- Redacción
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- 2003-06-01 00:00:00
¿Es la combinación de pasta y vino tinto algo superficial? Al contrario: la cosmopolita pasta encaja perfectamente con vinos de procedencia muy diversa. ¿Chinos o italianos? Qué más da quién la inventara, lo que importa es que la pasta existe, con todas sus formas y colores. Sería posible alimentarse únicamente de pasta sin aburrirse nunca, porque apenas hay un país o región del mundo que no tenga su propia receta. Sólo en Italia, la tierra de la pasta por antonomasia, las variedades son innumerables. Toda una generación de españoles crecimos bajo el influjo omnipresente de los espaguettis, tallarines, canelones, raviolis, y hasta la famosa sopa de letras, casi siempre horriblemente pasados de cocción. Eran el comodín de las malas cocineras, de los solteros perezosos, de las madres sin tiempo, el exponente de la comida rápida. La pasta admitía hasta los ingredientes imposibles, cualquier lata de conserva, cualquier salsa exótica servía para hacer el número del cocinero imaginativo ante los sufridos amigos. Pastas, a menudo, irreconocibles por culpa de un exceso de cocción que las convertía en algo intragable. Lo que para los italianos era un arte, una suerte de cocina popular con genialidades de alta cocina imaginativa, en manos de generaciones de españoles se convirtió en el pienso descuidado de los niños. La revolución gastronómica de la década de 1980 puso fin a estas barbaridades e hizo que hasta el más atrasado de los aprendices de cocinero aprendiera a cocinar la pasta: a saber, al dente, en abundante agua salada, hirviendo inicialmente a borbotones durante un minuto y después cociendo a fuego lento hasta alcanzar el punto exacto en que todavía presente una cierta resistencia al morderla. «Los espaguetis», me explicó una chica italiana con la que me escribía, «están al dente si no se pegan al arrojarlos contra la pared». Todavía hoy no sé si lo decía en serio, porque mi primer intento titubeante de probar el método dio lugar a una bronca familiar y una prohibición de entrar en la cocina durante tres semanas. Después, en los años noventa, tuvo lugar la fusión de tradición y modernidad. La cocina internacional se lanzó sobre los productos regionales y los combinó de forma alegre y desenfrenada. Los platos de pasta no podían nunca ser suficientemente originales. Por entonces, una de mis creaciones favoritas era el chop-suey de tallarines con daditos de rape, remolacha y jamón ahumado. Al menos, aquello tuvo una ventaja: la calidad de la pasta no dejó de mejorar, tanto la artesanal como la industrial, con huevo o sin huevo. Y quien a los veintitantos -como orgulloso propietario de un aparato para hacer pasta, comprado en las primeras vacaciones en la Toscana- había ofrecido a amigos y conocidos tallarines hechos en casa y puestos a secar sobre palos de escoba, dejó con la conciencia muy tranquila que la máquina acumulara polvo en el armario de la cocina y volvió a servir la pasta como mejor sabe: cocida al dente, aliñada con un buen aceite de oliva y algo de queso parmesano y pimienta y acompañada por una copa de vino tinto fácil de beber. Los vinos para tomar con pasta deben ser frutales y suaves, equilibrados, ni muy maduros ni muy amargos ni muy tánicos. Un buen Beaujolais resulta magnífico, también un Valpolicella, o un Burdeos ligero, pero lo mejor es un Barbera maduro, seductor y no excesivamente maderizado. En el caso del Chianti (para muchos, el vino de pasta por excelencia) deben elegirse versiones frutales y frescas, no ásperas y excesivamente grandiosas. En el recuadro hemos seleccionado dos vinos españoles que combinan muy bien con la pasta: El Albiker, de Rioja, y el Valdecuadrón, de la Ribera del Duero. n Hans-jörg Degen (hansjoerg.degen@vinum.info)