- Redacción
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- 1999-09-01 00:00:00
Hubo un tiempo en que el brandy se llamó “coñá”, así, sin más, y, con el café con leche y churros, llegó a formar parte del desayuno de muchos españoles. De aquel coñá carpetovetónico a hoy ha llovido mucho. Ahora se llama brandy, y está de moda. Y sobre todo, ha alargado la fiesta hasta altas horas de la madrugada para ser bebido al ritmo de la fantasía de los modernos y marchosos consumidores. Porque no es el brandy una bebida inmovilista, ni proclive a rechazar las buenas compañías y combinaciones imaginativas. Su mezcla, de carácter suave y desenfadado consigue mantener un diálogo sorprendente, de igual a igual, con las bebidas de cola, las tónicas, el limón o la fruta tropical. Es tan buen compañero de mesa y fiesta que el brandy te seguirá fielmente hasta donde la imaginación te lleve. Bien en la noble copa tipo “Napoleón” para los grandes reservas como “Fontenac”, de Miguel Torres, capaz de alzarse con el galardón al mejor brandy del mundo en competencia con los mejores coñacs franceses, bien en vaso de coctel con un popular “Torres 5 años”, capaz de unir el aroma a vainilla fresca con el sabor suave y rico en matices de madera. Y es que la capacidad combinatoria del brandy no tiene nada que envidiar a la de otros aguardientes y licores. Con el valor añadido de una mayor nobleza y complejidad organoléptica.
Capacidad combinatoria que deriva de lo bien que le sienta el hielo: reduce el grado alcohólico sin mengua alguna de su potencial aromático y la amplitud de sabores que encierra. Así se puede beber dócilmente, para permitirnos disfrutar plenamente de su elegante buqué.
Tiene el brandy tal calidad y categoría que a veces parece condenado a morir de éxito. Un ejemplo claro es la actitud de tantos amantes de este aguardiente de vino para pedirlo en copa o vaso largo con hielo. Parecería que tal demanda es un desatino que atenta contra la bondad y nobleza de nuestro brandy, pero nada más lejos de la realidad. Es cierto que este mismo consumidor no duda un instante en solicitar, si el calor o la ocasión lo aconsejan, un buen whisky, incluso de malta, con su cubitos de hielo y el añadido de un poco de agua. Convierte así, sin mayor escándalo, una bebida de categoría en un trago largo, refrescante y sabroso. Lo mismo puede y debe hacerse, sin pérdida del decoro ni mengua de la categoría gastronómica, con el brandy, al que todavía no ha llegado plenamente lo que algunos llaman la cultura del hielo. Cultura que ha conquistado a la juventud y que lentamente va ganado terreno entre los consumidores de mayor edad, para los que hasta hace poco añadir a un brandy hielo era poco menos que un sacrilegio. Pero se olvida que el brandy, como otra bebidas espirituosas, tiene un campo inmenso como bebida fría y larga. Baste recordar, por ejemplo, que para la cata rigurosa y profesional de los aguardientes es necesario rebajarlos previamente con agua a fin de poder apreciar en toda su amplitud la riqueza aromática. Exactamente lo mismo que consigue el hielo, en su lento diluirse. Nace así una nueva dimensión que añadir a la de la tradicional copa. En los períodos estivales, en las noches de fiesta, o como aperitivo en los mediodías soleados, un vaso de brandy acude en nuestro socorro con sus cubitos de hielo, sólo o en feliz combinación con otros ingredientes, conformando así una maravillosa bebida larga.