- Redacción
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- 2002-10-01 00:00:00
En un reciente recuento de vinos españoles de «Alta Expresión» hecho por Vinum, me impresionó el elevado número de ellos -más de sesenta, cuando hace unos años apenas si alcanzaban la docena- y, muy especialmente, la diversidad de su origen. Una grata sorpresa para alguien que ha defendido las inmensas posibilidades vitivinícolas de nuestro país, el de las mil colinas y todos los microclimas imaginables. No es de extrañar que a los esperados riojas y riberas del Duero, se unieran vinos de Toro, Bierzo, Cariñena, Somontano, Jumilla, Yecla, Alicante, Baleares y de prácticamente toda Cataluña, Madrid, La Mancha... Quedan pocos rincones donde no haya aparecido un tinto pletórico de aromas frutales y especiados, con el imprescindible escalofrío mineral y la buena madera resonando en las profundidades tánicas de sus poderosos polifenoles. Y no sólo vinos elaborados con Tempranillo en todas sus variantes, sino con Monastrell, Garnacha, Graciano, Cariñena, Mencía, Callet, Garró. Solas o en compañía de otras noblezas perfectamente aclimatadas como Cabernet Sauvignon, Merlot, Petit Verdot, o Syrah. Todos estos vinos conforman una imagen satisfactoria, paradigma de lo que puede hacer nuestra enología a poco que se lo proponga. Pero también pueden resultar un peligroso espejismo que nos adormezca en unos laureles tan escasos que sólo cubren una ínfima parte de nuestra realidad. Porque estamos hablando de vinos que, en su conjunto, apenas superan el millón de botellas, una gota de vino en el océano de nuestra producción vinícola. Tienen un carácter más simbólico que real. Son marcas prestigiosas, elaboradas en cantidades muy pequeñas, cuando no insignificantes, y a precios generalmente desorbitados. Bien está que demuestren lo que se puede hacer en España, pero de nada sirve que nos miremos el ombligo enológico, por muy expresivo que sea. La dura realidad es que debemos competir en mercados internacionales con poderosas maquinarias de venta y marketing como las de Australia, Sudáfrica y, últimamente Argentina, y ahí demostramos más flaqueza que fortaleza. Son mercados donde juega, y duro, la ecuación calidad/precio, un terreno donde podemos hacer buen juego si somos capaces de contener los precios y aumentar la calidad, no la de unos pocos, sino la de la inmensa mayoría de nuestros vinos, aún más cercanos al granel que a la gloria.