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En el mes de Madrid rendimos tributo a su tentacular estandarte culinario: el bocadillo de calamares, crujiente y humilde tentación con una curiosa historia salpicada de ayunos, fascinaciones varias y hasta conflictos diplomáticos.
E l suculento símbolo culinario de Madrid ha inspirado canciones, desatado conflictos diplomáticos e incluso tiene su propio Día Mundial –el 14 de abril–. Un bocata de calamares es mucho más que un puñado de aritos de cefalópodo sabrosamente rebozados y sabiamente estrujados entre dos panes; es un estandarte, el espíritu de la ciudad hecho bocado. ¿Y cómo es posible que estas criaturas marinas acabaran fundando tan próspera colonia –con centro de operaciones en los aledaños de la Plaza Mayor– en un territorio de secano? Lo cierto es que el origen del bocadillo de calamares no está del todo claro; pero la colonización de estos moluscos se remonta a los siglos xvi y xvii, en plena Contrarreforma, cuando los pescados y mariscos de las costas del norte de España conquistaron la capital a golpe de abstinencia cárnica –los católicos tenían prohibido consumir carne en Cuaresma–. Eso sí, sabemos que el momento álgido del calamar en la cocina madrileña llegó en el siglo xx a través de las tabernas y casas de comidas del centro –muchas de ellas regentadas por emigrantes andaluces, gallegos o asturianos–. En los años sesenta se desató la locura, y en los setenta, Madrid se alimentaba casi exclusivamente de calamares fritos –eso escribía Umbral en septiembre de 1974 en La Vanguardia, a propósito de La guerra del calamar con Estados Unidos–. Hoy en día la fascinación continúa. Y hasta los chefs más prestigiosos han sucumbido a sus tentaculares encantos. Es el caso de David Muñoz, Marcos Morán o José Luque, creador del bocata que ilustra estas páginas.