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Las carnosas y refrescantes cerezas son u nas pequeñas conquistadoras. Tal vez su pasado guerrero (se dice que fue el general romano Cúpulo quien popularizó su consumo por todo el Imperio hace dos mil años) las haya ayudado a salir victoriosas en el duelo por alzarse con el título (ex aequo, al menos) de fruta más tentadora; aunque comparten linaje con algunas duras competidoras, como las fresas o los melocotones: sus árboles de origen también pertenecen a la familia de las Rosáceas. Si pensamos en el bellísimo paisaje que las acompaña, hay dos lugares que se nos vienen a la cabeza de inmediato: Japón (sakura, la flor del cerezo, era el evocador símbolo de los samuráis)... y el Valle del Jerte. En este singular rincón al norte de Extremadura crecen las deliciosas picotas del Jerte, que cuentan con una D.O.P. propia. La floración de los cerezos en estas fértiles tierras marca el comienzo de la primavera, y dibuja un paisaje espectacular, teñido de blanco. Allí el cultivo se realiza de forma artesanal desde el siglo XVII, entre montañas que se sitúan a más de 2.000 metros de altitud; y la recolección, desde mediados de mayo a finales de junio, se hace a mano con cestas de castaño. Las picotas del Jerte (no tienen rabito, se queda prendido en el árbol durante la recolección) son más pequeñas, dulces y crujientes, y su rojo es más oscuro. A su calidad excepcional se unen propiedades muy interesantes: son un antiinflamatorio natural, tienen poderes relajantes (por su riqueza en triptófano, serotonina y melatonina) y ayudan a combatir el envejecimiento celular. Además, combinan muy bien con especias como la canela y la vainilla, y están buenísimas en gazpachos, salsas, ensaladas, bizcochos... y por supuesto solas (o con hielo).