- Redacción
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- 2002-12-01 00:00:00
Por fin hallé la ocasión de beberme en buena compañía el magnum largamente guardado de una añada fabulosa. Cuando la espiral del sacacorchos dio la primera vuelta, ¡créanlo!, mis papilas sufrieron una inundación de saliva. El corcho apareció intacto, largo, lustroso. El color del vino anunciaba el paraíso, y el aroma... el aroma presagiaba un horrible brebaje, de olores a moho, o a cueva húmeda, típico de un corcho contaminado por hongos y por las terribles moléculas del TCA. «Bueno, me dije, ocurre en las mejores familias». Y cada vez con mayor frecuencia, pues el corcho, el mejor aliado del vino desde la aparición de la enología moderna, ha llegado a ser su enemigo número uno. Ni siquiera el botellón o los descerebrados que trazan autopistas sobre los viñedos más carismáticos de España causan tanto daño como la falta de garantía que ofrece el sector corchero. El crecimiento del vino embotellado ha desbordado en los últimos años las previsiones más optimistas, hasta el punto de que la industria se ve incapaz de abastecer la enorme demanda de corcho de calidad de todo el mundo. El alcornoque, de crecimiento perezoso, no se improvisa. En el árbol, los cortes se apuran cada vez más abajo de lo razonable, y apenas se respetan los plazos imprescindibles para que el corcho alcance el grosor y la calidad óptima. Así que, hagamos de una vez la pregunta maldita, por muy políticamente incorrecta que parezca: ¿ha llegado la hora de investigar otras soluciones para tapar, con todas las garantías, una botella de vino? Ya hay bodegas en California o Australia que han decidido coronar sus botellas de media y alta gama con tapones sintéticos. En Europa y sobre todo en España, la sola idea produce vértigo, por aquello de que un corcho de gran calidad forma parte inseparable de la imagen de una buena botella. Pero tal como están las cosas, de su uso razonable depende la salud futura de nuestros alcornocales y de nuestros vinos. Bien sea con los llamados «tapones técnicos» o los fabricados con material sintético, que en el caso de los vinos jóvenes pueden ser incluso más adecuados. Y mientras los bodegueros superan ese «miedo al vacío», roguemos para que tales percances solo nos ocurran en los restaurantes: así, al menos la botella contaminada será devuelta al redil de la bodega, y podremos, de paso, cumplir el viejo sueño de decir con toda la autoridad: «Sumiller, este vino tiene un espantoso goût de bouchon».