- Antonio Candelas
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- 2019-03-29 00:00:00
Parece obvio pensar que nuestra Denominación de Origen más universal estuvo ahí desde siempre; omnipresente, diversa y con una actividad perenne con la que crean adeptos allá por donde van con una facilidad pasmosa. Nada más lejos, querido lector. El relato de Rioja es tan complejo como fascinante: el contexto histórico y los apuros vividos por la población rural en la segunda mitad del siglo XIX, así como la valentía de unos cuantos soñadores de la época, marcaron el devenir económico y social de una región donde siempre había habido vino, pero a la que le hacía falta una revolución para garantizar su supervivencia.
U rgía acometer esa revolución, puesto que la forma en la que se elaboraba el vino hasta la década de los cincuenta del siglo XIX tenía varios inconvenientes de capital importancia. Por un lado, era imposible transportar el vino largas distancias porque se echaba a perder de forma prematura. Por otro, al no estar sometidos a crianzas y no disponer de espacio para el almacenamiento, de una cosecha a otra los bodegueros tenían que deshacerse del vino sobrante. Mal negocio para un momento convulso de la Historia de una España plagada de guerras y movimientos revolucionarios. Aquí es donde aparece la figura mesiánica de Guillermo Hurtado de Amézaga (Marqués de Riscal), aristócrata, habitante de Vitoria y uno de los principales impulsores del proyecto que daría solución a la crisis que se vivía en la Rioja Alavesa y que sentaría las bases, décadas después, para la creación de la Denominación de Origen actual. Guillermo, como hombre liberal que vivía en zona carlista, tuvo que exiliarse en Burdeos durante años. Es allí donde establece una amplia red de contactos relacionados con el vino que tan bien iban a venir posteriormente. A su regreso, se encuentra con un panorama desolador y se dirige a la Diputación de Álava junto con otros cosecheros para plantear una solución que termina cuajando en el ambicioso proyecto del Medoc Alavés. Un plan auspiciado por la propia Diputación que pretendía fijarse en la exitosa forma de elaborar vino en la región francesa. Para ello, tenían que captar a un gran conocedor del método bordelés y acabaron fichando a Jean Pineau por tres veces más de lo que cobraba en Francia. En 1862 arranca el proyecto con una misión clara, que incluye un control exhaustivo de las cosechas y de los procedimientos llevados a cabo en bodega. Digamos que era un prototipo de Denominación de Origen. No obstante, aunque la idea era perfecta sobre el papel, no resultaba tan sencillo ejecutarla. Más que nada porque hacía falta una gran inversión económica, puesto que el plazo mínimo en el que el vino se ponía en el mercado era de tres años tras su crianza, y no todos los elaboradores de la zona se lo podían permitir. Esto, unido a las crisis políticas del momento, hizo que el proyecto se disolviera siete años después de su nacimiento.
Cuando parecía todo perdido, las ganas del Marqués de Riscal por ver prosperar el negocio del vino en la zona le llevaron a tomar el relevo de tan ambicioso proyecto. Tanto fue así que acabó haciéndose con los servicios de Monsieur Pineau y, tras heredar las viñas de su hermana situadas en Elciego, fundó en 1858 la sociedad Vinos de los Herederos del Marqués de Riscal. Si Guillermo fue atrevido a la hora de apostar por una revolución en el vino riojano importada de Francia que lo revalorizara y que además consiguiera mostrar un mejor comportamiento con el paso del tiempo, Camilo, su hijo, fue otra persona destacada por estar profundamente convencido del éxito del proyecto y por ser un gran gestor a la hora de marcar unos tiempos firmes, pero prudentes, en el desarrollo del mismo. Hoy, Francisco Hurtado de Amézaga, quinta generación y director técnico de la casa, cuenta con orgullo el extenso legado que su tatarabuelo dejó para el vino de Rioja.
La ilustración riojana
El avance de Rioja en su desarrollo vitícola no se entendería sin la existencia de unas personalidades dotadas de una gran formación y elevada capacidad de liderazgo. Una cualidad que parece muy moderna, pero que a los protagonistas de esta historia no les faltaba. Celestino Navajas y Bodegas Montecillo toman el relevo al Marqués de Riscal en esta narración. Celestino, natural de Fuenmayor, no procedía de familia de vinateros. Era panadero, pero además de levantarse con el alba para cocer el pan para los habitantes de su pueblo, era una persona de un enorme carisma político y social. Su primer contacto con el vino fue a través de la herencia de su mujer, que adquiere una viña y unos calados en 1864. Pero, según la documentación encontrada, es en 1870 cuando aparece como propietario de la actividad vitícola. Es por tanto la fecha documentada en la que comienza la historia de esta admirable saga. Su hijo mayor, Gregorio, se encarga de desarrollar el negocio de la bodega con un proyecto social avanzado para la época: crear la primera cooperativa de Rioja (Sociedad de Labranza de Fuenmayor). Su delicada salud no le permitió cumplir su sueño, pero su hermano Alejandro, una persona de una gran inteligencia y acertada visión empresarial, trabajaría para consumar su anhelo. Propietario de una naviera, consejero de la Sociedad Española de la Dinamita y otros negocios en eléctricas hacen que Alejandro Navajas genere un vasta fortuna que en muchos casos destinaba para enriquecer a su pueblo, como con la construcción del cine de Fuenmayor proyectado por Secundino Zuazo, arquitecto de los Nuevos Ministerios de Madrid. La adquisición en 1919 de la finca El Montecillo y la excelente educación que se encarga de dar a su hijo José Luis Navajas en Burdeos, Borgoña y Penedés son las piedras que faltan para terminar de levantar de forma definitiva lo que Gregorio había proyectado en su momento. Gracias al gran conocimiento que tiene sobre vinos, José Luis introduce el frío en la fermentación y establece una selección de viñedos para las diferentes marcas que por aquel entonces elaboraban. Sin duda, una gran aportación que con el despegue industrial muchas bodegas aplicaron en sus instalaciones. José Luis no tuvo descendencia y hasta en eso anduvo con pies de plomo a la hora de vender el negocio familiar en 1973. Fue Osborne la elegida, una empresa con una larga trayectoria en el mundo del vino. Hoy, Mercedes García, enóloga de Bodegas Montecillo, busca recuperar gran parte de la esencia primitiva de la familia, perfilando los vinos según el viñedo de procedencia, como hacían los Navajas en sus comienzos y, por qué no, recuperando alguna marca mítica.
Pero si hay una familia ilustrada dedicada al vino riojano esa es la de María José López de Heredia, bisnieta de Rafael, fundador allá por 1877 de la bodega más antigua del Barrio de la Estación de Haro: Viña Tondonia. María José es sin duda una de las personas más documentadas sobre la historia de Rioja. Vivaz y con una agilidad mental prodigiosa, pero sobre todo enamorada y convencida de los valores y sabiduría que inculcó su padre, Pedro López de Heredia, a los tres hermanos que hoy llevan la bodega: "Mi padre se esforzó muchísimo para que estudiásemos y fuéramos personas formadas, pero para él la práctica era tan importante como el estudio. El trabajo te obliga a aplicar tus conocimientos y a reflexionar sobre ellos, y eso enriquece mucho más a la persona".
En la media luna que hay delante de la fachada modernista de la bodega nos espera el Mini rojo de María José, con el que nos desplazamos a una de las ubicaciones más bellas de Rioja: Viña Tondón. En el pedregoso camino que nos lleva hasta allí, María José nos cuenta los acertados consejos que su bisabuelo Rafael recibió por parte de algunos de los châteaux más importantes de Francia, como Margaux y Lafite, para la compra de viñas en Haro. La principal recomendación fue la de no adquirir las primeras parcelas cercanas al Ebro por el riesgo de enfermedades y porque ese suelo era más fértil, cuestión poco favorable para la uva de calidad. Hasta llegar a lo más alto del Tondón, pasamos por antiquísimas viñas de Garnacha y Viura plantadas en unas pendientes considerables. Alcanzada la cúspide del meandro dibujado por el Ebro, las vistas son deliciosas, con Briñas y las Conchas de Haro al fondo. Allí el viñedo es una obra de arte. Pocas cepas están esculpidas con tanto gusto como aquellas. Coronando el majuelo esperan pacientes las piedras que comenzaron a dar forma al château ideado por Rafael a principios del siglo XX. En la cabeza de María José bulle la idea de concluir ese proyecto en los próximos años.
Hablar con ella de vinos es hablar de la viña. Le falta tiempo para contar todo su conocimiento, sobre todo porque no es una sabiduría basada en teorías o hipótesis estudiadas en los libros. Toda su ilustración la adquirido desde la experiencia, por eso no sienta cátedra en ningún aspecto que tenga que ver con la viticultura. La casuística de cada momento es la que marca la forma de actuar. En Viña Tondonia no existe una receta escrita en la que se pueda encontrar la solución a una campaña complicada. Lo único que tienen claro en la familia es que la determinación que se tome tanto en bodega como en el campo debe estar avalada por el convencimiento. Se acabará acertando o no, pero solo así se preservará el espíritu auténtico de la casa.
Si pisar el viñedo de los López de Heredia es una clase maestra de viticultura, respirar el aire de la bodega es una lección de enología de valor incalculable. Allí existe una riqueza microbiológica sensacional. Un equilibrio frágil que mantienen y cuidan para que la capa de mohos que cubre las paredes de la bodega centenaria actúe de termorregulador natural. María José es clara cuando alguien le habla sobre la limpieza en bodega: "Una bodega no es un quirófano. En este, la asepsia debe ser total para evitar complicaciones. En aquella, hay que ser pulcros, pero no se debe erradicar todo atisbo de vida microbiológica que se desarrolla de forma natural y que nos ayuda a la crianza de nuestro vino". Una pincelada más de la filosofía imperecedera que ha habitado en la familia desde hace cuatro generaciones.
Sentados en la acogedora y colorista galería del edificio, preguntamos a María José sobre el aporte de la familia López de Heredia a Rioja. Ella piensa que quien tiene que contestar a esa pregunta no son ellos. Debe ser la gente de fuera la que objetivamente considere en qué ha participado Viña Tondonia en la construcción de Rioja, aunque añade que forman parte de su nacimiento y mantienen una forma de elaborar artesanal que se ha demostrado que funciona al margen de modas, tendencias, puntuaciones y demás avatares del vino.
He aquí dos personalidades, Rafael López de Heredia y Celestino Navajas, con cabezas bien amuebladas y con un espíritu transformador que marcaron la senda de la diferenciación desde el conocimiento aplicado al campo y a la bodega, partícipes desde un primer momento de la creación del germen de lo que hoy es la D.O.Ca. Rioja.
Con ADN exportador
La de Bodegas Faustino es una historia con una visión comercial fuera de lo común. Todo comienza con Eleuterio Martínez Arzok, un rico comerciante de tejidos de la zona y bisabuelo de Lourdes y Carmen Martínez Zabala, actuales consejera delegada y presidenta, respectivamente, del grupo bodeguero Faustino. En la segunda mitad del XIX, Eleuterio se instala en Oyón con su familia y compra sus primeros viñedos y la casa del Marqués del Puerto. Cuando comienza a despegar el negocio familiar y además va cogiéndole el gusto a la elaboración de vino, la filoxera aparece implacable en Rioja. Tal es el disgusto, que emigra a América para desarrollar otras actividades y dejar pasar la crisis del vino en España. A su regreso, con ganas renovadas, vuelve a apostar por la viña y toma el mando del negocio vitícola su hijo Faustino, el único de los cinco hermanos que se dedica al vino. Esta segunda generación es la que da un paso adelante y se lanza a embotellar la producción allá por el año 1920. Compra barricas a los franceses y registra las primeras marcas de la familia: Viña Parrita y Santana –que eran los nombres de los viñedos– y Famar, que correspondía a las primeras sílabas de su nombre y apellido. Con la tercera generación familiar, encabezada por Julio Faustino Martínez, llegan los momentos de expansión más importantes de la bodega. En honor a su padre, Julio crea la marca Faustino y todo lo que le rodea: el diseño de la botella, el color de las etiquetas y la incorporación a ellas del retrato de Rembrandt. Una decisión tras la cual no había un concienzudo estudio de marketing, pero hoy sería difícil emular el grandioso éxito que tiene esta etiqueta en el mundo entero. Lourdes Martínez no se lo piensa al responder sobre el aporte de Bodegas Faustino al nombre de Rioja: "Faustino I Gran Reserva ha llevado el nombre de Rioja por todo el mundo". Cuestión nada baladí si tenemos en cuenta que hoy es tremendamente complicado recalar en mercados internacionales con cierto peso y continuidad en el tiempo. Esta presencia internacional tan importante ha ayudado a que Rioja se haya asentado como marca de calidad más allá de nuestras fronteras. Pero la familia tiene claro que debe continuar creciendo, siempre con el permiso de la viña.
Otra de las localidades de enorme tradición en la Rioja Alta es Cenicero. Allí la familia Frías fue la encargada de orquestar el desarrollo vitícola de la zona durante las últimas décadas del siglo XIX. Santiago Frías, director general de Bodegas Riojanas y su primo segundo Emilio Sojo, enólogo de la bodega, nos cuentan los numerosos avatares de sus familias durante aquellos difíciles años. En 1870, en una céntrica casa del pueblo, Felipe Frías, tatarabuelo de ambos, ya regentaba un despacho de vino con el nombre de Bodegas Riojanas. Aunque oficialmente la creación de la bodega corresponde a 1890, veinte años antes ya había vinculación con la viña. Tras obtener un premio en la Exposición Universal de Sevilla en 1888, surgen inversores catalanes, cántabros y madrileños para construir la bodega en terrenos de la familia. En 1901, Rafael Carreras, el inversor catalán, bautiza un viñedo de uva blanca con el nombre de su hija, Viña Albina. Hoy casi la totalidad de la gama es tinta, pero en sus orígenes era un majuelo blanco. La otra gran marca de la casa es Monte Real. En este caso, el origen data de 1930 y fue Larrendat, el enólogo de la época, el que presentó a Román Artacho en una botella estilo borgoña un vino de un viñedo de Cenicero llamado El Monte. Es ahí donde comienza la verdadera vocación de vino de pueblo únicamente elaborado con Tempranillo de viñas de Cenicero.
Marcelo Frías Artacho, tío abuelo de Santiago, es el verdadero impulsor de la bodega, donde entró a trabajar en 1930 a sus 13 años de edad para empaparse del negocio familiar. Su tío Román Artacho lo envió a Inglaterra a formarse en materias comerciales y a aprender el idioma. Una formación que le valdría de mucho para desarrollar las labores comerciales en ultramar. Pero antes, siendo bien joven, participó en la creación de la D.O. Rioja tal y como hoy la conocemos. Santiago nos sitúa en el tiempo y reflexiona sobre el puñado de bodegas que entonces ostentaban registro embotellador allá por los años 50. Todos se conocían y la sana relación que se forjó en aquellas décadas continúa siendo igual de enriquecedora. Esa relación de confianza era tal que cuando la familia empezó a recomprar las participaciones de los inversores externos, alguno de ellos ofreció su parte a los López de Heredia.
Santiago establece el aporte de Bodegas Riojanas a la zona en ser los primeros en someterse de forma voluntaria –en 1978– al control de añada por parte del Consejo Regulador. Pocos años después, a principios de los ochenta, se generaliza ese control de añada al resto de bodegas, un hito que pocos saben y que marca un aspecto importante en el etiquetado de los vinos modernos de Rioja.
El viñedo bautiza al vino
Concluye nuestro recorrido por la historia de Rioja sin perder ni una pizca de emoción e interés. Volvemos al Barrio de la Estación de Haro para que Diego Pinilla, director enológico del Grupo Codorníu, nos desvele algunos de los secretos que encierra Bodegas Bilbaínas. Todo comenzó en 1859, cuando los hermanos Savignon llegan a Rioja huyendo de la plaga de oídio que asoló Burdeos ese mismo año. Años más tarde, en 1901, dos primos de origen vasco, Santiago Ugarte y José Ángel Aurrecoechea, montan Bodegas Bilbaínas como una Sociedad Anónima que se hace con la bodega de los franceses y todo el viñedo que había a su alrededor. Por aquel entonces ya existía Viña Pomal (120 hectáreas), Zaco, Paceta y Vicuana (80 hectáreas más). Esta extensión de viñedo en propiedad era única en la época. Pero no solo se expandieron en Haro, sino que llegaron a tener bodegas en Labastida, Elciego, Ricla o Valdepeñas, aprovechando el paso del ferrocarril. En los años 20 y 30 del pasado siglo habían conseguido montar la mayor sociedad vinícola de España, cuyos primeros embotellados datan de 1901 y son los primeros en España en obtener registro embotellador oficial.
La importancia que adquirieron en el sector del vino traspasó fronteras. Debido a la I Guerra Mundial, Francia no podía vender Champagne al ser frente de guerra. Fue entonces cuando Bodegas Bilbaínas consiguió firmar contratos con las grandes casas de Champagne mediante los cuales le permitían elaborar espumosos con la licencia de las marcas francesas para evitar el desabastecimiento, uno de tantos hitos conseguidos por estos visionarios vascos que no debemos dejar caer en el olvido, reconociendo su espléndida labor.
Hoy, Diego persigue volver a la filosofía de la bodega en sus comienzos, es decir, conseguir destinar las uvas de los viñedos perfectamente caracterizados a las marcas de su mismo nombre. Esta forma de entender la viticultura y la enología de los fundadores es el principal aporte de Bodegas Bilbaínas a Rioja: desde el principio comercializaron sus vinos con el nombre del viñedo de procedencia. Esta práctica que desde hace unos años se ha convertido en la última tendencia ya se hacía a pocos metros del ferrocarril de Haro hace 120 años.
Aquí concluyen algunos de los trazos en blanco y negro de la historia de Rioja. Unos trazos que han servido a generaciones enteras de guía para desarrollar una actividad crucial en el progreso socioeconómico y cultural de Rioja. Unos trazos que debemos recuperar y repasar para convertirlos en indelebles y así garantizar que las generaciones venideras conozcan sus propios orígenes.