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La hechicera y bella Serra de Tramuntana, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2002, alberga multitud de curiosas historias y leyendas... entre ellas la del atormentado Sleepy Hollow mallorquín: el Comte Mal, condenado a vagar sobre un caballo en llamas por estas tierras para toda la eternidad. Pero en este fértil y singular reducto, que ha atraído a viajeros tan ilustres como Chopin o Unamuno, la vida late en playas de belleza salvaje, pueblos pintorescos y paisajes irrepetibles. Allí, los olivos centenarios se encaraman en abruptas terrazas orientadas hacia el sur para aprovechar las pendientes, absorber cada rayo de sol y evitar los fríos vientos del norte. Su preciado fruto, las olivas, todavía hoy se recolecta de forma manual debido a la tortuosa orografía del terreno. Este cultivo, uno de los más tradicionales de la isla, se remonta a la época prerromana, y vivió una etapa de esplendor entre los siglos XVIII y XIX. En 2014, la Oliva de Mallorca (de la variedad autóctona Mallorquina, sabor predominantemente amargo y que se fermenta parcialmente en salmuera) obtuvo la Denominación de Origen Protegida, que ampara tres variaciones diferentes: la verde natural –de aroma vegetal intenso y tacto firme–, la negra natural –de aroma terroso y superficie suave, se aliña con aceite de oliva virgen extra con D.O.P. Aceite de Mallorca– y la verde partida (olives trencades), que se adereza con hinojo y guindilla de Mallorca. Esta última, untuosa y con un toque picante, es uno de los aperitivos más codiciados de la isla, acompañante indispensable del pa amb oli mallorquín: pan con tomate ramellet untado, aceite de oliva de Mallorca, sal... y lo que se le quiera añadir (queso, sobrasada, camaiot...). Sencillamente delicioso.