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Tras años de dominio incontestado de la fría elegancia atlántica, vuelve el gusto por el luminoso Mediterráneo, hedonista y sensual, paridor de vinos inmortales, que durante siglos sirvieron tanto de alimento como de vehículo privilegiado para la embriaguez mística.
Y con el Mediterráneo, los tintos subidos de color, cálidos, concentrados, pletóricos de taninos maduros, con ajustadas crianzas en barricas nuevas de roble americano, francés, ruso, bosnio, y paladar exuberante de golosas frutas compotadas. Vinos tintos de sorprendente autenticidad, que están sirviendo de revulsivo vitivinícola, y propiciando la recuperación de la maltratada variedad genética del país, que es la gran tarea pendiente.
Porque en algunas de las variedades autóctonas ancestrales, hoy en peligro de desaparición, se encuentra la respuesta a la monotonía de los vinos industriales, a base de la omnipresente Cabernet Sauvignon. O de una “tempranillitis” que puede causar similares estragos cuando se planta sin ton ni son, a base de clones muy productivos. Pienso en uvas denostadas, arrancadas, condenadas a la extinción, como la mallorquina Callet. Ha hecho falta la audacia de jóvenes enólogos como Francesc Grimalt, de Ánima Negra, para que este varietal mostrara su grandeza recatada, su gran potencia expresiva, la seductora personalidad de una cepa humilde perfectamente integrada en el medio. Es todo un ejemplo de recuperación genética. Hay otros: Torres, con el trabajo de años, paciente y callado, para salvaguardar las variedades Sansó y Garró, que luego contribuirán poderosamente a determinar la singularidad de su vino “Grans Muralles”; Viña Ijalba, con su apuesta por la blanca Maturana, lo que en Rioja viene a ser casi una locura. Labor de recuperación que debe extenderse a la salvaguarda de los viejos, y en algunos casos prefiloxéricos, clones de mayor calidad, la base genética imprescindible de nuestras gloriosas Tempranillo, Garnacha, Monastrell, Mencía, Mazuela, etc.
Unos y otros marcan el camino a seguir para obtener vinos personales, únicos, irrepetibles, que deben ser parte fundamental del patrimonio vitivinícola español.