- Redacción
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- 2002-10-01 00:00:00
Las combinaciones “adecuadas” de bocados y vinos nacieron como preferencias del gusto en un momento, jugando con la limitada disponibilidad de la despensa, pero se transformaron peligrosamente en normas de etiqueta, en rígidos principios que pretenden probar la educación del degustador en vez del sabor de los alimentos y bebidas. El único imperio incontestable en esto de comer y beber ha de ser la libertad y el conocimiento y respeto al propio gusto. Quien acuñó que la forma de degustar los quesos era en compañía de grandes vinos tintos hizo un flaco favor a ambos y a sus ciegos seguidores.
Lo que sí parece indiscutible es la pareja ideal formada por quesos y vinos. No hay más que atender a la esencia de ambos: una fermentación y maduración en la que intervienen microorganismos similares y que produce incluso compuestos químicos idénticos, como los ácidos lácticos. Establecer una competencia entre ellos, reuniendo bocados y tragos igualmente intensos y contundentes, sólo produce un agotamiento del paladar. De ahí la conveniencia de los blancos, siempre más refrescantes, para respetar los matices más delicados y restaurar la virginidad del paladar a lo largo de una tabla variada de quesos.
En el surtido de Rueda se encuentra la copa idónea para cada uno. Los quesos de cabra frescos o untuosos requieren un vino seco como el Rueda o el Sauvignon. Los especiados o los cremosos de oveja o vaca permiten algo más frutal -uvas con queso saben a beso...- como la potente verdejo de un Rueda Superior, aunque si la pasta blanda encierra sabores maduros y exhala aromas envolventes será un placer añadido entregarla a los brazos tiernos, al afecto profundo, de los fermentados en barrica.
Respecto a los quesos firmes un punto amargos o picantes como los gruyère, los Idiazábal o los manchegos muy curados hay dos teorías igualmente acertadas en la práctica, la de propiciar un juego de amargos, con el fondo de la verdejo en su estado más puro, incluso varietal, o bien contrastar con las sugerencias tropicales de la Sauvignon. Pruebe, compare...
Lo que parece menos discutible es el acierto de combinar los contundentes quesos azules, los cabrales, picones, gorgonzolas, roquefort y demás familia con esos vinos que se consideran de postre, los que atrapan el sol y lo transforman en cierto dulzor, como esos olvidados rancios tradicionales de Rueda, los dorados. Aunque, en busca de limpieza y de estímulo para el siguiente bocado, resulten insustituibles los espumosos.
Todo eso son felices flirteos, caprichosos y mudables. Sin embargo hay una receta capaz de amalgamar y transformar queso y vino, en beneficio de ambos: la Fondue. Un kilo de quesos de vaca rallados -una mezcla equilibrada de texturas, madurez y sabor- junto a una botella de Rueda muy seco y otra de un fermentado en barrica proporcionan un banquete informal pero exquisito a ocho comensales. Hay que calentar el queso regado con una copa de kirtch en un cacito apenas frotado con ajo y añadir los vinos poco a poco, removiendo hasta que todo se funda en una pasta homogénea. Es el momento de llevarlo a la mesa sobre un infernillo y degustarlo remojando taquitos de pan.
Para acompañar, lo mejor es, por supuesto, el mismo vino y quizás, como punto final, una copa de kirtch helado con la “religiosa”, el quemadillo del fondo del cazo, capricho de los conocedores. Otra sugerencia es un menú exclusivo con un largo y ordenado surtido de quesos. Entre ellos, unos bocaditos de frutos secos. La combinación de Rueda Verdejo o Sauvignon con nueces, almendritas, pasas y avellanas es un placer añadido.