables habitaciones en torno a un patio, con piscina de agua salada y un montón de posibles escapadas y actividades -además del recorrido didáctico por viñas y bodegas-, ya que también es zona privilegiada de avistamiento de aves.

El futuro pasa por el proyecto en ciernes de un Salón Biodinámico al que se accede desde detrás de la bodega por una galería que hoy llega a un enorme bloque de piedra roja, tan inquietante como el de Stanley Kubrick en 2001: una odisea en el espacio, la que aquí llaman piedra filosofal. Dará paso a un edificio de doce lados, con un lucernario central que permita cada mes contemplar la constelación correspondiente, a la vez que ilumina la cava subterránea, donde reposarán las barricas. Ya está construida, en hormigón vivo, y refrigerada por largos túneles de aire natural.
Mientras tanto, siguen experimentando novedades como una prensa nuevecita de la que ha salido la primera cosecha de Verdejo monovarietal y su coupage con la variedad local Cayetana, el rosado de Petit Verdot y sus tintos con 4 y 11 meses de guarda.

 

La dehesa, el encinar, el cerdo Ibérico

Sin globo, pero a vista de pájaro, Extremadura es muestrario de historia y arte construidos en piedra, de pueblos blancos y, sobre todo, de naturaleza, un horizonte sin límites poblado de encinas, olivos y viña, salpicado de espejos de agua, desde amables estanques naturales a descomunales pantanos apresados, con el cielo poblado de cigüeñas, águilas y todo tipo de pájaros y la tierra de vacas y toros bravos, de plácidos corderos y, por supuesto, de piaras de cerdos ibéricos, que hoy, bañados por la lluvia, oscuros, apretados y ovales parecen a lo lejos bellotas con patas.

Quien los conoce a fondo es Zacarías Pires, la nueva generación de El Risco Extremeño, en Alburquerque, un criadero y bodega de jamones adscrita a la D.O. Dehesa de Extremadura. Él sigue paso a paso todo el proceso, vive en la finca La Moñiza, los contempla desde recién paridos, los acompaña a la montanera, los trasforma en carne fresca o en jamón de larga curación y al final, como uno de los mejores cortadores de este país, los sirve en lonchas brillantes, casi trasparentes, que se disuelven mantecosas en la boca.

Su padre, Manuel, construyó la primera sede, justo a los pies del imponente Castillo de Luna que corona la villa, una fortaleza del siglo XV, perfecta como vigía desde su altura y con una torre inexpugnable de cinco pisos. Quizá por eso se ha conservado intacto a lo largo de los siglos.

Pero precisamente para preservar la vista del castillo, Manuel vio imposible ampliar posteriormente su edificio, de modo que se trasladaron a la parte baja del pueblo, construyeron una cava subterránea de hormigón de hasta siete metros de profundidad, con resistencia para colgar toda su producción de paletas y jamones a la temperatura y humedad perfectas, sin variaciones por encima de 21ºC a lo largo de todo el año.

El proceso empieza en la finca, allí nacen los gorrinillos en un par de naves paralelas, cubiertas, pero abiertas a los vientos, de modo que en esta vida de camping se acostumbren a la intemperie y resistan saludables la cría extensiva y la montanera.

La finca se divide en seis cercos por los que los grupos de 350 cabezas se suceden según su edad. Al primero llegan después de 40 días, cuando se separan de las madres y dejan de mamar para empezar a comer hierba, grano, brócoli y otras verduras y frutas que, por no dar la talla visual, no llegan al mercado. Allí engordan hasta pasar al siguiente cerco y, si alguno se retrasa en peso o en crecimiento (si se queda un poco escaforrío, según la lengua propia de Alburquerque), se le sobrealimenta unos días para que pase con sus compañeros, ya que son muy gregarios y necesitan la convivencia con su propio grupo. Los veedores de la D.O. hacen el marcaje y el seguimiento de cada pieza de principio a fin.

Los mayores pasan de aquí a las fincas de montanera, dehesas donde durante tres meses, desde octubre o noviembre, se alimentan exclusivamente de las bellotas que regalan las encinas. Los cerdos se pesan al entrar y al salir camino del matadero y, en función de lo que han engordado, se ajusta el pago por el alquiler de la dehesa. Para que un cerdo engorde un kilo necesita comer 12 de bellota; en total, requieren una extensión equivalente a campo y medio de futbol, algo que solo se encuentra en los latifundios vírgenes de Extremadura, en dehesas donde pasta la ganadería y donde menudea la fauna silvestre y que se extienden por más de un millón de hectáreas, de modo que puede acoger cerdos ibéricos de otras regiones aunque luego se convertirán en jamones de otras denominaciones.

Pires distribuye las piezas frescas en la nave del castillo, mientras que los jamones y paletas pasan a la bodega. Se etiquetan con la endiablada nomenclatura actual –etiqueta roja para los de bellota, verde para los de cebo campo-, se salan, se cuelgan y se cuidan con primor para que la larga curación -dos años como mínimo las paletas y tres los jamones-, el paso de la simple salazón al jamón–jamón, se desarrolle sin percances, aséptico, preservado por su propia grasa y untado con manteca y aceite desarrollando toda la riqueza de su aroma y sabor.

Cuatro años pasan, como mínimo, desde la paridera hasta que Zacarías los coloca en su refulgente jamonero, afila el largo cuchillo y los convierte en bocados deleitosos. Más de la mitad se venden así, loncheados a mano, con indicaciones precisas sobre la temperatura de servicio, templada, que es el punto final más importante para que luzcan a la perfección vista, olor, sabor y textura.

Zacarías desarma los tópicos sobre la preferencia de pata derecha o izquierda -“cada gorrino duerme a su manera”-, aunque los cortadores sí que prefieren la izquierda, por la rapidez en la manera de enfrentarse con el hueso. Y con su experiencia revela el secreto para elegir un buen jamón. Por supuesto, calarlo y aspirar profundamente el olor del hueso de cala, y sujetarlo con las dos manos, una en la caña y la otra en la maza, para comprobar la finura del hueso y la elasticidad del musculo, hincando las uñas, que es la prueba de la infiltración de su grasa, la característica que define la excelencia del cerdo ibérico sobre las otras razas, en las que magro y tocino están completamente diferenciados. Son inconfundibles, para comprobarlo no hay mas que recorrer la Ruta del Ibérico, los 19 municipios en torno al más famoso, Montánchez.

 

Vino, imagen y filosofía

Heredero de oficio y por vocación es también el bodeguero Fernando Toribio. Su bodega familiar en Puebla de Sancho Pérez, Bodegas Toribio, es una de las más antiguas de Extremadura, aunque nadie lo diría contemplando las etiquetas de las nuevas series, degustando el estilo de sus vinos y escuchando sus principios, su filosofía un punto revolucionaria.

Su bodega se integra y en alguna medida lidera el grupo de las outsiders, de las grandes vanguardistas que sienten estrecho el marco de la D.O. Ahí están también Palacio Quemado, Carabal, Valdueza y Pago de los Balancines, sobre todo su revolucionaria, frutal y juvenil línea Crash Wines que también se elabora aquí, en Toribio. Todas buscan ser reconocidas como Pagos diferenciados por su viñedo y por la calidad y originalidad de sus elaboraciones.

La más redonda de Fernando Toribio la ha bautizado gráficamente como Pi, el signo que en este caso define 3 uvas, 14% vol. y 16 meses de barrica americana y crianza sobre lías, pero no las propias, sino las del blanco fermentado en barrica.

El espíritu vanguardista lo ha heredado de su padre, Casimiro, a quien le ha dedicado otro blanco, reflejo del campo y el trabajo, como homenaje a su espíritu emprendedor. De hecho fue de los primeros en embotellar en la zona, en la bodega que Manuel ha recrecido en tres fases pero que conserva en uso y con mimo los primitivos depósitos de hormigón, pequeños, de 3.000 a 6.000 litros, que le permiten variedad de vinos y cuidado caprichoso, por ejemplo, en los remontados manuales que realizan exclusivamente dos especialistas.

Cuando Fernando cumplió 19 años, su padre, de pie sobre la báscula de la entrada, le dijo “no paso de aquí. De ahora en adelante, hazlo tú” Y ese fue su máster, hasta hoy, cuando se acerca a los 50 rebosante de pasión y con dos hijos encaminados al vino, uno como agrónomo y el otro como enólogo.

Su vida es el vino, hasta el punto de que vive sobre la bodega de crianza subterránea, sobre las barricas que se renuevan cada cuatro años, sobre un soñado coupage de las 14 mejores barricas que se descubarán esta primavera. Es una casa de nueva planta, a las afueras, con preciosas vistas a la ermita y la plaza de toros, una de las más antiguas de España, que ya existía cuando Cortés y Pizarro se embarcaron para descubrir América.

Arriba, dos coquetones apartamentos dedicados a enoturismo se bautizaron como Uva Blanca y Uva Tinta. Una invitación a la escapada y a también descubrir no solo los vinos sino las exquisiteces de las otras siete Denominaciones extremeñas: Jamón ibérico D.O.P. Dehesa de Extremadura, Quesos La Torta del Casar, Queso Ibores, Aceite Gata-Hurdes, Pimentón de la Vera, Cereza del Jerte y Miel de Villuercas-Ibores.

 

Camino de aceite y vino

En busca de buen aceite, el mejor de España en 2010, nos acercamos a una finca histórica, la de los Álvarez de Toledo. La familia es originaria de Ávila y su título, el Marquesado de Valdueza, procede de León, pero aquí, en Extremadura, tienen ingentes extensiones, dedicadas unas a caza, otras a dehesa y esta, 200 hectáreas cerca de Mérida, antes a reses bravas y ganadería y ahora, desde hace apenas una década, a viña y olivar, bodega y almazara.

Quien se ocupa de la marca es Fadrique, el sucesor del marqués, y quien día a día la atiende sobre el terreno es Israel Morillo, alternando, en verano la vendimia y en invierno la cosecha de aceituna, de octubre a diciembre, porque en esta casa se recoge aún verde y solo del árbol, en busca más de aromas y calidad que de pura grasa y gran producción. Así elaboran dos millones y medio de kilos de Arbequina, Picual, Hojiblanca y la local Morisca.

La almazara, pulcra y técnica procesa 70.000 kilos al día, por variedades, en las tres tolvas del patio, allí se limpian hasta entrar en la termobatidora, donde se muelen sin superar los 27ºC, es decir, para una extracción ligera. Se prensa y se conserva en depósitos, también monovarietales, inertizados con nitrógeno para que no se oxide en absoluto y así se guarda hasta el momento de envasar, sobre pedido, no antes, de modo que llegue al cliente con la frescura de recién elaborado. No son partidarios de filtrar, pero el público, sobre todo el español, exige aceites trasparentes, de modo que no queda otro remedio; eso sí, un filtrado muy delicado. El envase del Mérula, nombre dedicado a los mirlos golosos que se alimentan de olivas y uvas, es una lata de medio litro que ha recibido premios de diseño, de presentación.

Otras 20 hectáreas se dedican a viñedo, y aunque la bodega está proyectada para 40, solo seleccionan 16 que después pasan por la estricta mesa de selección. Son Merlot, Cabernet Sauvignon y Syrah a las que se añadirán variedades portuguesas que se dan bien al otro lado de la frontera, en el Alentejo, y que ya están experimentando.

La bodega, una casona rural con detalles encantadores como el patio de azulejos portugueses, está a cargo de la enóloga Lourdes Robledano; a ella corresponde controlar la viña y sus labores y seguir el proceso cotidiano del vino, aunque quien asesora la enología es Dominique Roujou de Boubée, formado con los mejores enólogos de Francia, que rige también bodegas en Cataluña, Valencia, otras en Extremadura y Galicia y, en sus propias palabras, considera que los enólogos “somos como fotógrafos. La uva es nuestro negativo y nuestra tarea en la bodega es revelarlo lo mejor posible, es decir, lo más fielmente posible, sin añadir filtros. Nunca lo conseguimos del todo, pero de lo que se trata es de estropear lo menos posible”. De ahí el cuidado del campo, la vendimia nocturna, el reposo en cámara, la entrada de uva a los depósitos desde abajo, para que no se golpee y se rompa el grano, y las barricas grandes, de 500 litros, para que la madera no eclipse al vino, aunque no están admitidas por la D.O. Ribera del Guadiana. Son barricas de tres bosques franceses, Allier, Tronçais y Bertranges, maderas elegidas porque cada una se adecua a cada variedad. De los vinos tintos se elaboran sus vinagres, que también envejecen durante casi dos años en criaderas de roble francés y en cata revelan notas anisadas de hinojo y de miel.

A orilla de la misma autopista, pero ya en Trujillo, un cartel impresionante anuncia: Habla. No es un imperativo, sino la invitación a visitar la bodega más moderna y sorprendente de Extremadura. Un edificio monumental, vanguardista, de cristal y cobre, en lo alto del viñedo, tan cuidado y reluciente que, paradójicamente, deja sin habla.

El propietario, Juan Tirado, tiene una preciosa finca vecina donde hace mucho tiempo cría caballos de pura raza pero cuando el siglo XX tocaba a su fin decidió poner en pie otro sueño y empezó por plantar un viñedo de tintas. Ahora el viñedo cuenta con seis variedades tintas y un par de blancas, y ese surtido ha modelado el interior, la elaboración, ya que cada parcela dispone de un depósito propio para realizar con precisión el seguimiento de cada vendimia.

La viña crecía mientras Valentín Iglesias diseñaba lo que había de ser el depurado estilo de la imagen de la marca, las botellas negras en distinto formato para cada vino, sin más que la simple etiqueta rectangular y, en la cápsula, un rótulo con las sugerencias aromáticas que encierra. Tan simple como sus nombres, que no son mas que el número de orden. En Habla 1, eucalipto, jara, pan tostado, humo… en Habla 3, violeta, regaliz, vainilla, clavo…en el más reciente Habla 12, mango, frambuesa, lavanda, hinojo…

Quizá lo mas difícil fue precisamente encontrar el nombre, que se ha revelado inconfundible y acertado. Costó un par de años y seguramente unas buenas sesiones de brainstorming regadas con buen vino, hasta que la inspiración condujo donde siempre, a los cásicos. Cuando Miguel Ángel, puntal del Renacimiento, dio el último toque a su estatua de Moisés, la encontró tan perfecta que la conminó: ¡Habla! En busca de esa perfección aquí empezaron a elaborar vinos que hablaran por sí solos, aunque lo cierto es que las cuidadosas campañas de marketing, despertar la curiosidad, afirmar la marca con todo tipo de sugerencias sensuales, ayuda bastante.

Victoria Acero conduce a los visitantes por salones y pasajes, espacios tan pulcros como el minimalismo de las botellas. La sala de reuniones: “Escucha”, la ordenada bodega de elaboración con depósitos chatos completamente recubiertos de doble camisa y funcionamiento por gravedad, la de guarda con tonelería francesa nueva y el mirador acristalado desde donde contemplar el estanque, los nidos de cigüeña y el viñedo en toda su extensión. Porque, a pesar del nombre, una imagen vale más que mil palabras.

La que no le va a la zaga como monumental, hermosa y cuidada, desde la viña a la arquitectura, es Bodega Carabal, en la carretera de Alía-Castilblanco, en la comarca de Las Villuecas, o sea, en el entorno del Monasterio de Guadalupe. La finca son 2.500 hectáreas en las que caben estanques para asegurar el regadío, bosque de caza, pastos para ganado y una granja cinegética. La viña ocupa 55 hectáreas de Syrah, Cabernet Sauvignon, Tempranillo, Graciano, Petit Verdot y otras variedades experimentales, y la bodega ocupa 8.000 metros vestida de acero y hormigón teñido del color rojizo de la tierra, vanguardista pero bien integrada en el entorno. Se fundó en 2001 y tiene al reconocido Ignacio de Miguel Poch como enólogo responsable de la elaboración de sus vinos, tres marcas, Rasgo, Cavea y Gulae, de las que produce anualmente más de 100.000 botellas.

Nueva en esta plaza pero ya con numerosos reconocimientos es la pequeña Bodega Mirabel, en Pago de San Clemente, con 12 hectáreas cultivadas bajo las normas de la biodinámica. El resultado, desde 2006, se llama Tribel y su autor –este es realmente un vino de autor- es Anders Vinding, enólogo por vocación, por pasión y por herencia familiar, como la de su primo, el creador de Pingus, Peter Sisseck. Después de elaborar y asesorar bodegas en Chile, Argentina, Italia, Burdeos o Almendralejo, se asentó con su mujer, Andrea, en este rincón y ha revolucionado el panorama con un tinto de 40% Tempranillo, 10% Cabernet Sauvignon y 50% Syrah, las dos primera criadas en roble francés durante siete meses. Un vino elegantísimo que está dando mucho que hablar. Y no es más que el principio.

Pago de los Balancines, también nueva, de 2006, ya está recogiendo los laureles de la fama. En junio será la bodega oficial de los actos de entrega del galardón a los 50 mejores restaurantes del Mundo que se celebra en Londres, desde la cena de bienvenida a los 150 de los principales chefs y restauradores de todo el mundo que se dan cita en el magno evento. Sus vinos -Huno, Matanegra, Salitre y la línea Crash Wines- nacen en Oliva de Mérida, en un viñedo ecológico de 52 hectáreas plantado con Garnacha Tintorera, Cabernet Sauvignon, Tempranillo, Syrah, Petit Verdot, Bruñal y Graciano. Aun por encima de su imagen elegante o descaradamente rompedora, destilan un cuidado puntilloso por la tierra y por el equipo que definen sin pudor como amor. Y lo demuestran.

 

Un delicioso error

Nació de un error, o más bien de un capricho de la naturaleza. Unos quesos que no cuajaban y maduraban como era de esperar y quedaban con el interior casi disuelto, convertido en una crema inmanejable, eso sí, mórbida y deliciosa, uno de los más originales y exquisitos quesos de este país, con un aroma intenso y un tacto irrepetible. ¿O no irrepetible? Ese ha sido el reto: imitar la naturaleza, conseguir, a base de depurar la técnica, una oferta homogénea, la que el público reconoce como Torta.

La leche es de oveja Entrefina, una variante de la Merina menos lanosa, la tierra donde se cría, el suelo donde pasta o donde nace su pienso natural imprimen la diferencia entre sus dos cunas, más ácido en El Casar y más pizarroso en La Serena.

A la larga, por su tesón comercial, por su acierto promocional, se ha impuesto con D.O. la Torta del Casar, con un reglamento muy exigente que garantiza la calidad de cada pieza certificada en las seis queserías que componen la D.O.
El control empieza en el nacimiento. En la granja y quesería de Hermanos Pajuelo un campesino enjuto y polivalente, Paco Ávila Santos, es la madre del cordero. Como carpintero con buena mano les construye sus cunas y corralitos, les da el primer biberón con los calostros maternos y les enseña a mamar de la nodriza mecánica. Mientras, a las madres se las ordeña con las primeras luces de la mañana y la leche se reúne y se refrigera para elaborarla antes de 72 horas. Leche cruda, cuajo vegetal, salada en su punto, moldeada entre paños y curada en cámara hasta que el remelo transforma su blancura en un tono dorado y homogéneo. Solo así recibirá el precinto de garantía.

La quesería ha puesto en pie la feliz iniciativa de un centro de interpretación, Pastoralia, donde los visitantes recorren virtualmente la historia del pastoreo y la elaboración de los quesos en una sucesión de vídeos , exposiciones y narraciones interactivas tan didácticas como amenas y en un entorno vivo, divertido y acogedor.

Y mientras, los cerezos del Valle del Jerte son una explosión de flores primaverales. Y todo esto es lo que ha justificado este año la elección de Cáceres como Capital Gastronómica con un programa, El despertar de los sentidos, que, a pesar de no estar presente en la ciudad en la medida que sería de esperar, se desgranará mes a mes, con mercados medievales, ferias gastronómicas de exaltación de los productos más ricos y eventos culturales que relacionen la gastronomía con otras artes.

Eso, y el peso de algunos fogones destacables de la ciudad, como Cayena, en plena plaza Mayor, donde Iván Rivera y Víctor Encinal renuevan bocados tradicionales como las perrunillas convirtiéndolas en Tartarros o cambiando el arroz por trigo en un Trigoto con boletus y torta del Casar. Y para acercar la gastronomía activa al publico están dando los últimos toques a un Club Gastronómico como escuela de cocina y cata para aficionados.

Pero sin duda el peso pesado que ha inclinado la báscula de esa elección es Atrio, la obra exquisita, minuciosa, de Toño Pérez y José Polo. Lujo y delicadeza en un entorno único, un bello edificio histórico transformado milagrosamente en hotel, restaurante y, en lo que aquí toca, en una de las mejores bodegas de este país y posiblemente del mundo, una colección de vinos históricos y de uso y disfrute donde el aficionado puede encontrar sus sueños más fantasiosos. Para ello José recorre las subastas más tentadoras de todo el mundo hasta conseguir las piezas más codiciadas, hasta reunir, por ejemplo, la vinoteca histórica más completa de Château d’Yquem. Pero eso merece capítulo aparte...

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