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Es el número exacto de granos que contiene una ración de paella, 100 gramos de arroz. Pocas recetas han despertado encontronazos tan encendidos –que se lo digan a Jamie Oliver...– y amores tan arrebatados. Humilde prodigio culinario, valenciana suculencia.
H ay algo de totémico en la paella valenciana, ese humilde prodigio culinario que tantas pasiones y polémicas ha suscitado –cómo si no iba a ser símbolo de un país tan aficionado a dividirse en bandos– a lo largo de su historia. El gran periodista y escritor Julio Camba la definió como un plato “romántico, lleno de realismo y de color local”; bravo mestizaje –con raíces romanas y árabes– que en el Congreso Mundial de Gastronomía de 1992 se alzó por votación popular como la receta más representativa de la gastronomía patria. El origen de la paella nos lleva a la Valencia rural: desde hace cientos de años los campesinos preparan el arroz con las carnes y verduras frescas que tienen a mano (aves, conejos, liebres y garrofó, unas judías autóctonas de la región), azafrán y aceite de oliva. Se mezclan en la paella –el primer uso documentado de este recipiente data del siglo xviii– con agua y se cocinan lentamente al fuego. Sencilla, contundente y sabrosa elaboración con tres elementos clave: arroz valenciano –Senia, Bahía o Bomba–como hilo conductor, un buen sofrito y un caldo suculento. El debate está servido: de un lado, los abanderados del purismo paellero más absoluto; del otro, los irreverentes defensores del arroz con cosas. Y para terminar en tablas, esta bella leyenda: un general francés y una mujer valenciana durante la Guerra de Independencia sellaron un curioso armisticio. Por cada nuevo plato de paella que preparase aquella mujer, el general liberaría a un prisionero español. Ella ideó 176 platos diferentes de paella y el militar cumplió su promesa, dejando marchar a 176 prisioneros.