- Antonio Candelas, Laura López Altares
- •
- 2021-12-01 00:00:00
En las blancas tierras calcáreas del sur, se lleva años fraguando una emocionante rebelión que ha devuelto el protagonismo a la viña: desde el legendario Pago de Macharnudo Alto, en Jerez; al costero Pago de Miraflores, en Sánlucar; adentrándose también en los dominios más elevados de la Pedro Ximénez, en la Sierra de Montilla-Moriles. De estos terruños fascinantes nacen las variedades autóctonas con las que se elabora una nueva generación de vinos blancos 'especiales': fieles a la identidad de sus territorios, la gran mayoría mantiene el sutil 'pellizco' de crianza biológica, pero con un discurso mucho más cercano a la viña. Este movimiento ha atraído a jóvenes viticultores con creativas formas de entender estas regiones, que viven un momento histórico.
El misterio salino y la provocación de Sanlúcar, "la vida que se escapa por la boca y el alma", que escribía Jesús Terrés en Nada Importa; la belleza mestiza y la elegancia magnética que abraza a Jerez de la Frontera (Cádiz) y su duende; las mil y una formas de contar la historia de esa reina sureña forjada al sol llamada Pedro Ximénez en Montilla-Moriles (Córdoba). Y dentro de todas ellas, el latido de la rebeldía y ese impulso de crear vinos tranquilos en tierras gobernadas por generosos.
Elaboraciones que exploran nuevos y emocionantes caminos y que en ningún caso implican una amenaza a la tradición; al contrario, su revolución enriquece la visión de aquellos territorios fascinantes y nos llevan al candente centro de sus raíces.
Willy Pérez, enólogo de Bodegas Luis Pérez y uno de los impulsores –junto a Ramiro Ibáñez– de la recuperación de la histórica marca Manuel Antonio De la Riva, practica la desobediencia con un respeto exquisito, casi reverencial: "No acabo de entender el mensaje de que el vino de Jerez se hace en la bodega. Me gusta mucho más la consideración artística de cercanía al terruño porque antiguamente las clasificaciones no dependían de cómo el vino estaba hecho en la bodega, sino de la procedencia. Había pagos que daban estilos más oxidativos, otros más maduros, otros más costeros... Todos estos vinos de pasto están mucho más cercanos a la viña, nos dan una oportunidad para contar la historia de forma más cercana a la raíz y permiten a las nuevas generaciones entrar dentro del Marco de Jerez".
En el siglo XIX llamaban vinos de pasto –"de comer"– a los vinos del día a día. No tenían por qué ser vinos tranquilos, pero tradicionalmente eran vinos blancos. Willy explica que decidieron recuperar esta sugerente terminología para poner nombre a esa nueva generación de vinos blancos con el pellizco de Jerez que devuelven el protagonismo a la viña. O no tan nuevos... porque a finales del siglo XIX ya se hizo una reflexión muy similar a la que hoy hace Willy: "Tenemos que volver a la viña, que es en el único sitio donde se hacen inimitables los vinos de Jerez". Esto pasó hace exactamente 120 años, "y ahora estamos en ese mismo periodo de reflexión, moviéndonos de nuevo a la viña. Con este movimiento es como si de repente Jerez hablara un lenguaje que se entiende mucho mejor para cualquier amante del vino. Lo bonito no es que estemos inventando algo, sino que en realidad Jerez era eso", sostiene.
Océano, albariza... y rebeldía
¿Y qué es Jerez?, ¿cómo se puede condensar en una definición un territorio irreductible? Para Willy, "es cualquier cosa que salga de la albariza y del océano. Lo único que no ha cambiado a lo largo de los últimos 3.000 años. Aquí hemos hecho defrutum en los tiempos de los romanos, arrope con los árabes, romanías cuando ya llegan los cristianos, vinos dulces, de oxidativa, de crianza biológica, de vendimia tardía… Tenemos más de 15 tipos de vinos en el Consejo Regulador y lo único que no ha cambiado ha sido el océano y la albariza, los que verdaderamente dan tipicidad a nuestros vinos: un grito, un agarre que tenemos en la boca y una temperatura mucho más baja (de lo que sería lo normal en Andalucía) debido al océano Atlántico".
Ese grito de caliza pura lleva el sello de las blancas tierras de albariza, que retienen la humedad para calmar la sed de las cepas, a las que bañan con su luz centelleante y una energía magnética. Willy Pérez y Ramiro Ibáñez llevan años estudiando esos suelos (y la memoria) de Jerez y recopilando todo lo aprendido en una suerte de enciclopedia que recogerá la historia y características de los pagos más míticos del Marco, finca a finca: "Es como un proyecto vital... ¡y una buena arma blanca, también!", comenta Willy divertido.
De su otro gran proyecto conjunto, De la Riva, nace La Riva Macharnudo, un vino de pasto inmenso elaborado con Palomino Fino de la parcela El Notario, en el legendario Pago de Macharnudo Alto: "Trabajamos con casi dos años de crianza bajo velo y sale un blanco con una cantidad de pedernal y sensaciones minerales muy intensas. La concentración en boca y la sapidez es la propia de Macharnudo", cuenta.
Por supuesto, esta búsqueda de pagos y parcelas singulares guía también su trabajo en Bodegas Luis Pérez, donde, además de apostar por los tintos de la zona, han jugado con las variedades blancas autóctonas del Marco para crear sus vinos de pasto, ahondando en la identidad única de cada terruño: "En el Pago de Carrascal tenemos El Muelle de Olaso, uno de los primeros pases en la Viña del Corregidor. La idea es que sea un primer escalón donde el consumidor encuentre un vino blanco que le sea familiar, pero que también esté tocando el universo de los jereces y se reconozca esa sensación calcárea de la albariza. Para mí es importantísimo que eso esté ahí, si no el vino no me interesa". Su hermano mayor, La Escribana, nace en Macharnudo, se fermenta en bota y tiene un año de crianza bajo velo. Dice Willy que allí la albariza es más blanca todavía, y las sensaciones calcáreas se concentran mucho en la punta de la lengua y los laterales: "Te da más centro de boca, tiene mucha más sensación sápida. Eso es lo bonito: son pagos diferentes y las sensaciones son totalmente distintas".
Este carismático rebelde (con causa) sostiene que el Jerez debería venir definido por su viña y su suelo, no por la crianza biológica –a la que ve como un medio para matizar el vino y nunca como un fin–, y mira al futuro de Jerez con encendido optimismo: "Esa inmediatez de poder tener el vino al año o los dos años es una oportunidad para que Jerez se renueve. Eso trae muchas ideas nuevas, muchas ganas... Abren muchísimo Jerez al mundo".
El arte de la guerra
Armando Guerra, el sanluqueño impenitente que remueve el Marco de Jerez desde la Taberna der Guerrita –la fundó su padre hace más de 40 años– y Bodegas Barbadillo –donde es responsable de alta enología–, coincide en que el momento que se está viviendo ahora mismo en la región es muy tentador: "Esta nueva aparición de los vinos blancos especiales, siempre y cuando sea propuesta de manera complementaria a lo que han hecho las bodegas en las últimas décadas, debe ser bienvenida porque aporta riqueza, diversidad, creatividad, facilidad de que se incorporen pequeños y jóvenes viticultores a hacer su propio vino, que de la otra manera lo tienen más complicado... Todo eso aporta un escenario muy atractivo para la zona".
Con el salino cuchillo de los vinos de Sanlúcar como escudo guerrillero, Armando defiende que la esencia del Marco de Jerez es inseparable de la crianza biológica: "El control de la biológica como sistema de crianza es muy exclusivo de esta zona, le da una personalidad que la convierte en algo único internacionalmente. Después, hay otra serie de circunstancias que también son muy importantes: ponemos en valor un suelo, un clima, una variedad, unos edificios, unas criaderas y soleras y unas graduaciones alcohólicas concretas; pero lo que le da coherencia a gran parte de ese discurso complejo es precisamente la biológica".
Probablemente esta afirmación explique por qué la inmensa mayoría de los blancos singulares que se están haciendo en el Marco de Jerez terminan utilizando la crianza biológica en algún grado: "Es cultural, nosotros crecemos en ese ambiente de crianza biológica y cuando hablamos de vino blanco tenemos una enorme tentación de trabajar también con el velo, que al fin y al cabo es una forma de afinar el vino que obtenemos en los lagares. Haya o no haya velo, en estos blancos vamos a tener una presencia argumentativa mucho más importante del viñedo", apunta.
Una de las pioneras en hacer este tipo de blancos fue precisamente Bodegas Barbadillo, que en 1975 sacó al mercado Castillo de Sandiego, un desafío en toda regla que tuvo que especificar en su etiqueta –casi como penitencia– que no estaba amparado por la D.O.
Hoy, la enóloga de la bodega, Montse Molina, enarbola con orgullo la bandera de la innovación y se ha convertido en la compañera perfecta de filas de Armando: "El proyecto en el que yo trabajo tiene una parte dedicada al desarrollo de productos, a la interpretación de estas nuevas tendencias, entre las que están los vinos blancos con más o menos crianza y otro tipo de crianzas tradicionales como las manzanillas de añada o la manzanilla single vineyard. Todo lo que está ahora mismo sobre la mesa de debate lo estamos estudiando dentro de Barbadillo, y lo hago mano a mano con una persona que tiene una capacidad técnica impresionante y es la mayor suerte que tengo aquí, porque tengo la sensación de estar participando de ese proceso creativo en el Marco de Jerez en las mejores condiciones posibles". Un evocador ejemplo es Mirabrás, que definen como "una canción de Mairena suspendida en el aire de un viejo salón bodeguero", elaborado a partir de viñas viejas de Palomino y fermentado en botas viejas con velo de flor, pero sin fortificar.
Armando cuenta que desde sus primeros pasos en la Taberna der Guerrita, "escondida desde 1978 en el Barrio Bajo sanluqueño", puro hedonismo en rama, ha estado en contacto con estos vinos blancos: "Hay una tradición en las tabernas sanluqueñas que es ofrecer el vino del año fermentado en bota –aquí lo llamamos mosto– de noviembre a febrero, y yo eso lo he vivido en la nuestra".
En 2008, decidió dar un carácter más profesional a aquel maravilloso refugio familiar, y montó una sala de catas y una tienda especializada en vinos de Jerez que le ha permitido relacionarse de manera más estrecha con los grandes apasionados del Marco: "Ha sido una inmensa suerte. Como una evolución natural apareció el Club Contubernio, que tiene un gran objetivo de divulgación". Y que con su enorme crecimiento ha puesto en evidencia que hay un gran interés por el Marco de Jerez en España: "Pienso que nuestra capacidad de transmitir y emocionar con nuestro discurso va a hacer que cada vez sea más comprendida la zona. Vivimos un momento muy bonito, histórico, en el que hay mucho debate abierto, y esa riqueza que va a hacer que la zona crezca, se afiance y salga de la crisis de la que veníamos hace unas décadas".
Montilla, más que generosos
Dejamos Jerez y la magia de sus pagos para adentrarnos en la sierra montillana. Un paisaje completamente diferente que vive sus días más hermosos en otoño, cuando el sol pierde poderío y trata a las viñas con mayor compasión que en verano, acariciándolas con su luz apaciguada para sacarles los colores con particular gusto. Amarillos, dorados, marrones, rojizos... Sobre el lienzo blanco de albariza infinitas tonalidades se pierden entre las laderas esperando a que un golpe de viento desvergonzado desnude las cepas.
En este lugar de especial encanto que se ha comparado en más de una ocasión con la Toscana italiana es donde la cordobesa Denominación de Origen Montilla-Moriles tiene sus más preciados viñedos con los que elaborar los diferentes tipos de vinos generosos. Tanto es así que la Sierra de Montilla y el territorio de Moriles Altos son las dos zonas de Calidad Superior catalogadas en el pliego de la D.O.P. La naturaleza caliza de los suelos y la riqueza de orientaciones son los dos elementos clave para distinguir estas parcelas sobre el resto de viñedos.
Las laderas de las colinas que suben y bajan juguetonas están cubiertas por mantos de viña a ras de suelo, mientras algún olivar se entromete rompiendo la uniformidad del paisaje. Aquí las cepas son podadas a la ciega o casquera, el sistema tradicional montillano que evita la formación de los típicos brazos que emergen de las cepas plantadas en vaso. Esta es la forma en la que el hombre ayuda a la planta a optimizar la poca agua con la que el cielo riega estos campos. Además, así la vegetación, cuando se desarrolla, crea una especie de toldo que protege a los racimos de Pedro Ximénez de los despiadados rayos de sol veraniegos. Una Pedro Ximénez que está diseminada por toda la denominación de origen y que en la sierra es mayoritaria, aunque haya entre sus cepas alguna de otra variedad. A ese pequeño porcentaje de variedades blancas que se cuela entre la Pedro Ximénez lo llaman en la zona vidueño.
Tradicionalmente, el vino tranquilo fermentado en los lagares que motean de blanco la sierra montillana se destina posteriormente a la crianza biológica u oxidativa para los finos, amontillados, olorosos, palos cortados o dulces. Unos generosos que sin duda han colocado a Montilla-Moriles en un lugar de privilegio en el mapa vinícola mundial. Son unos vinos que centran la mirada en la bodega. Pero aquella sierra que guarda un suelo, un clima, una uva –la Pedro Ximénez– y un paisaje únicos en el mundo es capaz de ir más allá y enseñar el potencial vitícola de la campiña a través de vinos tranquilos que reflejen de manera cristalina el carácter austero y elegante del terruño de la sierra. Estuvimos con dos de las casas que están apostando por esta manera de dar visibilidad a una posibilidad de diferenciación de este reducto de viña tan especial.
Las mil y una caras de la sierra
Como casi siempre, los paisajes del vino están vinculados a cursos fluviales que acotan y dan forma al relieve. La disposición geográfica de una de las partes más interesantes a nivel vitícola de la sierra montillana queda dibujada por las cuatro laderas que forman el arroyo Benavente y el Riofrío. Dos regatos que transcurren en paralelo para entregar sus aguas al río Cabra. Estas pendientes con pequeñas variaciones de orientación miran hacia el norte y el sur. Esto implica que haya una inmensidad de parcelas en diferentes altitudes de cada una de ellas.
La casi tricentenaria bodega montillana Alvear fue pionera en advertir de lo que todavía esas tierras blancas, sobre las que la delicada Pedro Ximénez sobrevive, pueden ofrecer. En su proyecto 3 Miradas, que nació en 2016, podemos ir descubriendo cada año los matices de diferentes parcelas ubicadas entre estos dos pequeños arroyos. Una colección dinámica a la que se incorporan aquellas elaboraciones interesantes que suman diversidad: el vino de pueblo 3 Miradas, Paraje de Riofrío Alto, El Garrotal, Ladera de Benavente, Viña Antoñín... Todos ellos son interpretaciones de la Pedro Ximénez. Versiones de viñas que, aunque no os lo creáis, apenas están separadas por un puñado de cientos de metros.
Para la añada 2019 se incorporó una modificación en la elaboración con respecto a las anteriores. La fermentación alcohólica se llevó a cabo en botas que en su momento contuvieron el archiconocido Fino CB. En palabras de Bernardo Lucena, enólogo y maestro de todo lo que ocurre en la nave de crianza de Alvear, este cambio favorece la expresión del territorio en los vinos, que al fin y al cabo es de lo que se trata. En aquella nave cuya oscuridad se quebraba por los tímidos rayos de sol que entraban por las ventanas, catamos a pie de bota, junto con Gemma Verdaguer, directora técnica de Alvear y de Palacio Quemado –la bodega de la familia Alvear en Extremadura– las añadas 2019, 2020 y la reciente 2021 de las parcelas Viña Antoñín, Cerro Macho y Cerro Franco, de las que tan solo hay por año tres botas de cada parcela.
Lo interesante de este ejercicio de cata fue descubrir unos perfiles completamente diferentes habiendo sido elaborados de la misma manera, donde además el velo de flor se genera de forma desigual dependiendo de cada majuelo. Mientras la parcela Viña Antoñín da un vino más accesible en cuanto a inmediatez frutal y amabilidad táctil por el gran volumen que muestra, Cerro Franco enseña una versión aromática que se inclina más hacia los recuerdos de pan, heno fresco... Sin embargo, el de la parcela de Cerro Macho, que es la que se encuentra a una mayor altitud, es el más afilado de todos. Es el que tiene una personalidad más extrema. Tiene más complejidad, aunque respeta la parte varietal. Es salino y corpulento. Lo bonito de esta cata es que estas son las conclusiones sacadas de vinos que están en bota y que todavía evolucionarán a lo largo de los meses y después en botella. Es una maravillosa forma de entender la Sierra de Montilla y la versatilidad de la Pedro Ximénez.
La insensatez más cuerda
Si nos adentramos en el corazón de ese cogollo de viñas acotadas por los dos arroyos, llegamos al centro de operaciones de los Insensatos de Antehojuelas, un grupo de seis amigos enloquecidos por las posibilidades que aquel lugar esconde. En el centenario lagar Cañada Navarro nos recibe Manuel Jiménez para reflexionar sobre el trabajo que estos insensatos están llevando a cabo comandados por las directrices enológicas de Fátima Ceballos, un referente en la zona en cuanto a la interpretación parcelaria de las viñas de allí.
Manuel cuenta que lo que les impulsó a poner en marcha el proyecto era el no poder entender el declive de Montilla con la gran cantidad de activos que la sierra ofrece: "Contamos con los suelos calizos por los que medio mundo mataría y que son los responsables de los vinos eternos (generosos). Tenemos la Pedro Ximénez como uva de gran finura y un potencial enológico por descubrir y la tinaja, la gran olvidada hasta hace bien poco. Con estas tres herramientas tenemos que poner a Montilla en el mapa del mundo del vino". Pero ahí no quedan las bendiciones. El viticultor, con su forma de podar y cuidar la viña, es un elemento cultural que debe preservarse. Por no hablar del velo de flor, que no hay que dejar de lado porque, como dice Manuel, "el velo está en el aire montillano".
Con estos elementos sobre la mesa y una necesidad imperiosa de reinventar el vino montillano para que el mercado lo entienda mejor y así poder captar al consumidor desde la diversión, se embarcaron en la locura de interpretar la Pedro Ximénez en las 24 hectáreas de viña que hay en torno al lagar. Podría parecer insensato por su parte basar en ello su proyecto, teniendo en cuenta que la pobre uva ha llevado colgado el sambenito de variedad poco aromática durante décadas. Pero la cordura no es patrimonio de los que siempre se guían por la ortodoxia, ni el éxito tampoco. Solo hay que entrar en la sala de tinajas y catar cada uno de los vinos procedentes de diferentes parcelas fragmentadas según criterios edafológicos, de edad de la viña... No solo no se parecen, sino que son radicalmente opuestos. Desde la sensación floral y frutal de El Lechinar hasta la finura, elegancia y complejidad de El Petril pasando por la opulencia de Los Turistas o la frescura de Los Injertos, la parcela más joven. Cada uno es diferente, pero en todos se percibe la albariza y si eso es así el insensato objetivo está cumplido.
Para Manuel, de lo que se trata es de evitar que la cadena de valor del vino de Montilla se rompa en el primer eslabón, que es la viña. "Si no le damos valor es evidente que se acabará arrancando porque el viticultor tiene que poder vivir con dignidad". A partir de aquí, la idea es fácil: elaborar vinos que hablen de las raíces, de una viticultura reconocible en la zona y de una forma de presentarlos que conecte con el público.
En este recorrido por lugares del sur prestigiados por sus vinos generosos, os hemos enseñado proyectos jóvenes, inquietos que reivindican mostrar al mundo que de aquellos terruños donde nacen los maravillosos finos, amontillados... también pueden emerger vinos directamente de la tierra sin renunciar a los elementos que de manera natural allí se dan. Una preciosa reivindicación hecha realidad forjada a partir de una forma más íntima de entender la viña. Ojalá se vayan fraguando más proyectos así con los que dar diversidad a unas de las zonas más ricas en vinos de nuestra geografía.