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Nos gusten o no los galicismos, parece que no hay palabra precisa en nuestra lengua para definir terroir; o si no, echen mano de los diccionarios y busquen terruño, el nombre más utilizado para su traducción. Si creen además que es un concepto moderno, de esos que se crean para poner en valor un determinado vino y justificar su calidad sin más, tampoco estarán en lo cierto. Terroir es un concepto global, que no globalizado, con clara vocación vitícola que comenzó a desarrollarse en la Edad Media en nuestro país vecino. Identificar y definir los terroirs de los viñedos ha sido tarea de siglos, y el gesto de recoger un puñado de tierra y olerla no es de nuestros tiempos. Terroir no solo hace referencia al tipo de tierra, sino a otros factores permanentes e inalterables: el clima, la topografía, el suelo o la planta. Se podría decir que es el pequeño y particular ecosistema de la vid. Pero es aún más, porque otros elementos de la producción vitícola como variedad, portainjerto, conducción o densidad de plantación marcan el carácter del terroir. E incluso el factor humano, el cómo las personas culturalmente se encargan de las labores del campo. Todo ello define la identidad vinícola particular y única de un determinado viñedo.
Terrenos arcillosos, pedregosos, calcáreos, volcánicos, arenosos, pizarrosos... El suelo natural, marcado por el origen geológico de la roca madre y sus transformaciones a lo largo del tiempo, las texturas y perfiles del suelo, sus componentes químicos y otros muchos factores configuran y otorgan identidad a los vinos haciéndolos reconocibles en su estilo por aromas característicos, personalidad o elegancia.
De esto saben mucho los viticultores más veteranos, conocedores inconscientes del significado de la palabra terroir y de la necesidad de mimar la tierra. Ya lo decía Hugh Johnson, “no hay misterios relativos al terroir. Todos, o al menos cada lugar, posee uno”.
